Usted está aquí: lunes 25 de septiembre de 2006 Cultura Refugio en la tormenta

Refugio en la tormenta

En estos días comienza a circular la nueva novela de José Agustín, Armablanca. Siempre es esperado un nuevo libro del autor de De Perfil, Ciudades desiertas y Se está haciendo tarde; publicamos, con el consentimiento de Editorial Planeta, la segunda y última parte del fragmento que él mismo seleccionó para los lectores de La Jornada a manera de adelanto

José Agustín

Ampliar la imagen José Agustín, en imagen de archivo Foto: Marco Peláez

Ellos, los jóvenes, representaban la praxis y él, si bien le iba, se encargaba de la teoría. Era una especie de asesor, aunque como que no le hacían mucho caso. Lo respetaban, al menos los del Comité de Lucha de Filosofía, porque algunos estuvieron con él en la Liga Espartaco. Un día después de la represión del 26 de julio, cuando empezó lo espeso, los muchachos lo buscaron para que les ayudara a escribir un manifiesto y otros documentos; él se fue con ellos a la universidad y ya no regresó a su casa, porque poco después empezaron las detenciones de comunistas y anónimamente les avisaron que querían interrogar a Cordero en especial. Por eso pasó a la clandestinidad. Por otra parte, todo eso lo reactivó, le dio nueva energía; no paraba de hacer cosas. Los muchachos sabían que, por su perspicacia, o si no por la experiencia, podía iluminar y explicar el significado de lo que ocurría.

¿Y qué ocurría? Algo insólito. La locomotora de esta revolución, porque eso era aunque no se propusiese derrocar al régimen, no fueron obreros ni campesinos, sino estudiantes, jóvenes de clase media de un nivel político más elevado. Se habían unido circunstancialmente y por tanto no había ideas preconcebidas. A Cordero le impresionaba el énfasis en la ética, porque eso era evitar la corrupción y la cooptación, así como decidir abierta y democráticamente. Aquí se gestaba algo nuevo, muy importante, y en eso coincidíamos con la revolución de mayo de Francia, que a pesar de que no modificó la estructura del país en lo inmediato, reactivó el pensamiento, el ejercicio de la política y la forma de ser de la nación entera. Se trataba de una revolución cultural, de efectos graduales. Por tanto, la revolución política, ahora comprendía, sólo podía darse después o a la par de una revolución cultural. Gramsci tenía razón. La revolución podía brotar de cualquier grupo social, o de una sociedad civil articulada. Tampoco se podía admitir más el dogma de la dictadura del proletariado porque lesionaba la libertad, sin la cual no era posible ningún cambio real. A fin de cuentas, la verdadera libertad significaba poder elegir nuestros propios límites. Una forma de hacerlo, universitariamente, era la autogestión, pero los compañeros universitarios aún no habían entendido los alcances de la idea.

Hasta donde yo he visto, y sus libros lo corroboran, interrumpió Dionisio, el comunismo es una especie de religión, un culto con sus dioses, altos sacerdotes y curas rojos; dogmas, rituales, ceremoniales. Y usted, por otra parte, muy comunista y todo, en sus obras se la pasa citando La Biblia y hablando de Dios, aunque sea despiadado y vengativo, un dios bárbaro como la dizque democracia mexicana. Cordero meneó la cabeza, el tema no le agradaba precisamente porque lo apasionaba y aún no daba forma a sus ideas. Bueno, ése es el chiste del movimiento estudiantil, dijo, se pasó por el arco del triunfo los dogmas y no cayó en la trampa del dizque centralismo democrático.

Eructó, volvió a encender un cigarro y a servirse de la botella. Oye, Dionisio, dijo entonces, te agradezco mucho los vinos, son excelentes, me vas a echar a perder, como el Rey Mono que probó el vino celestial y después tiró asqueado el mejor que le dieron sus súbditos cuando volvió a la tierra. Para ser sincero, agregó de pronto, también me intriga tu generosidad. Dionisio lo miró unos momentos. Respondió: Sinceramente lo admiro, maestro, creo que usted es muy valioso y que merece lo mejor. ¡Hombre! No es para tanto, replicó Cordero, con los ojos destelleantes; pero te lo agradezco profundamente, no sabes cómo refuerzas mi ego, pero entonces déjame preguntarte cómo puedes ser tan magnánimo con el esposo de tu viejo amor. ¿Por qué no?, respondió Dionisio, sombrío. Es obvio que usted no quiso hacerme ningún daño al casarse con Carmen. Pero entonces también déjeme decirle, siguió Dionisio, cómo puede usted aceptar tan tranquilo los favores del viejo amor de su esposa. Claro, dijo Cordero. Debo verme conchudo y panzón. Salú, Dionisio. Je je. La verdad es que tengo muy poco de enterarme de la relación entre ustedes. ¿Carmen nunca le habló de mí? No, todo me lo contó la niña esta, Lucrecia. Tenía que ser, bufó el cocinero. Carmen jamás me habló de ti, la mera verdad, agregó el escritor. La sorpresa impactó a Dionisio. No puede ser, dijo. Bueno, por ese motivo es vital que hable con ella, añadió Cordero con una rapidez apenas intelegible, tengo que hablar con Carmen y tú tienes que ayudarme, muchacho. Maestro, usted sabe cómo están las cosas. Escríbale, y que ella lo arregle, dijo Dionisio, y para borrar la incomodidad se sirvió un poco de vino. De pronto se dio cuenta de que también había encendido uno de los Delicados del maestro. Fumaba raras veces.

