Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de septiembre de 2006 Num: 602


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Una biografía de Elena Garro
ELENA PONIATOWSKA
O Proust o nada
CARLOS ALFIERI
Entrevista a ALESSANDRO PIPERNO
Tras los párpados del sueño, Henry Roth: cien años
CARLOS PINEDA
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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JORGE MOCH


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Carlos Alfieri
Entrevista a Alessandro Piperno

O Proust o nada

Un súbito acontecimiento editorial sacudió el año pasado las aguas no excesivamente caudalosas de la vida literaria italiana, y sus ondas concéntricas se siguen expandiendo en 2006. En el centro de la conmoción se encontró de repente un joven y desconocido escritor italiano, Alessandro Piperno, que vio cómo su primera novela, Con las peores intenciones, se convertía en pocas semanas en el objeto de una religiosa adoración al tiempo que de atrabiliarios denuestos. Un crítico muy influyente, cuyo juicio en uno de los más prestigiosos periódicos italianos determina a menudo la suerte que pueda correr un libro, caracterizó de inmediato a Piperno como "el nuevo Proust". Otros, más moderados, dijeron que había nacido "el Philip Roth italiano", y no faltó quien erigió a Tolstoi, nada menos, como término de comparación. Frente a esa orgía de elogios se alzó una ola de críticas no menos flamígeras, que coincidieron en despreciar la novela y en describir su repentina nombradía como una astuta operación de mercadotecnia. Sólo unos pocos críticos lograron sustraerse a tantas radicalidades, y no dudaron en considerar a Piperno como un firme valor de la nueva literatura italiana. Lo cierto es que al calor de ese escándalo Con las peores intenciones, que narra el fulgor y caída de una familia hebrea romana perteneciente a la mediana burguesía, no nació con vocación de best seller, empezó a disputarle a El código Da Vinci y a los otros productos de Dan Brown los primeros lugares en las listas de ventas –hoy lleva vendidos en Italia centenares de miles de ejemplares–, mientras su autor era entrevistado por los principales periódicos, emisoras de radio y televisión, revistas, y su nombre se multiplicaba en los debates de incontables blogs de internet. Suele decirse que la primera víctima de la guerra es la verdad. En esta guerra mediática también lo fue el escritor, quien pese al sorpresivo éxito de su novela se vio inmerso en un torbellino de opiniones extralimitadas y privado de evaluaciones serenas de la misma. Alessandro Piperno, nacido en Roma en 1972, de padre judío y madre católica, es profesor de literatura francesa en la universidad romana de Tor Vergata. En el año 2000 publicó un ensayo, Proust antihebreo, que también generó una cierta tormenta –alguien lo calificó como "un panfleto innoble"–, pero reducida entonces a un acotado ámbito intelectual. Con las peores intenciones ha sido publicada recientemente en España por Mondadori, el mismo sello editorial que la lanzó en Italia.

La recepción de su novela Con las peores intenciones entre los críticos italianos casi no conoció el término medio: osciló entre el elogio devoto de los que vieron en este libro la aparición de un nuevo Proust y los vituperios de quienes la invalidaron enfáticamente y la consideraron un gigantesco bluff, producto de una operación de marketing. ¿Por qué cree que desencadenó de tal manera los extremismos?

–En primer lugar, lo refiero al hecho de que Italia es un país extremista, en el sentido de que todas las opiniones tienden a ser radicalizadas. La última campaña electoral, por ejemplo, fue una de las más extremistas de nuestra historia, parangonable a las de los años cincuenta, en la postguerra. Una parte deslegitimaba moralmente a la otra, en un juego de absoluta incomunicabilidad. Lo llamativo es que las contraposiciones ideológicas no están justificadas por la realidad; sin embargo, dominan las visiones en blanco y negro, sin matices. Entonces, mi libro, por diversos motivos, fue objeto de ese juego.

