Usted está aquí: lunes 11 de septiembre de 2006 Opinión 11-S: un lustro

Editorial

11-S: un lustro

El curso político del mundo se vio bruscamente alterado, hoy hace cinco años, por los atroces ataques terroristas perpetrados en esta fecha en Nueva York y Washington. El gobierno republicano, que acababa de conseguir la Casa Blanca a costa de un ignominioso fraude electoral en Florida, carecía de programa, y George W. Bush no encontraba margen para empezar a imponer su agenda conservadora, autoritaria y antidemocrática. Los avionazos contra las desaparecidas Torres Gemelas y el Pentágono dieron sentido a su presidencia, nueve meses después de haber asumido el cargo.

La clase política estadunidense encontró un nuevo peligro y un nuevo enemigo: la superpotencia recuperó de inmediato las tradiciones guerreristas, violentas e intervencionistas, las cuales se habían visto perceptiblemente atenuadas durante los ocho años del gobierno de Bill Clinton. Washington consiguió el rápido realineamiento de aliados tradicionales ­Europa occidental y las potencias económicas de Asia­, que buscaban la redefinición del orden unipolar y su conversión en un sistema multipolar de influencias, y, con el pretexto de buscar a los supuestos responsables de los atentados, Afganistán fue bombardeado, invadido y arrasado por enésima ocasión.

En el ámbito interno, Bush obtuvo poderes de excepción que aún conserva, las libertades individuales fueron severamente recortadas y, en aras de la "seguridad nacional", las dependencias gubernamentales de inteligencia y seguridad fueron investidas de facultades, insólitas en un régimen democrático, para espiar y hostilizar a discreción a cuanto ciudadano les pareciera sospechoso. Las comunidades árabes e islámicas en Estados Unidos fueron objeto de una oleada de hostilidad y discriminación que persiste hasta la fecha; se extendió y reavivó la xenofobia tradicional de las porciones conservadoras de la sociedad estadunidense. En cuanto al combate al terrorismo, que hasta entonces era de la incumbencia de la policía, fue puesto bajo el control de los militares.

La tendencia autoritaria se expandió con rapidez al resto del mundo, empezando por la paranoia policial que convirtió en cuarteles de alta seguridad los aeropuertos del mundo. Washington impuso como primera prioridad en la agenda planetaria la "cruzada contra el terrorismo" y los círculos del pensamiento reaccionario buscaron convertir "el choque de civilizaciones" ­la cristiana y la islámica­ en una profecía autocumplida.

Año y medio después del 11 de septiembre de 2001, y con el pretexto de combatir el terrorismo, los gobiernos de Bush, Tony Blair, José María Aznar, Silvio Berlusconi y otros, emprendieron la destrucción y ocupación colonialista de Irak. Con el pretexto de sacar del poder a Saddam Hussein, los aliados occidentales arrasaron el país árabe, bombardearon escuelas y hospitales, propiciaron la destrucción de museos y bibliotecas, dieron pie a la peor masacre de civiles inocentes que ha ocurrido en muchos años y sumieron a los iraquíes en la guerra civil, el terror y la disolución nacional. Como correlatos ineludibles de ese horror, el mundo entró en una nueva fase de inestabilidad e incertidumbre económicas, y las empresas del círculo presidencial estadunidense han venido realizando negocios multimillonarios con la supuesta reconstrucción de la nación destruida.

En el lustro transcurrido desde los ataques terroristas de Nueva York y Washington, los derechos humanos han sido violentados en forma severísima por gobiernos supuestamente democráticos y legalistas, en cuyos territorios y dominios se ha practicado la desaparición forzada, la tortura y la ejecución extrajudicial; la opinión pública se ha enfrentado a topónimos infames como Abu Ghraib, Bagram y Guantánamo, y la economía estadunidense ha resultado seriamente distorsionada por efecto del alza de los precios petroleros y de un esfuerzo bélico sin enemigo definido.

Para nuestro país, los saldos del demencial viraje planetario no han sido menos trágicos: en lo económico, las dificultades de la coyuntura mundial y regional multiplicaron los efectos negativos de la magna ineptitud gubernamental; en lo diplomático se multiplicaron las presiones ­casi siempre exitosas­ para uncir a México a una estrategia de "seguridad nacional" de América del Norte, pero en el Departamento de Estado la relación con México perdió interés y relevancia, y ello ocurrió en el peor momento, con una tradición diplomática destruida por el foxismo, el cual enfocó su estrategia de relaciones exteriores en un solo punto: complacer a Washington. En lo político, la ofensiva del autoritarismo planetario ha reforzado las tendencias antidemocráticas locales, las cuales encuentran ahora un soporte adicional en la red de las derechas internacionales. Baste recordar, como botón de muestra, la impertinencia y la ilegalidad perpetradas por José María Aznar, quien, en plena campaña para las elecciones del 2 de julio, vino a nuestro país a hacer proselitismo por Felipe Calderón Hinojosa.

Las guerras en Afganistán e Irak, lejos de erradicar a los grupos extremistas islámicos, los han multiplicado y fortalecido. La barbarie occidental en Medio Oriente y Asia central provocó respuestas bárbaras en Madrid y Londres; el fortalecimiento del régimen israelí, aliado estrecho de Washington en la confrontación con "los terroristas", dio la puntilla al proceso de paz entre Israel y los palestinos y creó las condiciones propicias para un recrudecimiento del terrorismo, tanto el de las organizaciones islámicas árabes como el de Estado que practica Tel Aviv en los territorios ocupados y, más recientemente, en Líbano.

El mundo es, hoy, un sitio mucho más violento, incierto, injusto y arbitrario que hace cinco años. Ello es un gran triunfo para los republicanos estadunidenses y para los fundamentalistas incendiarios, y una amarga derrota para toda la gente de paz, de entendimiento y de buena voluntad.

 
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