Usted está aquí: martes 24 de octubre de 2006 Opinión Hungría

Pedro Miguel

Hungría

Hace 50 años, la tarde del 23 de octubre de 1956, miles de intelectuales y estudiantes salieron a las calles de Budapest para solidarizarse con las luchas antisoviéticas que llevaban a cabo los obreros de Polonia. Fue un detonador: en cuestión de horas, la manifestación se convirtió en un enorme movimiento en reclamo de libertad, democracia e independencia. A las ocho de la noche, el secretario general del Partido de los Trabajadores, Erno Gero, pronunció un discurso en el que calificaba la protesta de "revuelta reaccionaria"; como respuesta, parte de los manifestantes se dirigieron al edificio de Radio Budapest para pedir que se diera difusión a sus demandas; en cambio, recibieron gases lacrimógenos, primero, y disparos, después, por parte de los guardias de la Policía de Seguridad del Estado (AVH) que custodiaban el recinto. En vez de enviar ambulancias para atender a los heridos, el régimen trató de colar en los vehículos de socorro refuerzos (efectivos y armas) para los represores.

El régimen de Budapest había sido hasta entonces uno de los más torpes, entreguistas y represivos de cuantos fueron instalados por el Ejército Rojo en Europa oriental, tenía motivos para temer la furia del pueblo y esa misma noche Erno Gero pidió a Moscú que enviara tropas para contener a los rebeldes. Los tanques T-54 entraron a la capital húngara al día siguiente, pero los enfrentamientos no cesaron y el 25 de octubre los agentes de la AVH apostados en el Parlamento perpetraron una nueva masacre de manifestantes. Designado primer ministro en sucesión de Andras Hegedus, quien huyó a Moscú en compañía de Gero, Imre Nagy ofreció de inmediato reformas políticas, excarceló a decenas de opositores, formó un gabinete en el que participaban algunos no comunistas, abolió el régimen de partido único, suprimió la odiada policía política, pidió el retiro de las tropas soviéticas y llamó a la calma. Sin embargo, los enfrentamientos se extendieron unos días más y algunos de los opositores no se conformaron con derribar la monstruosa estatua de Stalin erigida en Budapest y con cercenarle unos bigotes que medían más de un metro; algunos organizaron escuadrones de la muerte para cazar simpatizantes soviéticos y ex integrantes de la AVH. Hacia el 28 de octubre se logró restablecer la paz y las fuerzas de Moscú se retiraron de la ciudad.

En todo el territorio de Hungría se formaron comités revolucionarios que asumieron responsabilidades al margen del gobierno nacional, se establecieron comités obreros en minas y plantas industriales, y empezó a conformarse un embrión de economía socialista ajena al control partidario. En ese lapso, los choques entre los remanentes de la AVH y la población causaron cientos de muertos.

En el Kremlin, en una sesión efectuada el mismo 24 de octubre, los delegados procedentes de Budapest informaron al Comité Central del Partido Comunista Soviético que el descontento húngaro no estaba fundamentado en asuntos ideológicos, sino en problemas sociales y económicos irresueltos. Pero en los días siguientes Nagy anunció el retiro húngaro del Pacto de Varsovia y la adopción, por parte de su país, de un estatuto de neutralidad semejante al de Austria. Moscú no pudo o no quiso tolerar esa defección, el 1º de noviembre envió 17 divisiones a Hungría y tres días más tarde Budapest se encontraba bajo ataque.

No hubo una resistencia organizada a la invasión. Los bolsones de resistencia, especialmente los constituidos en los barrios obreros, fueron rápidamente neutralizados por ataques aéreos y de artillería terrestre. Nagy y un puñado de sus colaboradores buscaron refugio en la embajada yugoslava, pero fueron aprehendidos días después. El ex gobernante fue mantenido en prisión año y medio, y luego juzgado en secreto y ejecutado. El saldo de la invasión fue de 2 mil 500 húngaros y 722 soviéticos muertos. Más de 200 mil personas huyeron del país, unas 26 mil fueron procesadas, cerca de 13 mil fueron sentenciadas a diversas penas de cárcel y un número indeterminado de opositores fueron asesinados en prisión. El nuevo hombre fuerte, Janos Kadar, títere de Moscú, permaneció en el poder hasta 1988. La estatua de Stalin no fue reinstalada nunca.

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