Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de octubre de 2006 Num: 605


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Memorias de un brasileño
ANDRÉS ORDÓÑEZ
Entrevista con CARLOS LYRA
La enfermedad como casa y escritura
ARNOLDO KRAUS
El año Freud
TERESA DEL CONDE
Marin Sorescu: descubrir el mundo
NEFTALÍ CORIA
La agencia espacial mexicana
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ
Duchamp en México
EVODIO ESCALANTE
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Señales en el Camino
MARCO ANTONIO CAMPOS


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Arnoldo Kraus

La enfermedad como casa y escritura

Si bien parar el tiempo es imposible, no lo es mirarlo, hablarle, tocarlo y pensarlo a partir de esa bella y en ocasiones intransitable palabra llamada experiencia. Si dejamos al lado las definiciones de los diccionarios, el término experiencia reúne adjetivos como bueno, útil, malo, feo o sabiduría. Tener experiencia le permite, a quien la posee o cree tenerla, afirmar que sabe muchas cosas, que ha visto otras tantas, y que es dueño de no pocas verdades. Frases como "el tiempo me dará la razón", "no uses esa opción pues seguro te equivocarás" o bien, cuando no hay ni explicación ni defensa posible, parafrasear a los filósofos más depurados citando una de las máximas de la literatura de las abuelas, siempre es buen resguardo para reafirmar que se cuenta con experiencia. Me refiero, por supuesto, a la multicitada idea que asegura que "más sabe el diablo por viejo que por diablo".

Y es cierto, el viejo sabe porque el tiempo, ni miente, ni perdona, ni inventa. El viejo comprende mejor porque vejez es sinónimo de experiencia y porque los años transcurridos suelen ser, cuando se aprovechan, árboles bienhechores cuya sombra es la sombra de muchas sombras: la del tiempo, la de las lecturas, la de los amigos, la de los nacimientos, la de las muertes y la de uno mismo. La de uno mismo, como lector de lo que ve y como escritor de lo que no ve, pero que sabe que existe y que es importante. La sombra que nos regresa al presente tras reflexionar en el legado de las experiencias extraviadas en otros tiempos y escritas en otros cuadernos. La sombra de uno mismo como parte de las miradas de los otros, de lo imaginado, de lo narrado, de lo compartido. La sombra que le devuelve a la persona algunas de las porciones olvidadas de su ser cuando escucha lo que dicen las entrañas de otra persona, o la que se experimenta al estar sentado en las sillas de la vida. En las sillas donde los médicos jóvenes y viejos viven y se forman.

Desde esas sillas y ante la voz de los enfermos, la escucha adquiere otros matices: la que narra la vida a partir del dolor, la que mira hacia afuera desde las heridas internas y la que cuenta historias y vidas para darle sentido al tiempo y significado a la enfermedad. Tennyson solía decir que la experiencia es un arco a través del cual siempre viajamos. Bajo su resguardo caminan pacientes y médicos. Conforme pasa el tiempo, el número de enfermos se incrementa y con ellos la sabiduría del galeno. El aprendizaje se comparte; mucho saben los enfermos de sus males y no pocos son grandes lectores de sus padecimientos. Algunos son maestros de los médicos y otros impiden que cometamos errores porque conocen las entrañas más profundas de su enfermedad. Muchos entienden mejor que los doctores los límites de la vida y el concepto de dignidad. Sus reflexiones emanan de su experiencia: compartir la vida con la enfermedad puede ser escuela inmejorable.

Regreso a la idea que vincula en medicina experiencia y narración. El binomio señalado, experiencia y narración, une a dos personas, el doctor y el paciente. Ambos son narradores, escribanos, escuchas y dueños de "sus experiencias". Entrecomillo la expresión "sus experiencias", porque iniciados los diálogos, las vivencias personales se enriquecen y se transforman por la suma de las dos partes hasta universalizarse en un solo lenguaje. A partir de esas pláticas se construye un camino, y se edifica, paso a paso, una casa, alusión que hace referencia al título de este texto, La enfermedad como casa y escritura. Esa idea me remite a una añeja inquietud que he acariciado en muchas ocasiones, y que gracias al inexorable paso del tiempo, puedo ahora regresar a ella.

