Usted está aquí: sábado 21 de octubre de 2006 Opinión Hannah Arendt en su centenario

José María Pérez Gay / V y último

Hannah Arendt en su centenario

Ampliar la imagen Adolf Eichmann, quien como secretario general del partido nazi alemán fue encargado de la logística de las deportaciones masivas hacia los campos de exterminio, declara en la sala donde fue sometido a proceso, en Jerusalén Foto: Tomada de Internet

Buenos Aires, mayo de 1957. Ricardo Klement entró en una tienda de la zona del Once, muy cerca de la plaza Miserere; se detuvo ante el mostrador y solicitó unos embutidos, después compró fruta y salió a la calle, abordó el ómnibus colectivo que lo llevaba, como todos los días, a su casa de la calle de Garibaldi, en el barrio de San Fernando. Klement, un individuo de estatura media, desaliñado, de pelo oscuro y medio calvo, nariz aguileña y miopía muy avanzada, daba siempre la impresión de una constante fatiga, hablaba español con acento y trabajaba como electricista en la fábrica Mercedes Benz. Ricardo Klement no se dio cuenta de que esa tarde, al salir de la tienda de la zona del Once, alguien lo había fotografiado varias veces.

Isser Harel, miembro de los servicios secretos israelíes del Mossad, había tomado esa tarde varias fotografías de Klement, de su vivienda precaria, de su mujer y sus tres hijos. Por una increíble casualidad, a principios de 1952 un amigo de Simon Wiesenthal, el cazador de criminales nazis, recibió una carta desde Buenos Aires: "He visto a ese cerdo miserable, Adolf Eichmann", escribía un amigo. "Vive en las cercanías de Buenos Aires y trabaja en la central del suministro de aguas". Desde entonces Simon Wiesenthal intentó convencer a diferentes instituciones de que se debía capturar a Adolf Eichmann en Argentina, donde vivía desde 1950, cuando ingresó a ese país con documentos falsos.

Los hombres del Mossad trabajaron de modo admirable; después de dos años de investigaciones estaban seguros de que Ricardo Klement era, en realidad, Karl Adolf Eichmann, quien se había afiliado, el primero de abril de 1932, al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (número 899.895) y ese mismo día se enroló en la SS (número 45.325); después se le trasladó a Berlín el primero de octubre de 1934 e ingresó en llamada sección del Departamento de Judíos II 112 del Servicio de Seguridad (SD).

Cuando en 1939 los nazis deciden la deportación masiva de los judíos alemanes a los guetos dispuestos en Polonia y, sobre todo, cuando en 1942 se celebra la Conferencia de Wannsee, organizada por Reinhard Heydrich, en la que se lanza la llamada solución final, Adolf Eichmann participa como secretario general: queda encargado de la logística de las deportaciones hacia los campos de exterminio. Eichmann era el artífice de los judenräte o consejos judíos -que colaboraban en las deportaciones facilitando la identificación de los habitantes de los guetos, confeccionando la lista de personas a deportar, inventariando sus bienes,

El domingo primero de mayo de 1960 un grupo de nokmin (vengadores) de los servicios secretos israelíes entraron de forma clandestina en Argentina, se trasladaron a Buenos Aires y pusieron en marcha la operación Garibaldi, bautizada así por el nombre de la calle donde vivía Eichmann. El equipo dirigido por Rafael Eitan, coordinado por Peter Malkin, "especialista en secuestros", inició una vigilancia durante casi dos semanas; el miércoles 11 de mayo de 1960, cuando regresaba de su trabajo, los nokmin secuestran a Eichmann en plena calle y, narcotizado y disfrazado de piloto de la línea aérea El Al, lo enviaron a Israel.

Cuando escribió Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt no tenía una experiencia directa del sistema totalitario. La oportunidad se la brindó el proceso de Eichmann en Jerusalén. La revista The New Yorker la envió como reportera al juicio de Eichmann. Mientras revisaba todas las declaraciones del acusado y de los principales actores de la justicia y la política israelíes, leyó todos los documentos accesibles. Kurt Blumenfeld, su antiguo amigo de Berlín, le tradujo los comentarios de la prensa israelí.

La primera impresión que Arendt tiene de Eichmann en la sala del juicio, cuando se encontraba detrás de una jaula de cristal blindado, no fue la que ella misma esperaba ni, mucho menos, la que la fiscalía israelí quería imponer como única y verdadera. El hombre de la jaula, que escuchaba la traducción del hebreo al alemán, no era el criminal demoniaco ni la encarnación del Mal absoluto, sino un hombre ridículo en su excesiva mediocridad, un pobre diablo. Una paradoja que nadie aceptaría en esa época, ni la fiscalía israelí ni, mucho menos, los lectores judíos de su obra Eichmann en Jerusalén: la banalidad del Mal.

