Usted está aquí: miércoles 25 de octubre de 2006 Opinión Las deshoras del PRI

Luis Linares Zapata

Las deshoras del PRI

Desde la pérdida de la Presidencia en 2000, de todas las ambiciones frustradas, el PRI no encuentra su esencia anímica ni tampoco la ruta hacia el rescate del añorado poder máximo. Por el contrario, la segunda derrota al hilo ha disuelto sus apetitos de renovación en un interminable, obsesivo, ritornelo interno por imponer, sobre cualquier otra mensura, los intereses individuales de sus directivos. Es cierto que algunos de los priístas encumbrados (pocos, hay que decirlo) trascienden sus miras íntimas para situarlas en una perspectiva de real naturaleza política, pero algunos son relegados al olvido y los demás no tienen la influencia para orientar la masa crítica requerida para la transformación. Poco o casi nada de lo que sucede en su derredor parece distraerlos de sus dramas y pugnas entre facciones y actores estelares. Forman un recoleto conjunto de enajenados practicantes de lo inmediato, del aquí y ahora, de lo que me conviene y es posible hacer ahora sin más consideraciones de costos efectivos y, menos aún, con valores que enmarquen sus decisiones y accionar.

Apartados del pulso nacional y de la cotidianidad en que se debate la ciudadanía, los priístas de renombre han reincidido, una y otra vez, en sus cortas percepciones de la actualidad como si ellos fueran, nada más pero nada menos, que el santo santorum donde se incuban y determinan los rumbos políticos, sociales y económicos del país. Hasta las emanaciones culturales y el palpitar del mundo las acomodan desde una reducida óptica partidaria. En el PRI, por lo demás, nadie es responsable de su decadencia ante el electorado; todo se juzga a partir de lo que cada quien ha rescatado para sí mismo y su presente.

Desde que fue sometido, con golpes de feroces votos, a ocupar el lugar de tercera fuerza legislativa, el PRI ha ocupado todo espacio burocrático que le deja el PAN en su titubeante e inseguro paso por los triunfos bajo cuestión. Los ha rellenado con un orgullo y ligereza que raya en la inconciencia del futuro que le aguarda más allá de los puestos de mando en las cámaras. Una presidencia más de comisión, una secretaría adicional han obnubilado a los priístas al extremo de presumir sus logros sin recato alguno. El contenido de las leyes por aprobar junto con el respaldo que las reformas estructurales le exigirán para acompasar su voluntad con la de un Ejecutivo comprometido con la continuidad, por ahora al menos, los tiene sin cuidado.

Tampoco les importan las inquietudes que ya se mueven entre su base militante. La tienen controlada, les responderá en toda ocasión para la que sea requerida, no tienen para dónde hacerse, parecen demandar como plegaria insondable y mínima valoración hacia sus correligionarios. Menos aún ocupan y preocupan las necesidades y aspiraciones del resto de la población. Ante ellos los priístas no sienten gran apego, obligación, respeto o búsqueda de contactos. Los sonidos que pronuncian en su defensa van envueltos con una gruesa capa de soberbia indiferencia.

Los priístas tradicionales, aquellos formados en las luchas burocráticas, en los pasillos del poder autoritario, en el tráfago de los intercambios de favores y hasta en las complicidades de gran calado, no se atreven a ensanchar su enfoque en el tiempo para otear lo que aguarda un poco más allá de la alianza con el PAN y el gobierno de Felipe Calderón. Les resultaría sumamente molesto para la suavidad, para la audacia con la que piensan mangonear a sus contrapartes en el legislativo y desde las gubernaturas. Si mucho, les asignan el idiota papel de las comparsas, de los viajantes sin destino que llevan atado un precio de escasa monta.

Para los priístas, situados entre partes casi irreconciliables a la izquierda y derecha de sus cercanos y personales intereses, la cosecha por ahora será abundante, piensan sin duda alguna. Así lo esparcen a diestra y siniestra los gobernadores de ese gran partido o lo que aún queda de él, que es bastante más de lo que aparece a primera vista. Así lo dan a conocer sin el menor de los rubores o con la menor atención hacia los costos que ello va acumulando en la exhausta, pero dura mirada de los electores.

La participación de los mandones priístas en el caso Oaxaca es por demás ilustrativo. Se rehúsan a sacarle al presidente Fox el buey de la barranca, sin darse cuenta que es su mismo mamífero el que ocasionó, en parte sustantiva al menos, todo el desaguisado. Defender el espacio de poder que implica una gubernatura se ha confundido con la permanencia de Ulises Ruiz, un auténtico emblema del pasado que engrosa sus filas. Los priístas se niegan a entender lo que sucede en tierras oaxaqueñas porque no quieren intranquilizar sus ya muy alteradas conciencias. Esperan que la represión, de llevarse a cabo, no los alcance, que las culpas recaigan sobre alguien más. Que la sangre, que obligadamente correrá, no tiña los ojos y la memoria de los votantes de ese convulsionado estado y, por ineludible extensión, de todos los demás mexicanos. Para ganar el tiempo necesario y evitar nuevas elecciones se aferran al acuerdo básico de gobernabilidad con el PAN. El día primero del sexenio y las reformas estructurales son su arma de combate, su escudo indestructible frente a los timoratos panistas y al débil gobierno entrante de Calderón.

La desaparición del líder nato, del coágulo de poder alrededor del que se apilaban los priístas y al cual obedecían hasta con subordinación rayana en la ignominia, ha dejado en libertino desamparo a los caciques, a los autoritarios locales, gremiales y sectoriales que tanto daño causan a la modernización de México. Vagan por las cámaras y los corrillos de poder sin encontrar puntos de apoyo que les levante la mira, que les refuerce la voluntad de cambio. Y, lo grave, prometen reformas de un Estado futuro que no están dispuestos a concluir.

 
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