Me refiero a la noción que concatena la experiencia de quien escucha con las historias del enfermo y con las porciones del cuerpo y del alma que compila saberes y vivencias. Sumas que sintetizan historias ajenas y que poco a poco penetran los entresijos del cuerpo de quien escucha, hasta convertirse en una escritura común, en una narrativa que inventa y que se inventa para que "lo anormal" impida que "lo normal" sea la regla y que la costumbre aprisione la luz. Vivencias que inquieren, que mueven y que invitan a pensar que en medicina lo ajeno nunca debe ser ajeno, y que las voces de Dostoievsky "Todos somos responsables de todo y de todos y yo más que los otros", nunca deberían ser anacrónicas.

En ese juego, entre "lo normal" y "lo anormal", entre lo propio y lo ajeno, la épica que surge de los encuentros entre paciente y doctor, así como la experiencia de ambos, se transforma en la casa, que poco a poco se construye cuando el quehacer de la medicina está impregnado por escritura, compromiso y ética. Los viejos galenos solían llamar a esas cualidades, medicina humanista o relación médico paciente. La interacción entre esas constantes y esos atributos, permite, casi asegurar, que el binomio medicina-enfermedad podría devenir otro binomio, el de la casa y el de la escritura.

La enfermedad como tal, no es, por supuesto, una casa, pero sí un espacio donde el tiempo adoquina algunas porciones del mundo externo y traza no pocos cimientos de los mundos internos del doctor y de quien sufre. La enfermedad es resguardo, tiempo e invención. En sus habitaciones todo se permite, todo se puede. Testigos sólidos de los vaivenes del lenguaje y de los sitios donde la saga se convierte en ventanas, pisos, duelas, manijas y telas, son las paredes de los consultorios. Paredes, que si pudiesen escarbarse, revelarían un sinfín de ideas, de sentimientos y de historias.

La enfermedad tampoco es escritura, pero sí abono perenne, donde dolor, miedo, desasosiego y esperanza son tinta suficiente para inventar una vida, para recrear una muerte, para nacer de nuevo. El pathos es, en ocasiones, santuario para propiciar la reflexión y para permitir que lo perdido y lo recuperado se escriba con tiento, con la luz que emana cuando el dolor cede y con las preguntas que siembra la enfermedad. Con el tiempo se aprende que la piel del paciente es irremplazable, que los guiños son diagnósticos y que los silencios dicen mucho. La tecnología nunca entenderá el idioma de los tumores ni el significado de los diagnósticos. La tecnología es muda. Las palabras son piel y son lenguaje.

Las reflexiones previas sintetizan muchos tiempos y no pocos quehaceres. Las interacciones entre los términos centrales de esta plática, medicina, enfermedad, casa, compromiso, experiencia y escritura, constituyen una verdadera quimera. Una quimera real y compleja. Una quimera que posibilita jugar y construir ad libitum. Un esqueleto necesario, sobre todo en tiempos de clonación, de embarazos in vitro y de una tecnología en ocasiones despiadada y que avanza sin cesar. Compromiso, medicina y experiencia son una madeja indispensable que permite edificar, anudar y desanudar desde la modestia de la casa que se erige, ladrillo a ladrillo, entre enfermo y doctor con el fin de equilibrar el valor de lo viejo contra la moda de lo nuevo.

¿Cómo construir la casa que albergue experiencia, medicina, compromiso, escritura y enfermedad? ¿Cómo, en tiempos de globalización, y cuando el fulgor de la tecnología enceguece, emparentar esas realidades y darles el espacio suficiente a pesar de la cotidianidad y del acecho de algunos demonios de la modernidad?

Ordenar alfabéticamente las ideas aludidas permite mirarlas y sopesarlas: casa, compromiso, enfermedad, escritura, experiencia, medicina. Acomodarlas de acuerdo con su peso relativo, o a la importancia que tienen el día de hoy, es otra forma de entenderlas y de confrontarlas. Podría pensarse, por ejemplo, en las siguientes interacciones: de la medicina a la enfermedad, de la medicina a la experiencia, de la experiencia a la escritura, de la escritura a la casa, de la enfermedad a las letras, del compromiso a la casa y de la casa a la experiencia. Jugar con el orden y con la trascendencia de esos términos, palparlos y pensarlos, borrarlos y escribirlos, es un ejercicio sano e inagotable donde las piezas del rompecabezas se mueven y se reacomodan sin cesar.

