Usted está aquí: domingo 8 de octubre de 2006 Política La orfandad

Rolando Cordera Campos

La orfandad

No ha pasado día después del 2 de julio que no aparezca en la prensa, la radio o la televisión -para no mencionar las escasas revistas de ideas con que contamos- una jaculatoria o un fervorín por la izquierda "que México necesita". Con el tiempo, los benefactores han afinado su puntería y señalan como imagen objetivo o modelo a seguir a la izquierda española "de Felipe González" o a la chilena de la Concertación de Partidos por la Democracia, que hoy abandera Michelle Bachelet.

Lo que generalmente se quiere decir con estos mensajes y extralógicas homologías es que el país requiere alguien que dé figura y algo de estética a su flanco izquierdo, que lo haga presentable ante el mundo y, sobre todo, que lo inocule contra toda tentación populista, que es la manera altiplánica de referirse a todo discurso que ose poner por delante la cuestión social contemporánea y, peor aún, sugiera con timidez que esta cuestión tiene como eje la inconmovible desigualdad que ha acompañado al país a lo largo de su historia. Según este credo, no puede haber izquierda que no se muestre dispuesta en verbo y figura, en dichos y hechos, a respetar las instituciones y sus ceremonias y ritos, para no hablar de sus sumos sacerdotes a los que no queda más que venerar como los inventores de la jurisprudencia benefactora de la democracia y de eso que, de descuidarnos, no tiene más destino que volverse un esperpento: el estado de derecho.

De pronto, sin previo aviso, salvo el que daban los sociólogos incómodos y los periodistas sin hambre de fama súbita, la sociedad se volvió burguesa y sus comensales aprendieron a distinguir los cubiertos y su ubicación. Era el prólogo a las fiestas adelantadas del bicentenario, pero sus modos y desfiguros, sus inesperados cultos por las buenas maneras, no le pedían prestado nada a las crónicas de aquella infausta celebración.

Tampoco necesitó México importar las contrapartes de aquellos simulacros. Es más, estaban no a las puertas del palacio sino dentro de sus murallas, y henos aquí que decidieron construir un candidato y, con todo y sus obvios defectos y lamentables bravatas, hacerlo suyo no para una jugada sino para un juego completo de beisbol, en el que, como dijo el filósofo, el juego se acaba cuando se acaba.

Habrá que esperar los reportes, tesis, coloquios nacionales internacionales, seguramente financiados por el Instituto Federal Electoral o la Subsecretaría de Estudios Políticos de Gobernación, para tener una idea asimilable de esta ola de histeria social provocada por López Obrador y, ahora, por su sola mención. No se debe adelantar vísperas, aunque algunos sabios jurisconsultos y antaño audaces y espléndidos memoriosos del periodismo, ya se hayan desgañitado alertando a la sociedad establecida de la inminente llegada de los émulos de Mussolini y la consecuente toma de los palacios de invierno o verano, según el gusto o la estación.

De estas profecías, sólo puede decirse por ahora que de sus peores e incluso tenues advertencias, la sociedad mínimamente informada no pudo tomar nota porque simplemente no tuvieron lugar: ni las masas pejistas fintaron siquiera con tomar el tribunal electoral o la Suprema Corte, ni ocurrió nada de consecuencias graves en los largos días del plantón y en las largas horas de las magnas concentraciones populares a que convocó López Obrador para protestar por el fraude en su contra o para dar cauce al descontento con figuras de protesta inéditas como la convención nacional democrática o el Frente Amplio Progresista.

La histeria está en otro lado y no puede sino preocupar y asustar. Que los grupos privilegiados y dominantes quieran seguir siéndolo es un lugar común de la política, democrática o autoritaria. En ambas hipótesis y experiencias, hemos podido atestiguar la habilidad portentosa de los contingentes que encabezan esos grupos para cubrirse en dólares, ganarles la jugada a las trasnacionales y ahorradores extranjeros, precipitar las devaluaciones y luego aparecer como indispensables para encabezar la recuperación y asegurar la confianza.

Y hasta la fecha, en el viejo régimen, en su transición, y en la ridícula alternancia que quieren presentarnos como vestíbulo del México por fin moderno, estas cohortes de la concentración han podido poner de rodillas, o de su lado, nunca por delante aunque así lo indiquen las apariencias institucionales, al Estado y sus gobernantes, hasta llegar al bochorno de un triste gobernante que al final de su mandato se confiesa empresario, tal vez con la esperanza que encontrar cabida en algún consejo de administración suplente. Y es de esta historia presente que hay que hablar, si en efecto se quiere dar vigencia y soporte, legitimidad real y no inventada, a las instituciones que nos quedan y que aún pueden encauzar el conflicto social y dar sentido y racionalidad a la descarnada lucha por el poder que se abrió no con la proeza de Calderón de derrotar al invencible Fox, ni siquiera con la dura y costosa puja a que llevó al Estado el presidente Zedillo para desembarazarse de su antecesor y designador, sino cuando los priístas encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo dijeron que no y echaron a andar por otros senderos.

De los que dijeron que no dentro del sistema heredado de la Revolución formaba parte López Obrador, pero no portaba pedigrí ni nivel de ingreso o riqueza que lo pudieran presentar como digno de crédito. Y es esto, tal vez, lo que esté en el núcleo del odio y el miedo cerval que le tiene la sociedad bien pensante, pero sobre todo, bien instalada. Estos estamentos no tienen demasiados recursos intelectuales o culturales para darle a sus pesadillas un cauce reformador, mucho menos histórico o de Estado. En otra circunstancia, su destino sería un diván de aprendiz vienés.

Lo que le urge a México no es una restauración de hoja de lata, sino un curso congruente con el pésimo estado de su cuestión social y con su tradición de construcción de estados potables y solventes al borde del precipicio. Pero de esto no saben nada o no quieren oír los de arriba, ni sus oficiosos exégetas. Y es ahí donde anida el verdadero Godzilla del México del nuevo milenio.

 
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