Ojarasca 113  septiembre 2006

Como en tu casa


John Berger


 


Así que quieres saber lo que ocurre en casa. Te cuento un poco. Él tenía trece, tal vez catorce años. Su voz era la de un hombre pero no tenía aún el pulso de la voz de los hombres. Inundado de dolor, estaba empeñado en no mostrarlo. K y otros dos muchachos me tocaron la puerta del frente y me despertaron.

Cuando hay líos y hechos de sangre, la gente viene a consultarme, porque saben que trabajo en la farmacia. Y yo asumo este papel porque, contrariamente a lo que pudiera suponerse, me hace la vida más fácil. Raf estaba herido en la pierna y no podía apoyar el pie derecho en el piso. Había llegado rengueando, se sostenía con sus brazos en los hombros de los que lo cargaban. Su nombre es Raf, eso me dijeron.

En los tiempos que vivimos, la valentía espontánea comienza muy joven. Con la edad lo que llega es la entereza --es ésta el cruel regalo de los años.

Le dispararon desde uno de sus jeeps; andaba en la calle después del toque de queda. Logró arrastrarse debajo de un camión abandonado y luego se escondió en unas ruinas. Le dije a los muchachos que lo examinaría yo sola en la farmacia. Así, si las luces captaban la atención de alguien --pasaba la medianoche-- ellos no se verían implicados.

Trajimos una camilla de la tienda, acostamos a Raf en ella, lo cargamos de regreso por el despedazado camino y luego pusimos la camilla sobre el camastro que está siempre en el cuarto trasero de la farmacia. Al parecer había perdido mucha sangre.

Le dije a K que si quería, regresara en una hora, o algo así, y que si por casualidad encontraba las luces de la farmacia apagadas, eso querría decir que en la urgencia había llevado a Raf al hospital.

Los tres me miraron como si me hubiera vuelto inmensamente grande.

Es probable que no sea necesario, les dije por darles seguridad. Haré lo que pueda por evitarlo, pero tenemos que pensar en todo, ¿no es cierto? Si estamos aquí, toquen la puerta tres veces.

Cuando nos quedamos solos, Raf me sonrió. Era una extraña sonrisa en alguien tan joven --como si ambos, nosotros dos, hubiéramos remontado algo, y la sonrisa era su orgulloso reconocimiento.

Me dispararon cinco tiros pero pienso que fallaron tres, me dijo.

Dónde está tu mamá.

En el pueblo.

Qué andas haciendo acá.

Trabajando.

¡Trabajas tarde!

Tú también trabajas tarde, replicó, y apretó los ojos, haciendo intensa su mirada. No sé si por el dolor o como señal de complicidad. Tal vez ambas cosas.

Le aflojé los jeans, le restregué la pierna y le corté con tijeras el torniquete que tenía en la parte alta del muslo. No hubo chorro súbito de sangre por lo que la arteria, gracias a Dios, estaba intacta.

Él me observaba, curioso; parecía no ocuparse de su condición inmediata: ¿sabes qué estoy soñando?, me dijo.

Calé sus reacciones rascándole la planta de su pie tierroso y manchado de sangre y su pierna se contrajo como debía. Sus nervios funcionaban. Le lavé los pies.

¿Sabes lo que estoy soñando?, repitió.

No, cuéntame. Voy a examinarte la herida ahora, si te duele mucho, me dices, pero quedito.

Sueño, me dijo, que estoy acostado en la cubierta de una lancha de motor y que tú la manejas, y que estamos lejos de la costa y la lancha bota en las olas. Tump. Tump.

Había dos heridas, adyacentes. Una era larga y no muy honda y la otra era fea y pequeña, y profunda. Mi suposición era que la bala que ocasionó la primera herida entró en tangente, porque el disparo vino de arriba, y había reemergido donde la herida terminaba, justo arriba de la rodilla.

¿A dónde va nuestra lancha?, le pregunté mientras con mi mano izquierda sujetaba la grapa para mantener abierto el labio de la herida. La vera de la herida, dicen los franceses, como la vera de un río.

En la derecha sostenía una cánula y con la punta le palpé muy gentilmente a lo largo del corte, esperando escuchar un clic metálico, o tocar de repente la dureza del metal. Es más fácil así registrar una bala incrustada que encontrarla mirando.

¿Y entonces, dices que a dónde vamos?, preguntó. Estoy echado de espaldas sobre cubierta y tú manejas, ¿a dónde?

No había bala. Dejé caer el labio de la herida. Ahora vamos por la fea.

¿Sabes qué sueñan ustedes los hombres, todos ustedes?, le pregunté.

Cuéntame, dijo pujando, áspero y ceñudo.

Les encanta soñar con estar a gusto...

Yo sondeaba y me pareció oír el clic del metal. Palpé dos veces más. Una bala.

¿Y las mujeres, qué es lo que...? Abruptamente apretó los dientes.

Vamos a hacer algo para que ya no te duela, Raf.

No te vayas.

¿Piensas que te voy a dejar solo en cubierta? Espérame treinta segundos.

Me atravesé por los analgésicos y encontré la diamorfina que estaba buscando. Voy a ponerte una inyección en el hombro.

Le puse cinco miligramos y ambos esperamos.

¿Entonces de qué sueñan las mujeres?, me dijo después de un rato.

De lugares que ya no se separen, le digo.

Los lugares tienen que estar aparte, ¡para eso son los kilómetros!

La callada lógica de su respuesta me recordó a mi marido, que está en prisión.

Ahora no mires, le dije bajito, cierra los ojos.

Con los ojos cerrados me entra el miedo. Veo sus Uzi-5 apuntándome directamente.

Entonces mírame a la cara, no mires mis manos.

Así que se te hacen hoyitos cuando sonríes, me dijo, todavía tienes hoyitos.

Del fondo de la herida extraje con el forceps una bala verdosa parecida a un diente podrido. Casi ni respingó. Luego le vacié en la herida tintura de yodo, betadine, hasta que se desparramó como un volcán. Apretó su puño derecho, no más.

Levanté con unas pinzas la bala de 30 milímetros de la Uzi y se la mostré.

Entonces comenzó a sollozar. Apoyé mi cabeza en la suya y después de unos minutos se quedó dormido.

Cerré sus heridas con hilo y una pequeña aguja parecida a una media luna. Cuando las puntadas, una tras otra, juntaron ambas veras del río, tracé un círculo de hilo en torno a las pinzas que sostenían la aguja para hacer los nudos. Y nudo tras nudo proseguí. La carne quiere estar junta.

Amarrar los nudos me recordó los dedos de mi abuela y la forma en que se movían cuando bordaba. Eran más diestros que los míos.

Le puse dos vendajes. Le coloqué una almohada en la nuca. Y mecí la camilla imitando a una lancha que monta la cresta de las olas.

Eran las dos y media de la mañana. Estábamos solos. Esperábamos. Todo estaba quieto.
 


Traducción: Ramón Vera Herrera


John Berger, reconocido narrador, novelista, crítico de arte inglés, colaborador frecuente de Ojarasca. Sus libros más recientes son La forma de un bolsillo, Ediciones Era, 2002, y Aquí nos vemos, Alfaguara, 2005. Este relato forma parte de un libro, aún sin título, que prepara. Generosamente nos lo envió como adelanto.

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