La idea de la casa en medicina como un santuario que debe ir construyéndose peldaño a peldaño, aunada a la del galeno comprometido con los valores fundamentales de la profesión, es un viejo concepto que oscila entre el mito y la necesidad. Quizás tan viejo como el primer libro de medicina que subrayé con denuedo y sin piedad porque pensé que todo lo que leía era importante. O bien, como el primer corazón auscultado, cuyos latidos intentaban explicar las razones por las cuáles fluye la sangre, se abren y cierran las válvulas y, con frecuencia, entre chasquido y chasquido, habla el alma. La idea de la casa en medicina es tan vieja, también, como la primera historia clínica que realicé y que finaliza casi con la vida del paciente después de cuatro o cinco horas de haberse iniciado el interrogatorio. Bien recuerdo al enfermo convertido en víctima, quien me sugirió, entre broma y broma, que las exploraciones efectuadas por el entonces imberbe aprendiz Kraus podrían llamarse algo así como: "Si desea someterse a una historia clínica con un médico joven, primero pregúntele si sabe dónde queda el corazón y cómo debe colocarse el estetoscopio." (Confieso que no sé si el paciente se refería a que lo coloqué en el lado derecho de su pecho, o si fue porque lo utilicé sin percatarme que no le había puesto las olivas.)

Las historias clínicas son una casa. No en balde se llama historia en vez de entrevista o cuestionario. Por fortuna, aún no se han diseñado robots para que interroguen al enfermo. Las casas, al igual que los pacientes y los doctores, tienen y son historia. La historia clínica es un documento que funciona como una morada habitada por dos o más personas, y que con el paso del tiempo se renueva, se modifica, se reconstruye, se pinta, se barre. Un hogar donde se funden legados y donde, a partir de lo relatado, se escriben episodios de la vida y de la muerte, del dolor y de la alegría. Un escondrijo donde la literatura es parte consustancial de esas vivencias y de esos testimonios. Un hogar donde la clínica suma angustias, nacimientos, muertes, tumores, pérdidas, los encuentros y reencuentros que conforman los cimientos del paciente. Cimientos que se hilvanan con la mirada del médico, con su propia historia, con su momento de vida y con todo lo que ha escuchado y que le permite ser doctor, no sólo de su enfermo, sino médico de sí mismo, de su entorno mediato y, en ocasiones, de algunos de los dolores que habitan el mundo.

Esa casa nace y se recrea en las historias clínicas, en las memorias de la vida y de la muerte. ¿No debería ser siempre el galeno primero historiador y después científico?, ¿no es verdad que se aprende primero por la piel y después por las radiografías?, ¿no dice más un silencio profundo cuando se inquiere sobre las pérdidas humanas que una resonancia magnética que diseca hasta el último intersticio anatómico?, ¿no habla más o diferente el llanto que los ultrasonidos al azar, o que los nefastos perfiles de laboratorio, que en vez de individualizar a la persona, la convierte en víctima de una compleja parafernalia comercial donde el ser humano enfermo se desvanece?

La casa de la historia clínica es hogar del enfermo y habitat del galeno. En ocasiones ambos conviven en sus cuartos, en ocasiones no. A veces se escribe, a veces se borra. Hay momentos donde basta una palmada y hay tiempos donde una llamada inesperada puede más que toda la magia del laboratorio. Hay ocasiones donde el suicidio anunciado del enfermo rompe la armonía y marca indeleblemente el alma del galeno. La historia clínica siempre es biografía y casa, siempre es suma, siempre es el cuerpo y el corazón del enfermo.

