Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de octubre de 2006 Num: 604


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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Una visita a Breendonk
MARCO ANTONIO CAMPOS
Fastos de Ulan Bator
LEANDRO ARELLANO
El largo aliento de Raymond Chandler
ADRIÁN MEDINA LIBERTY
Calles mezquinas . . .
BRADBURN YOUNG
El bueno, el feo y el malo
JUAN TOVAR
El Nobel y la prueba del siete
RICARDO BADA
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Y Ahora Paso a Retirarme
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La Casa Sosegada
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Reseña de Jorge Alberto Gudiño Hernández sobre Colección de monstruos pretéritos


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Marco Antonio Campos

Una visita a Breendonk

A Guy Posson


Comandantes de las SS en Breendonk

Es una tarde lluviosa y de cielo gris, de esos cielos grises habituales de Bélgica y que disponen a uno a la introversión y la tristeza. Nunca había visitado un campo de concentración nazi. El llamado Fuerte de Breendonk se halla entre Amberes y Bruselas. Guy Posson, traductor al neerlandés, entre otros, de Octavio Paz y Juan Gelman, entrañable amigo de Juan José Arreola, me hace favor de servirme de guía. El fuerte se halla enclavado en Breendonk, un pequeño pueblo de 3 mil habitantes, a quien injustamente se confunde con el nombre del campo sellándolo con el pasado.

El fuerte data de 1906. En 1914 fue bombardeado por los alemanes, que en 1916, restaurándolo, lo utilizaron para su causa. Al terminar la primera guerra mundial se le utilizó ocasionalmente de cuartel. En caso de guerra, el rey y la gqg (Grand Quartier Général) lo usarían como un refugio posible, como sucedió al inicio de la invasión nazi en la segunda guerra mundial. Entre el 10 y el 17 de mayo de 1940, los alemanes, en una guerra relámpago, aniquilaron la defensa belga. El rey y la gqg se trasladaron a Gante. Los belgas capitularon el 28 de mayo. Por su ubicación privilegiada para las comunicaciones se pensó en un lugar para recluir prisioneros y deportarlos, luego de una breve permanencia, a Alemania, Austria, Polonia y Checoslovaquia, es decir, se trataba de un campo de traslado. Las cosas cambiarían; pronto se volvió un Auffangslager, un campo de detención pero con todas las características de un campo de concentración. El 20 de septiembre de 1940 el comandante Philip Schmitt llegó con quince prisioneros. Se pensó en un principio que allí estaría un máximo de doscientos detenidos.

En Breendonk hubo al principio judíos y delincuentes comunes. Era una prisión muy difícil, pero hasta cierto grado tolerable. En los casos más optimistas el preso podía imaginar una libertad más o menos inminente. La cosa fue muy distinta: hubo presos que pasaron tres años en el campo de detención. Pero aun en sus mejores momentos jamás fue un lugar de mínimo recreo. No hubo uno solo que, a causa de la dieta de nula misericordia y la labor de desesperanza, no terminara en la miseria física y en las resquebrajaduras mentales. Pasaron en cosa de cinco años por el campo cerca de 3 mil quinientos prisioneros, pero nunca hubo más de quinientos a la vez por la escasez de espacio. Luego de la invasión de los alemanes a la urss el 21 de junio de 1941 (Operación Solsticio), el Auffangslager se pobló de comunistas, ex comunistas, socialistas y gente de origen ruso. Entre los presos políticos hubo patriotas o simplemente antifascistas.

Al irse aproximando provoca un escalofrío ver el antiguo campo de detención con sus muros de piedra oscuramente grises. Tiene en torno un foso de agua a la manera de las fortalezas medievales. En el agua nadan los patos o rondan sobre la hierba. Sobre los muros aún se ven las alambradas de púas en espiral que los prisioneros debieron hacerlas para su propia desprotección.

Se cruza un escueto puente para entrar luego al lk o Lager o Auffangslager o Concentratiekamp o Camp de Concentration. Desde que uno entra en el túnel se presiente un mundo de vejación y odio y el cuerpo resiente una reconcentrada humedad. En el túnel se escuchan en alemán, como si las dirigieran a nosotros, las frases que el prisionero escuchaba a su ingreso: Heil Hitler. Vier Stück eingeliefert. Es decir, el saludo infinito al Führer y después la frase de anulación. Desde ese momento, el preso se convertía en un número y menos que cosa. Para los alemanes ya no tendría nombre. Al entrar al túnel empezaban para el detenido los golpes y las horas de espera. Todo prisionero era rapado y se le vestía con un antiguo uniforme, incluyendo los zapatos, del ejército belga. Los zuecos sustituyeron después a los zapatos. No había ropa interior suficiente para los meses del invierno largo.


