Usted está aquí: sábado 21 de octubre de 2006 Opinión Chantaje nuclear

Ilán Semo

Chantaje nuclear

Cuando Alfred Nobel fundó el célebre Premio de la Paz que los suecos otorgan año con año, no faltó una mente lúcida como la de George Bernard Shaw que se preguntara si no se trataba de un ejercicio "gloriosamente cínico". En la sesión inaugural del premio, Nobel explicó que los fondos para otorgarlo provenían de las utilidades de sus empresas, las cuales habían conseguido fortunas ostensibles gracias a la interminable y generosa demanda -que crecía año con año en el mercado mundial- del invento que él mismo había realizado lustros antes: la dinamita. Ya para 1900, el eficiente explosivo se había revelado como un excelente medio para ahorrar esfuerzos en las arduas labores de la industria, así como para exterminar al prójimo de la manera más infalible y elegante que se conocía hasta esa fecha. Servía por igual para detonar socavones en las minas y para realizar atentados con precisión milimétrica.

Los constructores de presas contaban por fin con un explosivo subacuático para calar, por ejemplo, los cimientos de las construcciones, y los rebeldes turcos de la revuelta de 1905 descubrieron que una pequeña y administrable carga de dinamita podía hacer estallar un batallón entero de tropas federales. En la historia universal de la subversión ningún conspirador había logrado ni siquiera soñar con arma tan sutil y exquisita como la que usaron los nacionalistas serbios contra el príncipe austriaco en Sarajevo. En la guerra contra los boers, los ejércitos ingleses la emplearon para exhibir (con bastante éxito, por cierto) la "fuerza disuasiva" que era capaz de ejercer "el Imperio", según los recuerdos de Churchill. Y fue, sin duda, el material explosivo que acabó demostrando que la era del progreso había alcanzado también a los campos de batalla y al arte de la guerra, convertido en 1914 en una gigantesca industria de la muerte que pertrechó a las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

No sin cierto candor, un periodista preguntó a Nobel si no le parecía hasta cierto punto irónico el hecho de ser el inventor de un efectivo material de exterminio y, simultáneamente, un entregado y fervoroso militante de la causa del pacifismo mundial. Inteligente como era, Nobel le respondió no con una simple reacción ni con una justificación, sino con una teoría.

Hasta aquel entonces (léase 1897), el recurso a la guerra siempre había sido sencillo porque las armas que la sostenían sólo ponían en peligro al enemigo y no a quienes las empleaban inicialmente. Como el género humano, decía Nobel, jamás renunciaría a la guerra, lo único que la evitaría no sería alguna forma de conciencia pacifista, sino la existencia de un arma cuyo empleo asegurase la destrucción mutua de los adversarios. En rigor, Nobel no se equivocó del todo. Su teoría sobre la paz -como un estado de guerra de costos demasiado altos para las partes comprometidas en ella-, es decir, una teoría pragmática sobre la guerra, ha sido hasta la fecha la única que merece el calificativo de realista.

¿Qué fue la guerra fría si no una suerte de confirmación de la idea de que la única paz posible está basada en el miedo compartido a la autodestrucción? La bomba atómica representó precisamente esa arma que obligó a las grandes potencias -Estados Unidos y la Unión Soviética en la época- a establecer una larga paz entre ellas. Intimidadas por el hecho de que el enemigo contaba con una fuerza destructiva descomunal, ninguna de ellas incurrió en la osadía de optar por el camino de la confrontación. La guerra fría tuvo como sostén un principio mínimo de sobrevivencia entre sus principales protagonistas. Ninguno de ellos estuvo nunca dispuesto a negociar la vida o la muerte de una parte de su población a cambio de modificar los equilibrios en los que se basó ese teatro del simulacro del horror.

Esta suerte de autoconciencia que reguló el uso -o mejor dicho: el no uso- de armas nucleares está siendo sometida a un serio y peligroso cuestionamiento.

Los enloquecidos artífices de este giro son Corea del Norte y, muy pronto, Irán.

Corea del Norte es el primer país que, sin ser una gran potencia, ha emprendido el camino nuclear para hacerse un lugar en el mundo. A diferencia de la lógica que imperó durante la guerra fría, los mandarines de Pyonyang, la dinastía Kim, parecen dispuestos a negociar la vida o la muerte de una parte de su población a cambio de preservar su capacidad disuasiva nuclear. Es un hecho que un gobierno dotado de la irresponsabilidad que llega a alcanzar a ciertas dictaduras, es capaz de colocar a su sociedad frente al umbral del suicidio.

¿A quién amenazan las bombas nucleares de Corea del Norte? No a China, que es su principal aliado y su sostén económico; tampoco a Japón ni a la población de Corea del Sur, a la que el Norte sueña algún día con anexar. Amenazan, sin duda, a las instalaciones del ejército estadunidense situadas en Corea del Sur.

El timing nuclear de Corea del Norte es evidente. Estados Unidos está embarcado en dos guerras -Irak y Afganistán- y es muy difícil que se adentre en una tercera. Obviamente se trata también de un despliegue de fuerza por parte de Pekín. China quiere asegurar la incondicionalidad de sus fronteras, como suele hacerlo cualquier gran potencia. Sólo que el costo parece ser, en este caso, un hermano rabioso, que se puede salir del control mismo de Pekín.

Otra vez el equilibrio del terror. Sólo que por primera vez en la historia moderna, la llave de este equilibrio se llama China.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.