Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de octubre de 2006 Num: 607


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El humor según Bergson
RICARDO GUZMÁN WOLFFER
Una nueva vida de Gianfalco*
MIRCEA ELIADE
Papini: el escepticismo
de la cruz

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA
Lúcido y contradictorio
GIOVANNI PAPINI
La historia de la historia de la caricatura
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
Aniversarios no todos redondos
RICARDO BADA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES


Directorio
Núm. anteriores
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Giovanni Papini

Lúcido y contradictorio

LOS"POBRES" ITALIANOS

Los "pobres" italianos gastan varios millones por cabeza al año para transformar en sucias cenizas y en humo vano algunas montañas de hojas secas de una planta exótica llamada tabaco.

Los "pobres" italianos gastan varios millones por cabeza al año para comprar cierto líquido maloliente que les permite marearse, con las nalgas puestas sobre un banco o una silla a lo largo de los caminos nacionales, provinciales o comunales, llevando a todos lados ruido, hedor y su ración cotidiana de muertos y heridos.

Los "pobres" italianos gastan varios millones por cabeza al año para asistir al desfile de las imágenes fugitivas que narran historias estúpidas o extrañas, fundadas, casi siempre, en la lujuria y en la crueldad, hábilmente condimentadas con la inverosimilitud y con la imbecilidad.

Los "pobres" italianos gastan varios millones por cabeza al año para seguir, con el acompañamiento de gritos bestiales y de contorsiones epilépticas, la gesta heroica de algunos jóvenes que tiran patadas a una pelota de cuero.

Los "pobres" italianos gastan varios millones por cabeza al año apostando en los partidos de futbol y en las carreras de caballos, en la lotería nacional y en los juegos de azar, con la esperanza de ganarse una bolsa llena de billetes sin tener que pasar por la fatiga de ganarla con el trabajo propio.

Podríamos enumerar otro millón de gastos de la misma especie, pero bastan estos para recordar y explicar cómo es que los "pobres" italianos proclaman a todos la miseria antigua e irremediable de nuestro país cuando se trata de fabricar casas para los desposeídos o una nueva escuela, de reconstruir un viejo puente, de otorgar dotaciones suficientes a los laboratorios de la universidad y a la biblioteca del Estado, de proseguir excavaciones, de restaurar monumentos, de adquirir obras de arte y, en general, todas las veces que se trata de gastar para el decoro de la ciudad, para el progreso de la cultura y para el honor de la belleza.

NO MATARÁS

Dentro de algunos siglos o dentro de algunos milenios –en tanto el género humano no esté embrutecido del todo o se encuentre casi exterminado– ésta, nuestra era presente, que nos parece superior a cualquiera que le haya precedido, suscitará estupor y repugnancia entre nuestros lejanos nietos que querrán o deberán, por razones de estudio o de curiosidad, ocuparse de nuestros hechos y de nuestros usos y costumbres.

No son pocas las formas y los hábitos de nuestra vida que nos mueven a disgusto –y quizás al horror– como el futuro histórico, pero creo y ratifico que el mayor escándalo de nuestra civilización, que es la pena de muerte, será ante sus ojos la más terrible mancha y la más infame estulticia cometida y legitimada por las costumbres y las leyes de casi todos los países de la Tierra.

Los historiadores civiles del futuro ciertamente sabrán que la Europa y la América de nuestros días reconocen el origen divino de los diez mandamientos, entre los cuales el más esencial e imperativo es, sin duda, el que ordena: "No matarás." Nuestros bisnietos encontrarán natural, aunque doloroso, el homicidio cometido por malhechores, delincuentes, frenéticos, apasionados, violentos, forzados por motivos que van desde el odio al rival hasta el afán de lucro, desde el orgullo herido hasta la exasperación por los celos y la lujuria. No los exonerarán, pero podrán comprender los homicidios cometidos en el furor de una reyerta, de una revuelta, de una batalla. Empero, se quedarán estupefactos y aterrorizados al enterarse de que algunos hombres tranquilamente reunidos, desinteresados y razonables, que han estudiado filosofía y criminología, letras humanas y escritura divina, que se dicen y se creen cristianos, puedan decidir con la mente fría, reunidos en la quietud de un salón del consejo de los tribunales, que cualquier día se trunque la vida de otros hombres, culpables con toda seguridad, pero enfermos e infelices. El mandamiento de Dios que prohíbe matar no consiente y no admite ninguna excepción ni pretexto, y menos cuando se trata de hombres que representan o que deberían representar a la justicia, la razón, la sociedad y la civilización.