La hora de la comida, en Breendonk

Del túnel se pasa a la cocina. Pero los prisioneros sólo comían, o hacían que comían, en los dormitorios. Los detenidos morían de inanición, o de extenuación, o de falta de cuidados médicos, o fusilados o ahorcados, o en el cuarto de tortura. Aquí están puestas las actas de defunción de prisioneros que murieron de hambre, pero de quienes los médicos diagnosticaban su muerte a causa de otras enfermedades o se concluía que murieron en un "accidente de trabajo". En 1940 y a principios de 1941, como las enfermedades estaban prohibidas por los alemanes, no había necesidad de enfermería.

Salimos de la cocina. El antiguo Lager tiene una suerte de patio interior empedrado desde donde se entra a las cuatro alas que lo forman. Se camina unos metros. En la oficina de los ss (Gestapo) se registraba el ingreso de los detenidos. Ahora se hallan aquí las fotos y las funciones que ejercían los jefes nazis que gobernaban el campo de detención y los colaboracionistas belgas, quienes, en el caso concreto de Breendonk, sólo fueron flamencos. Se me fijan tres fotografías: las del mayor Philip Schmitt, comandante del campo, la de su esposa Ilse y la del perro de Schmitt (Lump). Enfrente de las fotos de los jefes nazis están las de los colaboracionistas. Posson me señala las del ex boxeador Fernand Wyss, que cuando entró al Auffangslager contaba apenas veintiún años, y del astuto Richard de Bodt (n.1908), ex guarda esclusas. "Fueron los más crueles", me dice Posson. Wyss, inducido muchas veces por De Bodt, mató a dieciséis y apaleó brutalmente a 167. A los colaboracionistas, a excepción del propio De Bodt, se les fusiló, luego del proceso de Mechelen, en 1947. De Bodt fue capturado en Alemania en 1951 y, pese a la protesta nacional que pedía su eliminación, condenado a prisión perpetua. Murió en 1975 en la prisión de Saint-Gilles. Una cosa es cierta y lo declararon los sobrevivientes. Como los conversos religiosos o políticos, los colaboracionistas se esmeraban por demostrar que ya eran el otro. Ellos, quienes se encargaban de la supervisión de los dormitorios y los lugares de trabajo, llegaron a actuar con más sevicia que los alemanes nazis a quienes sucedieron. Era el puro placer de causar daño, declaró Wyss en el proceso de Mechelen. Lo más difícil de entender para muchos cautivos es que sus propios carceleros eran belgas.

Miro el retrato del mayor Philip Schmitt. En ese entonces era alto, blanco, fuerte, con cara de bravucón primitivo. Nunca había sido nadie; encontró su vía de salvación y un pretexto de superioridad en el ejército nazi. ¿Quién era este personaje, nacido en Baviera en 1902, que se casó en 1939 con una mujer estadunidense alemana, a la cual le gustaba visitar el campo y degustar un pastel frente a los prisioneros, mientras éstos realizaban su trabajo de Sísifo levantando y trasladando piedras y arena? ¿Quién era este alemán, disciplinadamente sádico, lúdicamente arbitrario, que cuando le resultaba incómodo un prisionero, para no mancharse ropa ni manos, lanzaba a su perro contra el preso que le molestaba para que el perro no olvidara las buenas enseñanzas y lo mordiera hasta saciarse?

Veo la cara de Arthur Prauss. Antes de llegar al Lager, trabajó en Alemania como carnicero y como chofer de camión. Me digo, al ver la fotografía, si en verdad se creía un ario. Sin voluntad de ofensa, su cara es idéntica a la de un cerdo. En Breendonk se encargaba de la disciplina en general y de la organización del trabajo forzado. En el campo se le oía gritar, aullar, chiflar y llamar a los detenidos "cadáveres recalentados". Con un vergajo solía fuetear a los prisioneros. Cuando iba a haber un fusilamiento, era el encargado de entrar al dormitorio en las mañanas y llamar al cautivo por su número. Nadie ignoraba que aquél que había sido numerado ya no se le vería esa noche. Él decidía quién estaba enfermo y quién no, y asistía sin fallar a la sala de tortura cuando se castigaba a alguien.

Mientras cruzamos el patio bajo la lluvia, mientras pasamos al ala de los dormitorios, no dejo de sentir esa fría humedad que perfora ropa, piel y entra –se queda– en los huesos.

