Ojarasca 115  noviembre 2006

El año más difícil para los mojados

"Donde el tiempo te persigue"
 
 

Alfredo Zepeda



El año de 2006 ha sido el más difícil para los otomíes, nahuas y tepehuas que intentaron cruzar al otro lado desde 1994, cuando comenzó la emigración.

Al debate sobre la ley Sensenbrenner --y a las movilizaciones históricas en decenas de ciudades estadunidenses, preludio del "día sin mexicanos" el primero de mayo--, se sucedieron dos reacciones. Por una parte, los american citizens se vieron en el espejo de un país donde los indocumentados ya son parte y no pueden ser llamados ilegales, sin más. Por otra, apareció la inercia de la mayoría que se desinforma cotidianamente en cnn y respira la paranoia del terrorismo, diseminada por la propaganda de la Casa Blanca. Para ellos, los que cruzan por el Bravo o por el desierto de Altar son illegal aliens, expresión que el diccionario de Oxford aplica al "extranjero indeseado" y también a los extraterrestres.

Después de la decisión del senado de construir un muro fronterizo, la Guardia Nacional se sumó a los policías de la Migra por toda la frontera de Sonora con su aparato de sensores y rayos infrarrojos para rastrear los desiertos al norte de Sonoyta. Atraparon a Juan Casimiro y a Mario Ramón de El Papatlar que ya llevaban un día y dos noches de travesía entre arenas y huizaches, junto con un grupo de treinta mixtecos de Huajuapan. Esta vez no los echaron de este lado de la frontera después de la redada, como acostumbraban. Los entregaron a la gente del Grupo Beta que, con toda ilegalidad y cortesía los subieron a un autobús especial y los condujeron en viaje de treinta horas hasta Pachuca y de allí, en camionetas, hasta donde termina la brecha de Cerro Chato a dos horas a pie de su comunidad.

Malaquías Hernández y sus dos hermanos, de la comunidad nahuatl de Conquextla, intentaron pasar con un grupo de Ilamatlán. Los soldados los rastrearon por los matorrales de Altar. El pollero los abandonó en el monte. En el silencio oscuro de la madrugada el susto se les metió al corazón cuando empezaron a escuchar los cascabeles de las víboras. Solamente acertaron a encontrar la carretera para entregarse a la Migra. En la cárcel, amontonados con otros trescientos capturados de Guerrero y Acatlán de Osorio, las policías ficharon sus caras y sus huellas. Y les dieron a escoger: "el presidente Bush ha pagado un avión en Tucson para que regresen a la ciudad de México. Si aceptan, mañana están cerca de su casa. Si se niegan, los dejamos en la frontera. Pero a la segunda pasada los agarramos y se quedan seis meses en el bote".

José Luis Herculano, sentado en la cama baja de la litera en el cuartito de la 153 del Bronx, platica las tres noches de andar por las dunas escondiendo sus pasos de la Migra, y los días sin poder dormir por cuidarse de los alacranes y las mahuaquites. "Este año había polis por todos lados. Hace dos años crucé con sólo seis horas de caminar. En las noches se me aparecen en el sueño los que encontramos de otro grupo, tirados debajo de los nailones para tomar algo de sombra. No tenían agua. A nosotros nos quedaban unos tragos solamente. Seguro se murieron".

La apuesta por la dispersión es como trepar, abriéndose paso a codazos entre laberintos y obstáculos sembrados por los gobiernos y sus leyes. Pero nadie lo hace solo. El "nosotros" de la comunidad funciona aquí y en el otro lado.
 

Hasta New Rochelle, por la vía del tren rojo que sube de Manhattan llegaron los otomíes de Ayotuxtla. Bartolo Francisco Cayetano, que ya lleva cuatro años allí, se admira de los más jovenes que acaban de acomodarse en el apartamento frente al parque Roosvelt: "Ahi anda el Hilarino Sánchez Antonio. Con qué trabajos llegó, tras un mes de lidiar con la migra en el paso de Agua Prieta. Pero todo aprende. Al poco pasó del dishwashing a busboy en el restaurant. Se le hace fácil. Trae su melena como salvadoreño. Juega cáscara en la noche con los hijos de los indianos, y de ellos se le pega el inglés. Ya mandó billetes a su papá para la varilla y el cemento de su casa".