Uno de esos motivos fue que no recorrió un camino natural hacia la crítica, hacia los medios de comunicación, etcétera, sino que fue inmediatamente amado por un formador de opinión de enorme influencia y cuyos juicios pueden ser decisivos para el lanzamiento de un best seller. Hablo de Antonio D’Orrico, del Corriere della Sera, que me dedicó nada menos que el reportaje de portada de la revista semanal de ese periódico. Algo insólito, claro; imagínese que la semana anterior esa portada había estado dedicada a Putin, y la posterior al papa Wojtyla. Y en el medio, yo, con un titular que decía: "El nuevo Proust". Era algo absolutamente loco, que no podía menos que desencadenar profundos enfrentamientos de parte de los escritores italianos, que veían a un "Míster Nadie" como yo lanzado de un modo tan extraordinario. Y luego estaban los amantes de Proust, que se sentían insultados. Claro, todo eso tuvo el efecto de una provocación, loca, inútil. Y, por supuesto, también estaban quienes no soportan el éxito ajeno. Lo cierto es que con la misma desmesura con que Antonio D’Orrico me había equiparado con Proust, muchos otros dijeron que todo era un bluff. En la primera entrevista que me hicieron, que fue precisamente en el Corriere della Sera, afirmé que estaba seguro de no ser Proust tanto como estaba seguro de no ser un novelista desprevenido, improvisado.

–Igualmente llama la atención el inmediato éxito popular que consiguió el libro. Según he leído en la prensa italiana, en los primeros quince días se vendieron 80 mil ejemplares.

–Bueno, no sé si fue en tan poco tiempo, pero de todos modos fue una venta insólita, espectacular, aunque ligada al hecho mediático, en el sentido de que tuvo un lanzamiento de best seller. No es raro en estos casos que la venta se propague rápidamente, pero al comenzar a leer cualquiera se da cuenta de que no es un libro de Dan Brown, y, si buscaba eso, lo abandona.

Algunos críticos han visto en su libro una saludable resurrección de la novela burguesa de sagas familiares, de ascenso y decadencia de grandes familias, a la manera de Los Buddenbrooks, de Thomas Mann. Sin embargo, hay en su novela elementos distanciadores, como un humor a veces abiertamente hilarante, que deforman ese modelo literario y lo alejan de una cierta solemnidad propia de su índole. ¿Qué piensa al respecto?

–Estoy totalmente de acuerdo con su observación. Hay algo de postmoderno en mi novela. La primera parte puede considerarse como una parodia de la novela-saga, así como la segunda lo es de la novela de formación. Así, podemos decir que la primera parte parodia a Los Buddenbrooks o El Gatopardo, y la segunda a La educación sentimental o Lucien Leuwen. Creo que los principales elementos de ruptura de mi libro con respecto a la tradición son dos: uno, el que usted señaló, un cierto sentido del humor; el otro es que, mientras el tratamiento de sagas como Los Buddenbrooks está hecho en clave profundamente realista, la saga de mi novela tiene una elaboración mítica y también un poco chapucera. El narrador, último descendiente de la familia, no ha conocido los hechos que narra y los cuenta de manera un tanto improbable, como si en realidad, más que la historia de su familia, que él no ha vivido, estuviera contando esa supuesta historia a través del universo cinematográfico de Fellini, de infinitos libros que ha leído, de Scott Fitzgerald. Es decir, hay un artificio literario que en la novela de Thomas Mann no existe. Mi narrador es inexacto, crea confusión; también en este sentido es un texto postmoderno.

Y por otra parte, Daniel Sonnino, el narrador-protagonista de su novela, habla de su abuelo Bepy como si hubiera pertenecido a la alta burguesía, y en realidad nunca pasó de ser un comerciante, miembro de una burguesía media más o menos acomodada.

–En efecto, ése es el punto. Los Sonnino no son los Agnelli, claro, y Daniel construye con ellos un mito literario. En cambio, los Buddenbrooks son una familia de parvenus, de comerciantes enriquecidos, sí, pero forman parte de una cierta aristocracia. Para no hablar de otras sagas, que se ocupan de familias aristócratas por nacimiento. Por eso le he dado a la familia de Con las peores intenciones el nombre de Sonnino, que es un apellido judío que pertenece al pueblo llano, o un poco más, y no he utilizado apellidos hebreos aristocráticos, como pueden ser Modigliani o Cohen. Quise darle a esta tragicomedia un sentido paródico. Dani Sonnino es un personaje un poco quijotesco en la visión de su familia.

–No obstante, queda claro que usted apuesta por una concepción de la novela abarcadora, ambiciosa, que apunte a una vasta suma de experiencias humanas y no al minimalismo tan frecuente en la producción literaria europea contemporánea. ¿Cree que no ha muerto, como se sostiene a menudo, la novela-fresco de una época y de una sociedad?