Y el gris. Ese gris plomizo de corredores y cuartos, esa oscuridad sin respiro, esas gotas cayendo de las goteras del techo porque la lluvia y la humedad han terminado por perforarlo y que estrechan a uno el cuerpo y el cerebro. No se deja de pensar en los cautivos, sobre todo en enero y febrero, con temperaturas a menudo gélidas, en los dormitorios o en el trabajo inútil, con un hambre jamás saciada y el mal dormir crónico. No se deja de pensar en las palizas y las torturas que sufrían, en las vejaciones y escarnios que no conocían reposo.

Había doce dormitorios. Se mezclaban prisioneros políticos y delincuentes comunes, quienes desconfiaban y recelaban unos de otros. Cada dormitorio, dedicado ahora a un tema, tenía dieciséis camas de madera dobles de tres niveles: cabían cuarenta y ocho hombres en cada cuarto. El único calor que podía haber era el de los cuerpos y las respiraciones de los prisioneros. Sólo en invierno, cuando calaba el frío, se permitía poner una estufa. Pero la más inmediata realidad de los presos era la continua presencia de chinches, de pulgas, de cucarachas y piojos en su ropa, en la cama, a través del suelo y las paredes... Las duchas eran semanales y podían llegar a ser mensuales. Al fondo de los dormitorios se ven unas mesas de pobre. En esa suerte de mesas los presos desayunarían cien gramos de pan y dos tazones de bellotas tostadas, comerían dos platos de sopa sin grasa y a la noche cenarían otros 125 gramos de pan y otras dos bellotas tostadas. El hambre, que los seguía siempre, los hacía comer fuera, en la desesperación y la angustia, hierbas, raíces de plantas, las cáscaras de las patatas, pescados del foso de agua que les dejaba el invierno... . ¿Para qué comer?, dirían los alemanes. Un preso de guerra debe entender que comer no es todo en la vida. Por eso, si las familias les enviaban víveres, éstos se confiscaban con discreción y el personal del Auffangslager se quedaba con ellos o los vendían en el mercado negro. Cuando la Cruz Roja dejaba caer los paquetes al azar, los alemanes los alzaban para arrojarlos, ante los ojos de los detenidos, al montón de los cerdos.


La vida cotidiana en Breendonk

A las ocho se apagaban las luces en los dormitorios, se echaba a las puertas doble cerrojo y se cruzaba sonoramente una barra de acero. Los presos debían despertar a las seis con el llamado matinal. Antes debían tender la cama. Para dormir el prisionero tenía un bulto de paja informe. El bulto debía ser puesto en la cama de una manera perfecta. Si fallaba en algo, como correctivo el preso no comía.

Con el llamado matinal se les concentraba en el patio interior y se les pasaba lista y de allí los dirigían a las labores en la cantera. Tres o más veces al día pasaban lista y la alineación en las filas debía de ser prusianamente impecable. Era imposible la fuga. Quienes lo intentaron, que fueron muy pocos, se les condenó a muerte. En la jerarquía el oficial de mayor rango era Schmitt, y el personal lo formaban soldados alemanes y ss belgas, ss rumanos y ss alemanes. No brillaban por su inteligencia ni talento. Todo detenido debía de saludarlos cuando se los encontraba.

Las tareas en la cantera consistían en llevar en carretillas y vagonetas la arena que se había acumulado hacía décadas para abrir el foso, con el fin de levantar un gran muro y hacer más difícil la fuga y evitar las miradas indiscretas del exterior. Sólo por malevolencia, sólo para escarnecer, muchas veces la carga debía de regresarse al lugar de donde se tomó. La nada en la nada. La inutilidad pura. El objetivo era minar mentalmente al prisionero y causarle la desintegración moral. Nacido en Berlín en 1906, judío renegado, judío que se ensañaba con los judíos, el ayudante de más confianza de Arthur Prauss, Walter Obler, era el jefe del dormitorio uno y en la cantera fungía como contramaestre. Antes de su arribo al Auffangslager fue socialista. Llevaba siempre un bastón en la mano y apaleaba a los detenidos por el solo placer de hacerlo. A él se le debe, por cierto, el primer muerto en Breendonk, el 17 de febrero de 1941. El muerto era judío. En su residencia en el campo mató a diez de su etnia. En una foto del de 13 de junio de 1941, hecha en el campo por el fotógrafo profesional alemán Otto Kropf, aparece en lo alto de una ladera vigilando el trabajo de los presos. Con su esposa vendía en el mercado negro los víveres que se robaba. El dormitorio número uno se llama ahora Walter Obler.