La palabra clínica proviene del griego klinós y significa cama. "Al pie de la cama", decían los viejos y excelentes maestros, es como se hace y se aprende la medicina. No hay mejor palabra que clínica para describir la labor de los galenos, ni mejor espacio, para quienes sufren, para verterse hacia fuera y abrirse desde adentro. Afuera implica la figura del médico y el cuarto del consultorio. Figura y cuarto son parte de la casa. Adentro significa pasear por el corazón, tocar el abdomen, pensar la noche hasta desembocar en el yo y en las personas del médico y del paciente. Para quien padece, sus enfermedades y sus historias son parte imprescindible de su existencia y una suerte de tejido indispensable para continuar con la épica y con la literatura de su propia vida. La historia clínica y las páginas que se escriben conforme pasan los años, son testimonio para que enfermedades, pacientes y médicos, tracen fragmentos de sus vidas y construyan sus casas.

Las historias clínicas son apéndices de vida. Son nichos donde doctor y enfermo escuchan y se escuchan. Son tiempos abiertos para regresar, por medio de la crónica, al tiempo viejo. Son momentos, sobre todo cuando las heridas del alma son muchas, para desnudarse, para detener el presente y para mirarse. Recuerdo bien lo que una vez me dijo un enfermo: "Acudo para escucharme primero y para oír después. Mi dolor se comprende mejor en estas paredes. Se vive diferente. Se percibe de otra forma. Se inventa la palabra complicidad. Todo es escucha. Todo sirve. Al hablar, el dolor lacera distinto."

Pasado el tiempo releo lo que anoté al margen de la historia clínica de ese enfermo: "Las paredes de los consultorios son espacios cubiertos por el mundo de los enfermos. Son ámbitos donde el dolor y las voces del binomio enfermo-médico se entrecruzan, se mezclan, se hablan. Son libros abiertos para que las letras y las voces se conviertan en medicina y para que el dolor se transforme en literatura." Eso es también la clínica: un espacio y una necesidad intelectual que fortalecen y remueven el interior y que impiden el enmohecimiento del galeno. Un espacio donde el habla es tiempo y el tiempo es casa.

En más de una ocasión he escuchado a algunos enfermos, en situación crítica, y ante la llegada de su doctor, cavilar y decir: "Cuando se está muy mal se espera la visita del médico como lo hacen las parejas que serán padres por primera vez; con intranquilidad, con emoción, con deseo, con los brazos abiertos." ¿Qué significan las alusiones previas? ¿Qué quiere decir complicidad cuando las pérdidas y el dolor son la sustancia? ¿A qué se refieren los enfermos cuando hablan del cobijo que ofrecen los consultorios y cuando, sin titubeos, confiesan la ansiedad que produce la espera de las noticias de su doctor?

Quizás aludan al significado amplio de la palabra casa. O mejor aún, al de las casas que uno va habitando durante la vida, o a los cuartos que se arman y luego se desarman. O bien, a las mesas de exploración donde las palabras suenan diferente, o a las viviendas que se elaboran a partir de las descripciones de la enfermedad. Casas que se habitan, que se viven. Hogares que cobijan al enfermo cuando es el médico quien las traza. Casas que deberían fincarse desde el inicio de la carrera, a partir del contacto con los maestros, con los enfermos, con los libros, con el anfiteatro y con todo el inagotable universo que se esconde detrás de la palabra medicina. Refugios que se levantan al lado de lo que dicen y no dicen las voces de los pacientes y la literatura de la enfermedad.

Cito las palabras de dos médicos que entremezclaron los males ajenos y propios para fundir medicina y literatura. Para Chéjov y para Maugham, entre otros, sin medicina no habría literatura propia, y sin enfermedades no habría literatura: una era morada, otra era alimento. Una era paz, otra era insomnio. Una dolía, otra curaba.

Al referirse a Antón Chéjov, William B. Ober afirmaba: "El éxito de Chéjov como escritor provenía de su capacidad de adoptar una actitud clínica objetiva, de observar la conducta de la gente, sus diversas motivaciones, sus compromisos con la realidad. En buena medida como lo hace un médico sensible con su paciente." Chéjov, abandonado por el padre a temprana edad; Chéjov, médico, Chéjov escritor, primero por necesidad económica y después por placer, y finalmente, Chéjov tuberculoso escribió: "Me dices que no persiga dos liebres a la vez y que abandone la práctica de la medicina […], me siento más complacido y satisfecho cuando pienso que tengo dos profesiones, no una. La medicina es mi esposa legítima y la literatura mi amante. Cuando me aburro de una paso la noche con la otra. Puede parecer escandaloso, pero no es monótono, y, además, ninguna sufre por mi infidelidad. Si yo no tuviera mi trabajo como médico, sería difícil poner mi pensamiento y libertad de espíritu en la literatura."

