Usted está aquí: jueves 2 de noviembre de 2006 Política A cada quien su democracia

Soledad Loaeza

A cada quien su democracia

La euforia que causó la caída de los autoritarismos a finales del siglo XX fue más o menos universal: una experiencia compartida por muchos en Europa del este y en América Latina, en la que por fin todos hablábamos un lenguaje común y la palabra democracia adquirió un único significado, y no estuvo más condicionada a la equidad o a la riqueza, sino al compromiso con los valores fundamentales de igualdad política y de libertad. Dejamos de ser sólo mexicanos y pasamos a ser también ciudadanos; nuestra diversidad política fue reconocida no como un obstáculo para el buen gobierno, sino como una base de legitimidad, nuestra voluntad soberana se expresaría en las urnas para elegir a nuestros gobernantes en procesos competitivos. Fue una manera de rescatar el ideal democrático de la hipoteca que le imponía la pobreza, cuyo feliz usufructuario era el PRI.

Ante la reunificación alemana de 1989 el periodista francés André Fontaine escribió que en paralelo -o quizá por efecto- de ese proceso, también se había producido "la reunificación del lenguaje", y habían desaparecido los diálogos de sordos y las platitudes de las negociaciones políticas, de las conferencias académicas y de los encuentros personales. Se terminaron los equívocos que se instalaban en las discusiones en las que unos hablaban de democracia popular, otros de democracia dirigida, otros más de democracia burguesa, de democracia representativa o de democracia liberal, entre otras muchas fórmulas. Pero el diálogo entre unos y otros era imposible porque los lenguajes eran diferentes. Después de 1989 cuando se hablaba de democracia ya sabíamos que se trataba de la democracia representativa. La experiencia del siglo había demostrado que cualquier otra únicamente servía para enmascarar realidades antidemocráticas.

En nuestro caso la reunificación del concepto democracia le quitó terreno a la retórica vacía de los políticos posrevolucionarios que se arropaban mecánicamente en los símbolos de la Revolución Mexicana. Los mismos que se acogían a la ficción de un pueblo que era como un monolito en cuyo nombre se violaba la ley, se sostenía la arbitrariedad presidencial o el monopolio del PRI sobre los cargos de elección popular. A partir de los ochentas democracia en México quiso decir elecciones limpias y competitivas, y pluripartidismo, así como los muchos y muy importantes cambios que todo ello trajo para el equilibrio de poderes, la descentralización del poder, el fortalecimiento de la opinión pública y la extensión de la participación política. La transición supuso dejar atrás aquellas otras definiciones de democracia que habían sido acuñadas para revestir el autoritarismo con la legitimidad de la soberanía popular, cuando ésta, en lugar de expresarse libremente en las urnas, se reconocía en el supuesto carisma del presidente de la República o se imponía por el peso de las concentraciones multitudinarias en las que el pueblo "como un solo hombre" manifestaba su apoyo al partido o al presidente. A partir de los años ochenta democracia era lo mismo que reglas del juego claras y aceptadas por todos los actores políticos, ya no quería decir movimiento social, y esto último quería decir precisamente eso: movimiento social.

La reunificación de nuestra idea de democracia nos permitió escapar de la fatalidad que durante décadas justificó el autoritarismo con base en la creencia de que las sociedades pobres y desiguales no podían aspirar a la democracia representativa y pluralista. Nuestra democracia tenía que ser antes social. Se nos decía que había que esperar a que se hubieran satisfecho ciertos mínimos de bienestar y de educación, y con este argumento la llegada de la democracia se mandaba a las calendas griegas.

Desafortunadamente en los últimos seis años hemos asistido a la gradual erosión del concepto único de democracia, por el efecto corrosivo de la persistencia de la pobreza y de la creciente desigualdad, así como por el discurso de los políticos que desdeñan a las instituciones. Hoy la palabra democracia aumenta la cacofonía del discurso público antes que contribuir a armonizarlo. Grupos y políticos se disputan el poder en nombre de una democracia que ya no quiere decir lo mismo para todos. Unos y otros se arrebatan muy campantes la representación del pueblo. No hay más que escuchar a los defensores de Ulises Ruiz en Oaxaca entonar los mismos lemas que los líderes de la APPO en los que únicamente remplazan los nombres. Todos gritan: "... (inserte el nombre de su líder de preferencia), aguanta, el pueblo se levanta". Ni los priístas ni los appistas asumen que en todo caso representan partes de una sociedad dividida, y el conflicto seguirá ahondándose en tanto no se reconozca que los intereses de unos y otros son reales, así como es real la responsabilidad de todos ellos en el deterioro de la vida política oaxaqueña. En el breve lapso en que la democracia quiso decir una sola cosa para todos, pudimos partir del reconocimiento de la diversidad de nuestros intereses y desde ahí reconciliarlos. Ahora, en cambio, estamos regresando al mundo en el que a cada quien su democracia.

 
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