Si empleamos la terminología de David Riesman, que en esos años dominaba la sicología social, Eichmann no era un individuo atormentado por su conciencia moral (inner-directed), sino alguien dirigido por impulsos exteriores (other-directed). Más todavía: la justificación de su trabajo radicaba en la imprescindible necesidad de cumplir las órdenes que se le daban, cuya legitimidad nunca puso en duda. La obediencia era su principio fundamental. Durante el proceso, Eichmann manifestó varias veces que si Hitler había sido capaz de ascender de simple cabo del ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial y convertirse en el führer de una nación de casi 80 millones de habitantes, "su triunfo me demostraba -dijo Eichmann- que yo me debía someter a él y guardarle total obediencia".

Sin duda, Eichmann deseaba hacer una carrera, uno más de los oportunistas de las SS, el camino para ascender en la escala del terror era cumplir con las órdenes de Heydrich o Himmler. Lo que nadie puede responder con seguridad, escribe Arendt, es si Eichmann habría sido capaz de distinguir entre el bien y el mal, si tenía una conciencia moral (gewissen) que pudiera decirle que el proyecto nacionalsocialista de exterminio de los judíos, que el régimen totalitario le exigía, era una barbaridad inhumana. Eichmann manifestaba una y otra vez: "Desde mi infancia nunca odié a los judíos, la educación que recibí de mi madre y padre fue estrictamente cristiana, y mi madre tenía una idea muy distinta de las cosas, distinta a la que tenían los círculos cercanos de las SS, porque ella tenía parientes judíos..." Eichmann es, sin duda, un imbécil moral.

"A otras preguntas de la fiscalía, Eichmann contestó que había leído la Crítica de la razón práctica, de Kant. Después explicó que desde que había recibido el encargo de llevar a la práctica la Solución Final había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que, escribe Hannah Arendt, "se había consolado pensando en que había dejado de ser dueño de sus propios actos". Según la fórmula del imperativo categórico kantiano del Tercer Reich, debida a Hans Franck, un oscuro ideólogo nazi, que quizá Eichmann, dice Arendt, conociera: "Compórtate de tal manera, que si el führer te viera aprobara tus actos". Kant para uso casero del hombre sin importancia, un manual del filósofo de Königsberg para oficiales nazis de las SS.

La banalidad del Mal. Hannah Arendt, cuya obra Eichmann en Jerusalén, levantaría una encendida polémica en todos los círculos judíos, nos dice que la lección que podemos aprender en Jerusalén consiste en que la imbecilidad y el sometimiento a las burocracias totalitarias puede causar una catástrofe más grave que un exterminio planeado por seres demoniacos. Eichmann es sólo el que recibe las órdenes y las cumple con una lealtad y limpieza excepcionales, superiores a cualquier pulsión de muerte que habite en los seres humanos.

El régimen totalitario de Hitler sigue poniendo en duda cualquier forma de fe en el futuro de los hombres. Hitler consumó lo que Kafka presentaba en El proceso como un mundo aterrador: "Que la mentira se convierte en el orden del mundo". Los fines supremos que el nacionalsocialismo se propuso -el exterminio de los judíos, de los pueblos de Europa central y el mantenimiento de la raza aria- son bárbaros en sí mismos y, medidos con los valores fundamentales de la civilización occidental, son un puñado de mentiras. Si, como quiere Peter Sloterdijk, el Gran Inquisidor de Dostoyesvski, por un acto casi divino hace que el fin santifique los medios. El "cinismo de los medios" sirve al "moralismo de los fines". El Gran Inquisidor quiere "lo mejor para el hombre". Está dispuesto a quemar a Cristo, que ha regresado, porque sabe que el hombre está sobrecargado con la libertad del cristiano y el precepto del amor.

El Gran Inquisidor sabe que nada temen los hombres tanto como su libertad. La imbecilidad moral de Eichmann nos muestra, como ha demostrado Hannah Arendt, que cualquier burócrata, cualquier mediocre es capaz de exterminar a millones de personas. Los metafísicos totalitarios sólo pueden sentirse plenos si destruyen en los otros lo que pueda recordarles una ausencia, lo que siempre les faltará: su vida nunca podrá ser, dice Sloterdijk, algo justo. "Una de las más complejas cualidades de los hombres -dice el filósofo de Karlsruhe- es aceptar el carácter sagrado de la vida y hacer de ella una virtud. Franz Kafka es un ejemplo. En vísperas de la hecatombe totalitaria en Europa, anotó en su Diario en torno al sentido de sus textos: "Safarse de la cadena de asesinatos, no enriquecerse con el dinero del espíritu de los otros, observar los hechos y escribirlos".

En su centenario, Hannah Arendt nos recuerda que la política es la negociación del restablecimiento de la paz en el campo de batalla de las verdades, un restablecimiento que no puede ser orientado por ninguna verdad trascendente salvo aquella que garantice la condición de una vida digna para el hombre. Su contribución capital será la vigilancia del respeto a las reglas del juego que permita a cada uno de nosotros descubrir o, incluso, inventar su verdad vital. La verdad elemental de la política, nos recuerda Hannah Arendt, debe consistir precisamente en esas reglas; su mayor enemigo es la hipocresía.

 
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