–Inicialmente, mi libro tuvo una recepción intensa por parte de un sector de la crítica porque, entre otras razones, tiene una intención maximalista, universalista, en contra de una cierta moda de novela minimalista que se da en Italia. Mis ambiciones son de carácter balzaquiano, en el sentido de querer crear grandes personajes que viven en la historia, que están condicionados por ella. Me interesa mucho el personaje en su contexto. Y los personajes mayores de esta novela pueden retornar en las próximas que escriba en un plano secundario, de modo que se irán entrelazando en una especie de saga, como en Balzac.

–He leído en un artículo que se empeñaba en demostrar que la Iglesia católica protegió a los judíos durante la segunda guerra mundial, que en el seminario mayor de Roma estuvieron refugiados centenares de judíos romanos, y nombraba entre ellos a las familias Sonnino y Piperno. ¿Eran sus parientes directos? ¿El abuelo Bepy Sonnino de su novela habrá estado entre ellos?

–No creo que mis parientes más próximos hayan sido salvados de la persecución nazi por la Iglesia... Aunque... ¡no, me equivoco! En realidad mi abuela, que se llamaba Funaro pero estaba casada con un Piperno, fue acogida por las monjas de un convento. En fin, no era ese seminario pero era una dependencia eclesiástica. En cuanto a otros Piperno, no me consta que hayan sido eventualmente protegidos por esos medios. Y Bepy, mi personaje literario, no existía en aquellos tiempos.

¿Se siente inserto en la corriente de grandes escritores italianos de ascendencia judía, como Alberto Moravia, Natalia Ginzburg, Carlo Levi o Primo Levi?

–O Elsa Morante, Italo Svevo, Umberto Saba... Sólo puedo decir, modestamente, que me gustaría pertenecer a esa tradición, porque está integrada por escritores de altísimo nivel. Por otra parte, creo que contamos con una grandísima literatura hebraico-italiana que ningún estudioso ha tenido el valor de sistematizar, caracterizar con precisión, indagar sobre su esencia. Por ejemplo, no existe ninguna cátedra en la universidad dedicada a su estudio, algo que sería muy interesante. Ahora bien, si yo fuera un último exponente de esa tradición, lo sería de una manera distinta, en el sentido de que el abordaje literario que realizo de la condición judía es muy diferente del que prevaleció entre esos autores. Mi tratamiento es básicamente desmistificador, irónico, mientras que muchos escritores hebreos mistifican esa condición, como hace Natalia Ginzburg en Léxico familiar, o Giorgio Bassani en sus novelas de Ferrara, o Primo Levi, naturalmente.

¿Ha sufrido, como el protagonista de su novela, Daniel Sonnino, la desdicha de sentirse judío entre los gentiles y gentil entre los judíos?

– Sí. Pero para ser preciso desde un punto de vista psicológico, debo decir que he sufrido y he gozado de esa condición. He sufrido a causa del sentimiento de profunda inadecuación con un ambiente en el cual no se es reconocido totalmente. Y he gozado en el sentido de que la diferencia también implica una especie de aristocracia interior.

¿Por qué Proust antihebreo?

– El título que puse a ese libro tiene una fuerte voluntad provocadora. Y probablemente se trata de un título muy impreciso, pues no quiere decir que Marcel Proust fuese antijudío. Lo que me interesaba estudiar es la ambigüedad que demostraron no sólo el autor de En busca del tiempo perdido, sino muchísimos intelectuales judíos europeos de finales del siglo xix y principios del xx, fervientes partidarios de la asimilación, que mantuvieron una relación muy contradictoria con sus propios orígenes.

En el caso de Proust, resulta interesante destacar que todos los personajes judíos fundamentales de En búsqueda..., que son tres, hacia el final de la obra cambian de nombre y adoptan nombres católicos. Es como si el escritor proyectara y favoreciera así sus ansias de asimilación. Porque Proust experimentaba una cierta vergüenza de ser judío en medio del ambiente aristocrático en que se movía, que era espantosamente antisemita, y se sentía representado por la ultraderechista Action Française. He estudiado también la relación no menos ambigua y contradictoria que tuvo Proust con respecto a su propia militancia frente al asunto Dreyfuss. Inicialmente mantuvo una postura decidida en favor del militar francés de origen hebreo, pero al final de su vida, cuando escribe En búsqueda..., mira con enorme distancia esa experiencia, como si estuviese arrepentido, no tanto por haber defendido a Dreyfuss sino por haber tomado partido político, él, que se sentía un novelista apolítico.

De todos modos, el título de su ensayo genera cierta confusión.

