Usted está aquí: domingo 22 de octubre de 2006 Opinión Sangre mediterránea

Bárbara Jacobs

Sangre mediterránea

La noticia que entretenía a la conocida ciudad universitaria en el noreste de Italia era el asesinato de una especialista de literatura llamada Sonia, Sonia Marinetti. Los hechos habían tenido lugar la víspera de mi llegada, y eran la comidilla del personal de la pensión en la que pasé mi breve estancia. Sin dominar la lengua del lugar, no sé qué tan bien reconstruí, ayudada por uno que otro recorte de periódico y frases sueltas de noticieros escuchados por radio, la enfermiza declaración de la asesina que, para agilizar la narración, registro en mi diario en primera persona.

Me levanté de la cama a tomar un vaso de agua y me caí. Cuando me he caído yo, río más que cuando he visto caer a otros, especialmente a papá. Pero en vista de que no reconocí el cuarto de hospital en el que me recluyeron, al dejar de reír, y en vez de enderezarme y volver a acostarme en el colchón y cubrirme con las cobijas, pasé el resto de la noche entre pesadillas, tendida sobre la loseta blanca, incómoda, adolorida y tiritando de frío.

En cuanto entré al consultorio oscuro el doctor abrió las cortinas y con un gesto de la mano me invitó a sentarme enfrente de él. Me molestó que no me ofreciera el diván, aunque al recapacitar me di cuenta de que no me habría gustado recostarme en él, recién desocupado por la mujer de pelo castaño y constitución huesuda que, al llegar yo, había tenido que tomar el camino de salida.

Desde la primera noche soñé que la mataba, de manera que matarla fue un acto natural. La policía me preguntaba por qué había matado a una persona inofensiva. Contestaba que no había tolerado que su papá hubiera sido tocayo del doctor que compartíamos. Llamaba más la atención la, para los demás, nimiedad del motivo que averiguar si era cierto o cómo lo había yo descubierto. Para fastidiar, añadía que, además, no consentía que se tutearan.

Encima de la mesa al lado del sillón del doctor llegué a ver La Iliada según Baricco, y tampoco había soportado que de forma amañada Sonia me hubiera recomendado leer a este autor. Solíamos encontrarnos en la sala de espera. Se entreabría la puerta del consultorio y, antes de que ella apareciera en el marco y el doctor me indicara que empezaba mi turno, pasaban para mí minutos de silencio tortuosos, más que sencillamente inquietantes. ¿Se despedían con un abrazo sin palabras?

El la contemplaba levantarse del diván, acomodarse la ropa y encaminarse a la salida. Antes de saludarme, Sonia pasaba momentáneamente al baño. ¿A retocarse el maquillaje humedecido y embadurnado? ¿A esponjarse el pelo? ¿A perfumarse? ¿A ver ante el espejo la expresión con la que la había visto él al despedirse?

En una de las últimas ocasiones en que nuestros caminos se cruzaron en la vigilia, después de saludarme distraída Sonia pareció reflexionar y, al dirigirme de nuevo la vista, sólo que ahora con detenimiento, me comentó que me veía mejor. Le pregunté qué libro asomaba del bolso que colgaba de su hombro. En la cuarta de forros leí que la novela trataba el caso de un hombre que, tras violar a su única hija, apenas una niña, había asesinado a su esposa antes de suicidarse.

Se había encerrado en el coche enfrente de un árbol desnudo al lado de la carretera. Al salir de la estación de trenes, esa misma mañana yo había visto un hotel y recordado a Pavese. ¿Así que Sonia, de pelo corto, alta, leía la ficción que ejemplificaba su propia vida? Era la sobreviviente de una tragedia debido a la cual no usaba sino vaqueros ceñidos y blusas escotadas, sujetos por un cinturón con una vistosa hebilla ovalada de plata. En todo caso, con su vida proponía un desafío demasiado atractivo para que un doctor con ambición profesional no lo acogiera atentamente.

Llegó el día en que yo también la vi mejor a ella, adornaba su pecho con un collar del que pendía una piedra roja, un cristal martillado, un rombo troquelado. Harta de soñarla, opté por hacerla a un lado. Así que le hablé al doctor del manzano frente a la ventana de mi cuarto, cargado de frutas rojas. Y reflexioné en voz alta alrededor de las dificultades con las que me he topado para comunicarme, para hablar. Estiro la mano y no alcanzo la manzana. No es cuestión del idioma. A pesar de que uno hable el mismo que otro, cada quien habla el propio y entiende el de los demás a su modo personal. Nadie comprende del todo a nadie. Lo que deducimos unos de otros siempre es subjetivo y parcial. Y toda expresión se presta a equívocos.

 
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