Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de octubre de 2006 Num: 605


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Memorias de un brasileño
ANDRÉS ORDÓÑEZ
Entrevista con CARLOS LYRA
La enfermedad como casa y escritura
ARNOLDO KRAUS
El año Freud
TERESA DEL CONDE
Marin Sorescu: descubrir el mundo
NEFTALÍ CORIA
La agencia espacial mexicana
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ
Duchamp en México
EVODIO ESCALANTE
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Señales en el Camino
MARCO ANTONIO CAMPOS


Directorio
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MARCO ANTONIO CAMPOS

REGRESO A BUENOS AIRES

Cuanto he perdido lo hallo a cada paso y me recuerda que lo he perdido.
Antonio Porchia, Voces, 247

¡Ah cómo regresan los días del invierno lejano cuando aquella muchacha delgada se adelgazaba más al perderse por avenida Las Heras, ella, a la que olvidé catorce años, y que regresa hoy con su luz pura y vehemente para decirme adiós cuando el adiós ya era! Hoy no sabría dónde llamarla, pero sé que era menos desdichado si la tenía cerca o conmigo. La tarde de agosto me la trae mientras cruzo ante el edificio donde vivió, previendo que si hoy nos encontráramos nada sabríamos de nada, como el árbol no es la hierba, ni mucho menos será el invierno de 1992, con su frío húmedo, sus cero grados centígrados, su niebla monótona, la lluvia que me hacía más triste cuando me aventuraba en el muelle del puerto. Muchas veces me he preguntado si en poesía es dable nombrarse, o hasta qué grado, lo que ya no es, lo que no se ve, lo que habría sido, lo que se ha ido al regresarnos.

Sigo hacia La Recoleta. En la plaza creo escuchar la voz de Bioy Casares, que al pasar frente a La Biela me relataba una tarde de junio anécdotas misóginas que me hacían doblar de risa el cuerpo hasta formar escuadra y buscar la media sombra bajo las ramas de los árboles. Me siento en una banca y oigo el aire llevar canciones con voces de Irusta y la Simone, y me veo en cafés o casas con Máximo o Noé, con Mempo o Diana, con quienes hablo de México como de un país de mirada triste, inversamente mágico, dolorosamente "florido y espinudo", y Jorge, por su lado, me abre las puertas de Buenos Aires para que no me demore escalando muros o tire la plata creyéndola de cobre. Se me delinea en la memoria y me rompe todo, incluyéndome el alma, el rostro modiglianesco de la porteña que hablo. Y murmuro palabras que ya dijo otro y que el río se las lleva hasta el oído porque no me deja hoy decírselas: "Eras tan hermosa, que no pudiste hablar."

Habían pasado en ese entonces nueve años, pero la sombra militar hacía sombra dondequiera en nombre de una trinidad que, en las bocas inmundas, provoca un escalofrío: Patria, Orden, Familia. Si alguien no precavido escarbaba la tierra lo saludaba un muerto, y si a lo largo del río, una procesión de ahogados. Vinieron luego generaciones rotas, el menemismo con especuladores y gángsters de burdel, el perdón a los criminales, la caída estrepitosa de la moral política, el robo feroz del dinero de los pobres, la recuperación como un caballo a cuestas.

Pero ¿quién deshojó el árbol de este pueblo?

La gente me ve caminar de espaldas por las aceras de avenida Libertador y de espaldas recalo en plaza San Martín, y de frente y dando vueltas en círculo al gomero, recuerdo que recuerdo que en el año del ’92 parangonaba mi juventud con ese árbol que arranca el piso, multiplica ramas, reseca árboles, pelea con el viento a grito herido, ese árbol con una fuerza ilímite, pero que no sabe ni adónde ni cómo dirigirla. En ese entonces yo llevaba apenas la pena que aún me apena, en el alma el arma, y en la partida la convicción de que sería la última vez que yo venía a Buenos Aires.

Yo moré en Palermo, muy cerca de los bosques, y una tarde, en un café de calle Santa Fe me despedí para siempre de esa joven, sacada de un cuadro de Modigliani, a la que no veré más, a la que no podré ver, porque nadie puede paralizar lo andado, y sólo queda quedarse así, recargado en el barandal de la plaza, creyendo oír las manecillas del Reloj Inglés, pero que sólo en el horizonte alcanza a distinguir de nube en nube el violáceo y el morado del sol que lentamente cae, y lo apaga, y no es.