–Sin duda, pero es una confusión querida por mí. Creo en el uso de la paradoja, no tanto del modo estetizante con que la practicaba un Oscar Wilde, sino como una herramienta del pensamiento para iluminar las zonas más veladas de los problemas que se busca desentrañar.

Su alter ego Daniel Sonnino reflexiona acerca de un ensayo que escribió, Todos los judíos antisemitas. De Otto Weininger a Philip Roth (y aquí puedo permutar este título por el de Proust antihebreo), y concluye que los que gustaron de ese libro habían confundido la astucia con la buena fe y olvidado de que los judíos llevan siglos o milenios "hablando mal de los judíos con el único fin de hablar bien de ellos, y los chiusi [no judíos] hablando bien de los judíos con el único fin de hablar mal de ellos". ¿Toda formulación crítica queda entonces encerrada en las redes de esta trampa?

–Naturalmente, no. He tratado de explicar muchas veces que no es preciso tomar al pie de la letra lo que dice Daniel Sonnino, porque es un hombre lleno de resentimiento, un paranoico; por lo tanto, también su resentimiento y sus formulaciones un poco exageradas son invenciones novelescas. Yo jamás he expresado una formulación de ese tipo en un ensayo, es decir, como un pensamiento mío. Lo que dice Sonnino participa de esa forma paradojal de la que he hablado antes, pero de alguna manera refleja el estilo afectado de autoflagelación que practican algunos judíos inteligentes con el objeto de provocar el efecto contrario. Es como si uno, al dialogar con otra persona, dijera "soy feo, soy horrible, soy un monstruo", buscando el rápido desmentido de su interlocutor, que dirá –se espera– "no, por favor, pero si eres hermosísimo". Y de manera complementaria, están los hipócritas que dedican a los judíos en general elogios desmesurados para ocultar en realidad su desprecio.

–El retrato que traza Daniel de su abuelo Bepy es de una acentuada crueldad. ¿No cree haber caído en un cierto juvenilismo, en el recurso fácil de la culpabilización del padre?

–No sé, naturalmente, cuál es la recepción de mi novela por parte del lector, lo que pueda sentir e interpretar, pero mi intención al escribir era muy distante de todo juvenilismo. Por el contrario, quise hacer de Bepy una figura simpática, emblemática, y, desde luego, me gusta mucho más que la de Dani. Así que temí haber caído más bien en lo contrario, en la gerontofilia...

–¿Cuáles son los escritores italianos que más le importan?

–¿De hoy o de cualquier época? ¿Prosistas, poetas?

De cualquier época. Novelistas.

–Porque si admitiera a poetas, no me caben dudas: Dante, y no entre los italianos, sino entre los universales. Entre los novelistas, seguramente es Carlo Emilio Gadda, y entre sus libros, una obra maestra, La cognizione del dolore [publicado en español con el título El aprendizaje del dolor]. Después, admiro a Italo Svevo. A Elsa Morante. Y a un novelista que fue muy famoso en la década de 1960 y que ahora está siendo recuperado en mi país, Goffredo Parise.

–Leyendo su libro, no puedo evitar la idea de que en su altar personal está entronizado Philip Roth. ¿Me equivoco?

–Philip Roth, por supuesto, es uno de mis escritores favoritos. Pero en realidad, mi escritor preferido, por lo menos entre los norteamericanos, es Saul Bellow. Tengo la sensación de que Roth, que es un grandísimo autor, sin duda, y ha escrito obras geniales como Pastoral americana, Operación Shylock o El teatro de Sabbath, ha ido perdiendo el sentido del humor libro a libro, justamente él, que mostró en sus primeras obras tanta ironía, tanto enfado, tanta acidez. En verdad, y lo digo con dolor, su último libro, La conjura contra América, me pareció horrendo. En cambio, Saul Bellow, que fue su maestro, ha mantenido hasta el final esa mordacidad implacable, esa ironía que yo reivindico.

Casi ninguno de los personajes de su novela está cómodo en su propia piel. ¿La inadaptación con el papel que representan socialmente es el vínculo entre ellos?

–La inadecuación que Dani ve en los otros personajes es el espejo de la suya. Él tiene una sensibilidad especial para reconocerla en los demás. Todos los personajes de la novela, convencionalmente hablando, deberían ser felices, porque desde un punto de vista económico tienen la vida resuelta. Pero todos padecen la incapacidad de sentirse bien en su propia piel y el deseo de ser otros. Éste es el punto nodal del libro.