Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de octubre de 2006 Num: 605


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Memorias de un brasileño
ANDRÉS ORDÓÑEZ
Entrevista con CARLOS LYRA
La enfermedad como casa y escritura
ARNOLDO KRAUS
El año Freud
TERESA DEL CONDE
Marin Sorescu: descubrir el mundo
NEFTALÍ CORIA
La agencia espacial mexicana
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ
Duchamp en México
EVODIO ESCALANTE
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Señales en el Camino
MARCO ANTONIO CAMPOS


Directorio
Núm. anteriores
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VERÓNICA MURGUÍA

EL SANTO PATRONO DE LOS CELULARES

Antes, para ser un santo, uno tenía que esforzarse mucho. De preferencia ser martirizado. Comido por leones, lapidado, crucificado de cabeza, asado en una parrilla como el pobre San Lorenzo, o maltratado hasta la muerte en la cárcel. La lista de posibilidades es infinita y escalofriante; hay santos descuartizados, asesinados por sus propios padres, como Santa Bárbara, o también Santa Margarita, quien fue ofrecida como sacrificio a un dragón. La santa logró salir de la panza del monstruo gracias al crucifijo que llevaba y usó como un abrelatas.

Esto fue al principio de nuestra era, cuando los cristianos tenían tan mala fama y tan extendida, que hasta personas decentísimas como el emperador Marco Aurelio los perseguían. Después, cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio romano –de las ironías en las que abunda la Historia, esta es una de mis favoritas–, ya no fue necesario padecer tormento para ser considerado en el canon, pero se necesitaban por lo menos dos milagros en el currículo para ser santificado.


San Juan Bosco

Hay que tomar en cuenta que la naturaleza de los milagros ha cambiado: antes podía ser matar a un dragón, como San Jorge, o repeler una plaga de cigüeñas malhumoradas, como Agrícola de Aviñón, aunque naturalmente, en nuestros días este tipo de martirios y milagros es visto con suspicacia. Ahora los dragones echan a perder las cosas.

El proceso tenía una figura muy simpática: el abogado del Diablo, un escéptico que trataba de descubrir si en verdad la persona era santa, no un psicópata con dotes histriónicas (que los hay, nomás recordemos a Marcial Maciel). Desgraciadamente, el papa Juan Pablo ii abolió al abogado del Diablo en 1983. En su documento Divinus Perfectionis Magister, además concedió poderes a los obispos regionales para hacer propuestas, y en suma, ordenó una simplificación administrativa dentro de la Iglesia que, en mi opinión, puede resultar en la santificación de cualquier malvado.

Pero no es el caso del San Juan del título, quien era un buen hombre y un santo moderno. No fue como el Bautista, el áspero y elocuente profeta primo de Jesús, ni como el evangelista que redactó el Apocalipsis en Patmos. Este Juan y sus poderes fueron más modestos: Juan Bosco, nacido en 1815, fungió como director de una escuela y publicó varios libros para, con las ganancias, dar de comer a niños y jóvenes sin trabajo. Fundó la orden de los Salesianos y anduvo por toda Italia, a veces en un mismo día. Sus milagros tuvieron relación con esta facultad: si alguien lo necesitaba, por ejemplo, en la cocina de la escuela, se aparecía y daba el dinero para comprar doscientos kilos de jitomates mientras –y no me pregunten cómo, porque yo de milagros no sé nada–, resolvía cuestiones urgentes en un hospital en los confines de Turín, la ciudad italiana donde vivió.

El abogado del Diablo que vio su caso no pudo demostrar que carecía del don de la ubicuidad.

Yo quisiera proponerlo como santo patrono de los que no pueden separarse de su celular. Esas personas aprecian la ubicuidad. Se nota su afán de estar en varios lugares al mismo tiempo: hablan mientras comen –y obligan a quienes están con ellos en la mesa o el restaurante a participar de sus asuntos–; conversan y manejan el coche; platican en la fila del banco aunque esté prohibido, y conferencian con quien sea mientras están en el baño. No están solos jamás y sólo se callan cuando mandan mensajes.

Estos entusiastas se enojan cuando los otros apagan el celular aunque sea para dormir la siesta o contarle un sueño al analista; hacen llamadas de país a país –y superan a San Juan, que creo era más bien regional–; toman fotos con el teléfono allí donde se prohiben las cámaras y en sus aparatos reciben recetas de cocina o consejos matrimoniales. No sé cómo le hubieran hecho en los albores del siglo xx, cuando el teléfono era una rareza. Se hubieran sentido solos y, literalmente, desconectados de la vida.

Parafraseando el anuncio, todo el mundo es su territorio. No hay área de su vida ni de la ajena que deba mantenerse libre del timbrazo telefónico. Quien no tiene celular es, para ellos, un desdichado.

San Juan Bosco era, ante todo, un educador. A lo mejor si fuera santo patrono de los adictos al celular, sus facultades ayudarían a sus devotos a despegarse el teléfono de la oreja.

Para algunos, sobre todo adolescentes, un verdadero milagro.