Los dos bebieron en silencio, sin mirarse, durante un largo lapso. Pues la verdad es que yo supe hasta hace poco que Carmen se había casado con usted, confesó Dionisio finalmente. ¿Nunca te escribió?, preguntó Cordero. No, nunca. Me enteré de sus andanzas por mi amigo el Trancas, que trabaja en la Procuraduría, como usted sabe. Por cierto, ya se las huele que está usted aquí, lo cual no me gusta nada. Es muy perspicaz. Mientras más pronto puedan hacerlo salir, mejor, maestro. A ver, Dionisio, lo encaró Cordero al parecer inocente pero brutalmente; dime, ¿por qué le dices Armablanca a Carmen? ¡Me carga la real chingada!, explotó Dionisio. ¡Hasta eso le chismeó esa pinche niña! Pues sí, sí, así es, así es...

El escritor encendió otro cigarro, bastante nervioso, y se sirvió más vino. Oiga, bájele de volumen, ya está usted muy pedo, advirtió Dionisio, ¿pues a qué horas empieza a tupirle? Hoy, desde temprano, desde que me desperté. Tenía unas ganas locas de encuetarme. Pero raras veces es así. Los días anteriores bebí muy poco y junté munición suficiente, además de que, je je, los santos reyes me trajeron una botella de tequila. Sabe horrible la combinación de vino y tequila, pero es pegadora, es pegadora... Cordero vio que su anfitrión se había ensombrecido terriblemente. Tú no te apures, Dionisio, ya no me vuelvo a encuetar, te lo juro, y mi tequivino ya casi se acabó, como todo. Dionisio sonrió, por él podía emborracharse lo que quisiera, dijo, cada quien se mata como puede. La vida se nos va, las ilusiones pasan, agregó. ¿Te sabes esa canción? Qué curioso, comentó Cordero.

Mire, atajó Dionisio, a Carmen le puse Armablanca por los cuchillos. ¿Qué cuchillos? Cualquiera, dagas, puñales, estiletes, cinceles, picahielos, es experta manejándolos. Le enseñó una criada que tuvo cuando niña. No puedo creer que nunca le haya dado una demostración. No, ni siquiera me habló de eso. Ah, pues con usted también conserva una vida secreta, maestro. ¿Conmigo también? Pues, ¿con quiénes más?, aparte de ti, por supuesto. Pues es un show, replicó Dionisio, ignorándolo. Los maneja con una pericia impresionante; los pone donde quiere con rapidez fácil, natural, pero fulminante. Que le haga su choucito, pídaselo. Sí, un día de estos, replicó Cordero, muy incómodo. Allá en La Habana, siguió Dionisio, ¿por qué no? Al compás de un son, son de la loma y cantan en llano...

Permítame un momento, pidió Cordero después de una larga pausa. Se veía pálido. Empezó a levantarse del silloncito pero de pronto perdió el equilibrio y fue a dar al suelo estrepitosamente. Su cara de pasmo hizo que Dionisio se carcajeara, sin poderlo evitar. ¿Y tú de qué te ríes? No te quedes como pendejo y ayúdame a parar. Sí, claro, maestro, dijo y lo sostuvo hasta que Cordero quedó en pie, con un aire de dignidad chapliniana. Miró el cuarto. Todo bien, en orden, susurró, y se dejó caer en el sillón. Ya se me olvidó a que me paré... Ah, pero ahora yo te voy a pedir que no me digas maestro. Cómo quieres que te diga. Pepe, como todos mis amigos. Sí, Pepe, ¿estás bien, te sientes bien? Sí, estoy de poca madre. Cuando bebo es cuando mejor manejo y eso que nunca aprendí a manejar. Yo tampoco, le informó Dionisio. Ah, iba a guacarear, recordó Cordero de pronto. Se levantó sin problemas esa vez y se dirigió al baño pero no pudo llegar y vomitó larga, espasmódica, dolorosamente, entre quejidos. Se le cayeron los anteojos y se inclinó para recogerlos. Se los puso. No se ve nada, dijo.

 
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