El propio Bartolo ya domina el movimiento del restaurant Shirley, de comida indiana para llevar. Vive con Babu y Bain, los cocineros de Kérala, tambien inmigrantes, para no pagar renta. Todas las mañanas se va con ellos en la camioneta hasta la Tremont del Alto Bronx. Con Bain aprende a hacer los platillos de la India, el pollo con curry, las tortillas chicas de harina que llaman chapati y las grandes que llaman nan. Después de cocinar, se la pasa llevando "delivres" al barrio de Fordham. Toma clases de inglés el martes por la mañana, y Babu le enseña el idioma maleali mientras lavan las ollas entre nubes de vapor.

Igual en el barrio de Astoria en Queens, Cirilo Teodoro Petronilo y otros cuatro otomíes de N'dení completan el equipo de los nahuatl de Tlachi y Chicontepec y enfrentan todo el verano el trabajo intensivo, acumulando jornadas hasta de catorce horas en la fábrica de dulces Dash Misti, de los musulmanes de Bangladesh en la calle Crescent. Son responsables de alistar cientos de pedidos especiales de dulces de leche cortada para la fiesta del Ramadán que comienza a fines de septiembre. Aprenden de Mohamed y del supervisor Mahomut todo el proceso, desde amasar las harinas hasta empacar delicadamente cada pequeña pieza, de modo que conserve el sabor exacto y húmedo para el día de la ofrenda de Alá.
 

Estas peripecias no las resisten los mayores. Los de más de treinta años de edad se han venido quedando ya en las comunidades, después de dos o tres vueltas al otro lado. Beto Ruperto compara: "Acá en el cerro del Zapotal, en la mañana te sientas y miras cómo viene saliendo el sol por Tierra Colorada. Piensas lo que te conviene trabajar en el día, pobremente, en lo propio o ayudando de peón a otro compañero. Allá en Flushing te levantas y el reloj empieza a perseguirte, llegas al carwash y el tiempo te persigue. Estás contando las horas que juntas para que te salga el día y la semana y estás calculando lo que sobra de la renta y la comida para mandarle algo a la Rosita. Y así diario. El día de descanso es nomás para reponer el sueño".

Pero no sabemos lo que va a pasar, piensa Salvador Cristóbal, de la comunidad de Tohé. La mayoría de los jóvenes de allí andan fuera. Los que querían pasar al otro lado este año y no pudieron se fueron a cosechar las tunas a Teotihuacan o a plantar chile a Coahuayana, en el límite de Colima y Michoacán, junto con los nahuatl de Aquila, o a cortar tomate al norte de Tepic en contratos de setenta días.
 

A Genaro Ramón y a Abundio Casimiro, casi abuelos a los cuarenta años, se les va asentando un pensamiento: "El trabajo para la vida está acá en la sierra. Nueva York es para un rato, así sea de cinco o diez años. Ajusta para construir casa bien con su aplanado y para unas vacas. Además que allá no es lugar para la familia.

"Ya vamos sabiendo que los gobiernos miran para otro lado y, si voltean para acá, es para desbaratar la tierra comunal con el Procede o para acabar nuestras semillas con trangénicos a escondidas.

"Cuando todo eso pensamos, nos aparece que mucho es contar unos con otros, para la faina, las cooperaciones. Lo de nosotros es cuidar el lugar donde el Dios nos puso. Que el maíz madure en nuestras milpas. Tener dinero para curarnos, pero recordar que sin dólares vivieron nuestros anteriores, y no les faltó".
 
 

Alfredo Zepeda es miembro del Comité de Derechos Humanos de la Sierra Norte de Veracruz

13-EN

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