Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de octubre de 2006 Num: 607


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El humor según Bergson
RICARDO GUZMÁN WOLFFER
Una nueva vida de Gianfalco*
MIRCEA ELIADE
Papini: el escepticismo
de la cruz

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA
Lúcido y contradictorio
GIOVANNI PAPINI
La historia de la historia de la caricatura
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
Aniversarios no todos redondos
RICARDO BADA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES


Directorio
Núm. anteriores
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NMORALES MUÑOZ

Belice

I

Bien es sabido que uno de los caminos para dilucidar la identidad y el origen pasa por el lenguaje, a veces liberador, casi siempre cárcel reductora. Jacques Derrida, en esa disquisición dialogada llamada El monolingüismo del otro, la ve como una condena que consigna una usufructura doble y paradójica: en el lenguaje y luego en la lengua permanecemos, habitamos la lengua y la llamamos morada y territorio conocido, de la misma manera en que la lengua nos habita; pero, al mismo tiempo, no nos ha de pertenecer nunca. Habitamos la lengua de cierta manera tangencial, vivimos en el borde de ella y desde allí transitamos en el examen de nuestra conciencia y en nuestra perenne referencialidad para con el otro; pero nunca, ni siquiera pensando en la que nos ha sido dada como "materna", seremos dueños de lengua alguna. Estaremos entonces sentenciados al monolingüismo sin siquiera "hablar" una sola lengua, y esta prótesis (como en cierto modo la denomina Derrida) marcará definitivamente nuestra búsqueda de sentido (en la lengua, en el texto) como noción inmutable, y esa relación con el otro a través de la lengua.

II

¿Qué hacer, siguiendo la provocación planteada por el filósofo judío-franco-magrebí, cuando se cree que la otredad no está sino en uno mismo, cuando el juego de espejos que empleamos para situarnos y reconocernos nos conduce a lo que creemos nuestro propio ser? Más aún, e intentando así ser más específicos, ¿cuánto de esta falta natural tiene de representable, cuánto de esta prótesis puede trasladarse a las leyes del escenario, visto como, Foucault dixit, la forma más depurada de reflexión para toda filosofía en acción?

III


David Olguín

Reseñada somera y abruptamente en este espacio (núm.405, 8/XII/2002) en ocasión de su estreno a manos de su propio autor, Belice, de David Olguín, ofrece una alternativa para ahondar en las múltiples significaciones de esta paradoja: la simulación. La simulación no como placebo y/o evasión, sino como una forma de poner en escena y con ello desmontar y diseccionar los demasiados presupuestos del origen. En la representación de lo que nos ofrece en apariencia como la búsqueda del nexo más tangible con el pasado (la figura paterna), hemos de ver un trayecto hacia la finitud de reconocerse preso en las contradicciones de habitar el ser, el mundo y la heredad. Como la escenificación que Hamlet opera para hallar a los asesinos de su padre, el viaje de Juan reelabora en la ficción teatral y configura en la escena sus fantasmagorías, sus ángulos sombríos, los reflejos de su espíritu traducidos corpóreamente en la presencia latente de ese otro, su doble ataviado como su propio padre. El juego de espejos bajo el que se nos ofrece un relato formateado a la manera de un tríptico clásico (o a la de un recorrido por el cielo, el purgatorio y el infierno) es en realidad la metaforización teatral de la revelación de lo que somos al cabo del choque con el espejo: materia finita, carne sentenciada a la caducidad, por más que depositemos en el desdoblamiento la esperanza de evitar nuestra difuminación definitiva. Siguiendo a Derrida, el teatro, en tanto que forma del lenguaje, enfatiza y confirma nuestro exilio hacia la orilla, hacia el borde de la conciencia a través de la lengua y el lenguaje, nuestra incapacidad perenne para poseer lo que creemos poseer y dominar a conciencia y a placer.

IV

Ahora que Edén Coronado decidió escenificar en San Luis Potosí su propio Belice, parecen quedar más claras (para el reseñista, claro está), las premisas y los alcances de la obra de Olguín. Ni mejor ni peor que el original (aunque vale consignar las intermitencias interpretativas de Ricardo Anaya y Héctor Esquer, el grito sin muchos matices de Jesús Coronado y la fuerza expresiva de Marie Triboulet, notable), el remontaje de Coronado circunscribe la acción a un espacio asfixiante (ayudado por Edyta Rzewuska, Xóchitl González y Melvina Orozco), remarca la clave onírica del texto en las atmósferas y el tono y, aunque demasiado anclado en lo psicologista, remarca la simulación: en el asesinato trucado de Rosa Turnaffé, como también lo hizo Olguín, se hallan un par de claves: que partir es siempre partirse en dos (como nos dice Peri Rossi) y que nunca hay que creer que poseemos nada: ni la lengua, ni la zozobra, ni las supuestas certezas bajo las que se ampara lo que en realidad es simulación.