Un sanguinario malviviente que asesina a una criatura humana inspira repugnancia, miedo y piedad; pero un juez con toga, graduado y asalariado que un buen día, en nombre de un códice, de un principio, de un rey, de un partido o de un pueblo pronuncia una sentencia de muerte que confía a otro hombre –a quien se denomina ejecutor– para colgar, ahorcar, estrangular, decapitar, fusilar o fulminar al condenado, les parecerá a estos estudiosos futuros de nuestro tiempo que hay en esto algo de increíble, de inverosímil, de oprobioso y de desconcertante, que confunde al pensamiento, aterroriza el corazón y perturba la imaginación. Si un ser sabio y religioso es capaz de creer que el mejor modo de castigar al asesino es asesinándolo a su vez, eso sería imitarlo, a pesar de la prohibición del Creador, de la lógica y de la caridad, y constituye la prueba de una insania moral a tal punto absurda, feroz y diabólica, que algunos de nuestros sucesores no querrán creer lo que sus ojos mirarán al tener enfrente los documentos que asientan las costumbres de todos los siglos de la historia hasta llegar el nuestro.

Tal vez presintamos que algún día se anunciará, sin estremecernos ni horrorizarnos, que los tribunales de las naciones llamadas civiles, en nombre de Su Majestad o del pueblo, han ordenado rescatar, de espantosos instrumentos, la vida de dos, siete o diez criaturas humanas que probablemente no han matado a nadie, pero que son culpables sólo de carecer de las mismas pasiones, opiniones o ilusiones de aquellos que en su momento impugnaron el bastón de mando. Solamente un gran poeta como Victor Hugo sintió, hace ya un siglo, la angustia y la abominación de esta horrible negación de la voluntad de Dios y de la piedad humana. Hoy casi nadie se sorprende ni protesta ni tiene el valor de gritar su indignación contra esta sanguinolenta salvajada. Todos somos, querámoslo o no, sepámoslo o no, cómplices silenciosos pero necesarios del verdugo.

¿CIVILIZACIÓN CRISTIANA?

Los bien entonados barítonos y bajos de las lamentaciones europeas acaban por conformar un coro a varias voces que siempre acaba con el mismo llamado o, más bien, con la misma cantaleta: "Necesitamos salvar a la civilización occidental, a nuestra civilización cristiana."

Pero, ¿tiene la civilización del Occidente todas las cartas en regla por cuanto se refiere al cristianismo?

En esta preciosa y gloriosa civilización, para empezar, vemos que los gobiernos de todos los Estados gastan y consumen una enorme cantidad de los millardos que recibe el fisco, y que recauda de los ciudadanos, para fabricar o comprar máquinas siempre más espantosas, siempre mejor adaptadas para reducir a los hombres, y hombres sanos, a la condición de cuerpos miserablemente mutilados o de cadáveres destrozados y hechos jirones. La primera idea de todos los gobiernos y de todos los regímenes es poseer un número siempre mayor de estas máquinas homicidas para que puedan completar su obra de exterminio en el menor tiempo posible, pero con el máximo número de víctimas por minuto o por hora.

Los ciudadanos deben, por lo tanto, consagrar parte de su trabajo y de su ingenio en proporcionar los medios necesarios para que posean estas máquinas destinadas –más temprano que tarde– a destruir a sus hermanos, sus bienes y, quizás, su propia vida.