Entre el hambre y el trabajo asfixiante y sin sentido, entre la felicidad prohibida y la justicia desintegrada, había algo en el dormitorio seis, escribió el sobreviviente Léon-Ernest Halkin, que se parecía a una breve llama solidaria, y se olvidaban entonces diferencias de etnias, políticas, religiosas y de clase social. El dormitorio seis lleva ahora su nombre.

El siguiente dormitorio, el siete, es emblemático: se trata de un recuerdo emotivo para los carteros bruselenses, a quienes llevaron al campo de detención por infringir las leyes de envío: interceptaban cartas de denuncia y distribuían la prensa clandestina. Primero llegaron treinta y nueve, luego nueve. Uno fue fusilado, cinco murieron de extenuación y a ocho se les deportó a Alemania.

Luego del dormitorio siete se encuentran las celdas individuales. Se hallan en dos cuartos del tamaño de los dormitorios y dividían el ala en dos. Era el sitio donde los ss perfeccionaban la sevicia. En cada cuarto había una serie de doce miniceldas destinadas a los detenidos especiales. La celda en la celda. Apenas para que quepa un hombre pero sin poder acostarse. El hombre debía permanecer de pie todo el día sin moverse.

El dormitorio diez tiene el nombre de Valéry de Vos. Era el jefe de ese dormitorio. En alemán a esa función se le denomina con la palabra Kapo. Nacido en Alost en 1916, el joven flamenco se ensañó de tal manera con los detenidos que al dormitorio se le conocía como "el Breendonk en Breendonk". A Posson y a mí nos sorprende hallar un poema de un amigo mutuo: el poeta flamenco Stefaan van den Bremt. Después sabría por el mismo Van den Bremt que era el primero de siete fragmentos de un poema ("Van de Kapo") y sabría que De Vos era su tío segundo por rama materna. Alguna vez quiso escribir una novela sobre el pariente manchado. No la hizo o no pudo hacerla, pero redactó el poema donde trató de explicarse las desavenencias del joven con los otros y consigo mismo. En el último fragmento del poema Van den Bremt extracta su historia: desde los diecisíis años De Vos era comunista y a los veinte lo convencieron de ir a la guerra civil española, donde combatió en las Brigadas Internacionales. Gravemente herido, quedó inválido al ochenta por ciento. A su regreso los antiguos camaradas no le dieron ninguna ayuda ni reconocimiento. En extremo resentido, se volvió anticomunista y hablaba en mítines, incluso por dinero, contra la República Española. Luego de la invasión alemana a la Unión Soviética en junio de 1941, por su pasado comunista, se le condujo a Breendonk, donde empezó a crear su pequeña historia de infamia. Se volvió cómplice de los nazis, quienes le dieron la vigilancia del dormitorio diez. Su odio se veía en los mínimos detalles. Era cruel entre los crueles. En el verano de 1944, luego de la ruptura del cerco alemán por parte de los aliados en Europa, los nazis lo trasladaron a Buchenwald, que era principalmente, como Breendonk, un campo de concentración para prisioneros políticos. Antiguas víctimas del Auffangslager belga lo reconocieron y lo recibieron con gritos e insultos. A la mañana siguiente o dos días después, el 6 de agosto de 1944, apareció tirado su cadáver. Tenía al morir veintiocho años.

Posson y yo leemos los versos que se hallan escritos en una placa, que en sus juegos paradójicos recuerdan poemas de Brecht y juegos narrativos borgeanos (Van den Bremt hace hablar en los versos a De Vos): "Yo habría podido ser un héroe./ Me convertí en verdugo./ A golpes mato/ al héroe que pude ser./ A golpes lo armo héroe/ y a golpes me armo verdugo."

Salimos de nuevo al corredor. Inmediatamente después, en una celda de la izquierda, frente a lo que fue la enfermería, se ven ataúdes viejísimos de madera. Era la morgue.

Acelero el paso.

