Usted está aquí: sábado 4 de noviembre de 2006 Opinión Revolución y trauma

Ilán Semo

Revolución y trauma

La cancelación oficial del desfile del 20 de noviembre, que desde 1923 conmemora año con año el estallido de la Revolución Mexicana, es el último balbuceo por redefinir el mapa de la memoria nacional en los espectros dispersos de un proyecto que no parece encajar en ninguna de las estaciones esenciales que hacen de la historia del siglo XX una herramienta imprescindible para propiciar cualquier forma de legitimación política. Reducir este desdén al juego de las escondidillas en el que se ha recluido el panismo para evadir un debate con la oposición, y con la sociedad en general, significa disminuir las intenciones de los censores. Referirlo al teatro del absurdo que se ha empeñado en escenificar Andrés Manuel López Obrador es otorgarle una proporción que no tiene.

En rigor hay pocas iniciativas que Vicente Fox haya anhelado tanto llevar a la práctica como el borramiento de los rituales públicos que durante 80 años hicieron del simbolismo de la Revolución un espacio de la memoria de una historia reducida y subyugada a una sola de sus dimensiones: la dimensión que legitimó los anclajes del dominio del Partido Revolucionario Institucional. Pero aprovechar los subterfugios de una crisis política tan grave como la que se inició el 2 de julio, para colarse en el coliseo de la disputa por las señales del pasado como el acólito que hizo perdedizas las entradas -porque no tenía nada que decir- para que nadie pudiera ingresar a la función no hace más que dejar pendiente la función misma.

Lo que (ya no) asombra en el ejercicio panista del poder es ese estado de mudez, de exasperante mutismo frente a la inevitable pregunta por el horizonte histórico que podría datar el lugar desde donde la derecha podría iniciar, así fuese en calidad de experimento, la labor de construir su propia idea de la trama de una historia que, sin duda, está aún por rescribirse. A lo largo de seis años, hemos observado cómo el solipsismo quiso deslavar las estaciones centrales de una tradición que se remonta a la Historia de Bronce del liberalismo y continúa con las estatuas de sal de la Revolución. Pero llevado a la esfera de las identidades públicas, el solipsismo es (reiterado aquí hasta el grado de hilaridad) de simple incontinencia intelectual. Los augurios de que le derecha no contaba con las premisas elementales (digamos, incluso, alfabetizadas) para reordenar no un proyecto de hegemonía nacional y cultural (esas peras ni siquiera se simulan en ese desdentado olmo), sino unos cuantos argumentos coherentes que dieran pie a la reinterpretación de la historia nacional, se reveló como un teatro del mutismo en el que el que quita el habla sólo apuesta a que los escuchas se resignen.

En rigor, el panismo ha actuado, en la batalla por los símbolos de la nación, como lo hicieron los bonzos del PRI desde los años 40, que creyeron que bastaba tan sólo con suprimir las evocaciones del pasado para acabar en el olvido o el borramiento de las latencias de ese pasado.

La historia de la Revolución Mexicana, que fue escrita como una trama épica y consagratoria que hizo posible la forzada legitimidad del PRI, encierra en su seno acaso otra historia más profunda, radical, aún no revelada, no puesta en la escena de la actualidad, que es la latencia de un gigantesco trauma. Un trauma que acabó hundiendo en la atonía no sólo a sus víctimas sino sobre todo a sus propios vencedores. Trauma reprimido por ese sistema de negaciones que fue la historia oficial, tan celosamente cultivada por las maquinarias culturales del régimen que se niega a morir, y ahora por el grado cero de la dicción intelectual que el catolicismo político ha mostrado en su ejercicio como partido gobernante.

Habría acaso que pensar como Dominique LaCapra, que en la anomia de la historia todo lo reprimido retorna, eso sí, de la maneras más desquiciadas y evasivas, para anclarse como un espejo deformado y deformante en que la aparente fuga de la historia se vuelve la frustración interminable de postular un futuro posible.

 
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