Y esto aunque en todos estos países se les haya enseñado a los niños y a los adultos los mandamientos de Dios, entre los cuales uno de los más imperativos es el que dice: "No matarás."

No obstante, en estos países se lee todos los días el Evangelio en el que el mismo hijo de Dios proclamó que el hombre que maldice en su corazón a su propio hermano es, ya, un homicida.

¿Una civilización que niega, que reniega y que borra de un modo tan absurdo y feroz una de las enseñanzas esenciales del cristianismo tiene el derecho de llamarse cristiana? Y si no es cristiana, si es lo opuesto al verdadero cristianismo, ¿es lícito atribuirle un nombre que está usurpando para salvar a un mundo que obedece, sin darse cuenta, uno de los mandamientos más inhumanos del Anticristo?

SUPERIORIDAD DE ITALIA

Nuestra Italia, en comparación con los países grandes y gruesos y con los imperios potentes y prepotentes, quizás sea pequeña, pobre, mísera, arruinada, decadente, y donde habita un pueblo inquieto, voluble, pendenciero, escéptico y, sin embargo, presto a la violencia. Pero, a pesar de esta inferioridad, por verdadera o exagerada que sea, el pueblo italiano es superior a los demás pueblos de la Tierra, al menos en una cosa que no depende de la belleza de la naturaleza, de la dulzura del clima, de la grandeza de la tradición y del arte, e incluso de la aguda vivacidad de la inteligencia. Es una superioridad que los italianos debemos ante todo a su sabiduría humana y a su alma naturalmente cristiana.

En nuestro país no se ven caer cabezas sanguinolentas, separadas de su torso por una afilada hoja que deja un siniestro arco color sangre, y que ruedan a un cesto lleno de aserrín a donde también llegan criaturas humanas con el rostro vendado, con el cuello rodeado por el nudo corredizo de una cuerda que, al jalar la palanca de un piso abatible, se precipitan hacia la oscuridad del vacío y hacia la horrible muerte, ante la presencia de sacerdotes impasibles, de magistrados burócratas y de otros gélidos y anónimos testigos.

Tampoco se ven en nuestras prisiones, tras las horripilantes celdas de la muerte, a criminales que son conducidos para ser fulminados mediante la electricidad o con gas envenenado.

Ni se ve el foso de una fortaleza o un muro blanco y desnudo, en donde diez hombres armados disparan a la vez a un hombre solo amarrado a una silla, con las manos atadas a la espalda.

Ni estas ni otras atrocidades similares o absurdos espectáculos, que claman venganza ante el Dios del Sinaí o del Gólgota, se ven en Italia, mientras que suceden de manera ordinaria y casi cotidiana en países que se creen o pasan por ser más civilizados y progresistas que el nuestro.

Sólo en Italia los asesinos asesinan, sólo los homicidas matan a sus semejantes, y únicamente los frenéticos, los dementes y los brutos quitan la vida a sus hermanos. La ley italiana no conoce y no admite el derecho, por parte de los representantes de la razón y la justicia, para estrangular, decapitar, envenenar, electrocutar y fusilar a los seres humanos, aun si hubiesen cometido los peores delitos. En Italia, gracias al gran Dios Creador, no existe un oficial público llamado ejecutor o verdugo. En Italia contamos con ochocientos mil cazadores y varios cientos de sanguinarios malhechores, pero no existe un hombre que reciba del Estado un salario en compensación por los servicios prestados para truncar la vida de otros hombres.

El pueblo italiano, a pesar de tantas taras y culpas, es superior por muchos versos a otros pueblos, pero de ninguna superioridad se puede sentir tan orgulloso, según yo, como por su rechazo al terrible derecho para decidir la vida y la muerte de la criatura hecha a imagen y semejanza de Dios.

Traducción de José A. Hernández G.

*Tomados de Giovanni Papini, Le felicità dell’infelice, Florencia, Vallecchi, 1956.