Mucho más difícil es ver, al final del largo corredor, luego de pasar por un pasillo curvo, la llamada Sala de Tortura, la cual se instaló a mediados de 1942. Mujeres y hombres indistintamente pasaron por ella. El torturado era desnudado, le amarraban las manos por detrás, se le sujetaba a la polea, se le alzaba, se le dejaba suspendido, se le golpeaba en el cuerpo con cálculo y meticulosidad, y se le soltaba para que cayera sobre las rodillas y los tobillos sobre unos picos de madera. No faltaban instrumentos como unos tornillos especiales para romper los pulgares, otra suerte de tornillos para comprimirles la cabeza, un aparato para descargas eléctricas, barras de hierro al rojo vivo... Llegaba a pasar que al tomar los expertos un descanso, dejaran al torturado suspendido en la polea, dándose la minucia de hallarlo muerto a su regreso. Asistían puntualmente los alemanes Schmitt, Kantschuster y Prauss, y los colaboracionistas Wyss y De Bodt, quienes iban a mirar la tarea científica de la sipo-sd, es decir, la policía política alemana, brazo aniquilador de la Gestapo. La puerta se dejaba abierta durante la labor para que los detenidos oyeran los gritos de los torturados. No resulta arduo colegir que su objetivo era crear en el campo el terror en el terror. Cuando capturaron a Schmitt en 1945 (estaba en una prisión de Rotterdam) lo regresaron a Bélgica. Una vez, al traerlo al Auffangslager que dirigió, hizo notar que en la sala de torturas todo estaba perfectamente reconstruido, pero tuvo la delicadeza de permitirse la observación de que los picos de madera sobre los que se dejaba caer al torturado se hallaban a más altura de lo debido. Fue fusilado en Hoboken en 1950.

De la sala de torturas se pasa luego a las barracas especiales para los judíos donde las condiciones eran indescriptiblemente infrahumanas. Por estas barracas pasaron cien mujeres judías que terminarían en los campos de aniquilación de Polonia. Desde el cuartel Dossin de Mechelen fueron enviados a Auschwitz 25 mil judíos; regresaron a Bélgica menos de mil 200.

Salimos al patio. Miro las ventanas enrejadas y las paredes tan sombríamente grises que vuelven gris el alma. Siento oprimírseme el pecho.

Caminamos bajo la lluvia menuda y nos dirigimos al patio exterior donde se hallaba la cantera. Se repiten en mí las fotografías del alemán Otto Kropf del 13 de junio de 1941 cuando aún no se bajaba en Breendonk a los últimos círculos del infierno: hombres con las palas separando la arena o las piedras, hombres llenando de arena la vagoneta o la carretilla, hombres empujando la vagoneta, hombres jalando las carretillas...

En una esquina de la cantera se halla el lugar de las ejecuciones. Hay un muro y a un lado una valla de gruesos postes de cerca de dos metros de altura. En un principio creo que, como en otros tiempos en México, el alto muro servía de paredón. No: los fusilados eran amarrados a los gruesos postes y ejecutados. La inmensa mayoría de los presos no tenía juicio; por el solo hecho de la detención podían ser condenados, deportados o ejecutados. Al pie de los postes hay ahora ramos de flores. En Breendonk 164 hombres fueron fusilados, veintiuno ahorcados y 108 lo fueron en otros lugares de Flandes y Valonia. Entre noviembre de 1942 y agosto de 1944 se fusilaba a prisioneros cuando se daban en Bélgica acciones de la Resistencia contra objetivos alemanes o cuando fracasaban acciones nazis. Eran elegidos al azar grupos de diez. Como última voluntad, se les daba la oportunidad de escribir a su familia, pero los presos ignoraban que las cartas nunca llegarían a su destino. A los ahorcados se les formaba antes un juicio sumario, del cual se sabía de antemano la sentencia. Para los casos de tortura y de ejecuciones Schmitt trataba de economizar. En el antiguo campo de detención improvisó talleres de carpintería y de herrería. Dos carpinteros preparaban la horca; el herrero fabricaba los instrumentos de tortura.

Cuando en 1944 era inminente el desembarco de los aliados en el norte de Francia, los alemanes vaciaron el Lager en mayo y enviaron a los presos a campos de concentración alemanes, pero como la resistencia belga estaba más activa que nunca, siguieron llegando hombres a Breendonk, que eran fusilados. De los aliados, los ingleses fueron los primeros en llegar y liberar Bélgica en septiembre.

Llueve. Sigue lloviendo monótona, larga, intensamente. El cielo, espesamente gris, no da ningún alivio. Miro la torre de los vigías.

–Es demasiado. Vámonos. Aquí no se puede respirar –dice Posson.

Poco antes de salir aún vemos uno de esos vagones color marrón de los trenes de la muerte que llevaban hacinados a los deportados a los campos de concentración de Alemania, Austria, Holanda o Checoslovaquia, y si eran judíos, a Auschwitz.

–Sería bueno tomar un café –dice Posson.

–Está el restaurante aquí cerca que vimos al llegar.

–No, aquí no. Vamos a Amberes. Yo no sé por qué ponen un restaurante a tan poca distancia de todo esto.