Ideas similares son las que acuñó Somerset Maugham, quien antes de ser escritor estudió medicina, casualmente en el mismo sitio donde el poeta romántico John Keats pasó cinco años al lado de un cirujano. En la novela The Summing Up (Recapitulación), comenta: "No conozco mejor entrenamiento para un escritor que pasar algunos años en la profesión médica." Estoy seguro que lo inverso también es cierto. Los profesionistas de la salud pueden enriquecer sus habilidades a partir del análisis de las enfermedades y de los significados que el dolor produce en el cuerpo y en el alma; pueden mirar más adentro si logran caminar por las escaleras y por los peldaños que conforman los pilares de las casas que construye la enfermedad, sobre todo, cuando la casa del médico se transforma en cobijo y las reflexiones de los enfermos en diagnósticos.

Hablo en plural y en singular, porque, en ocasiones, los enfermos se convierten, al menos "un poco", en médicos de sus doctores. ¿Cuántas veces el profesionista le confiesa a su interlocutor que ha vivido historias similares?, ¿cuántas veces el galeno recibe una palmada de su enfermo tras confesar alguna fractura? Eso es la historia clínica: una casa habitada por dos personas, una casa que va y viene. Una casa donde los viejos armarios se rejuvenecen cuando nuevas historias se apilan sobre las viejas memorias. La casa de la historia clínica no fenece porque las enfermedades son antídotos contra el olvido.

Pensemos en el paciente como un ser cuya arquitectura se ha dañado. Como un ser que funciona bien hasta que los cimientos se modifican, o el mastique de las ventanas envejece y permite el paso del aire. Regresemos a ese ser enfermo a quien sin duda le interesa más lo que palpan las manos del doctor que lo que revela la tecnología. Pensemos que la tecnología es sorda y que los médicos contamos con el don de la voz. Cavilemos en las Palabras como alimento. En la Palabra con mayúscula y en la casa del médico y del enfermo como memoria.

Recordemos las impagables gracias y sonrisas de los enfermos. Releamos las historias clínicas de nuestro consultorio y la literatura sobre la enfermedad. Reflexionemos en la enfermedad como literatura y entendamos que, al lado de la parafernalia médica, la literatura y las artes son una de las vías para primero entender y luego penetrar la patología. No en balde hay escuelas de medicina donde se incluyen talleres de teatro y lectura de poesía como materias obligadas en la formación profesional. Meditemos en el médico que puede jugar a estar enfermo, o ser enfermo, para así comprender, y reinventar, el significado de las palabras empatía y casa.

La pregunta obligada es saber cómo leer la enfermedad y como hacer del mal y de la relación entre dos seres una literatura y una medicina acompañada de recetas, una medicina que albergue el mobiliario del enfermo y las herramientas del galeno. Una profesión que remiende casas y que incluya, sobre todo en estos tiempos, la palabra compromiso. Compromiso con uno mismo y con quienes buscan ayuda. Compromiso con el tristemente perdido quijotismo, con los pilares de la medicina y con quien demanda cura para sus dolores y compañía para sus aflicciones.

Al cabo del tiempo, después de oír y palpar repetidamente, la imagen del primer paciente y la primera receta se hacen cada vez más presentes, más palpables. Ese intercambio lo recuerdo con frescura, con tesón. La primera historia clínica ni duele, ni es mala, ni es completa, ni es diagnóstica. Es simplemente el encuentro primigenio entre dos seres humanos, cuyo sustento y continuidad se basa en el diálogo. En el diálogo que se construye a partir de las casas ora derruidas, ora edificadas. En las palabras convertidas en ladrillos y en las historias transformadas en habitaciones. En las heridas que miran la vida a través de los lienzos del pintor o de las zapatillas de la bailarina. En el intercambio de los sentimientos que crecen al lado del edificio ético cuyos escalones son el compromiso con el paciente, cuyos brazos son el rellano donde médico y paciente se encuentran y cuyas paredes son historias infinitas donde la literatura del dolor se convierte en la literatura de la vida.