Usted está aquí: domingo 19 de noviembre de 2006 Opinión La tolerancia y las sociedades de convivencia

Carlos Monsiváis

La tolerancia y las sociedades de convivencia

¿Por qué dedicar internacionalmente un día especial, el 15 de noviembre, a lo que debería ser lo normal en las sociedades, los sectores religiosos, los grupos, las familias y las personas? Y, de modo complementario, ¿cómo se produce el viaje semántico del vocablo tolerancia, que por un tiempo largo significó el dejar que eso que me molesta continúe, porque aunque me molesta lo considero indispensable en la formación de mi amplitud de criterio? Luego del despliegue genocida del nazifascismo, la tolerancia se vuelve relevante porque se opone al aplastamiento de lo distinto, del Otro y de la Otra, a cargo del dúo fundamentalista, el capitalista neoliberal y el integrismo islámico. Especialmente en los años recientes la tolerancia es un gran instrumento interpretativo que recupera la herencia de Voltaire y Víctor Hugo, de los liberales de la Reforma, de Juárez y Francisco Zarco, y siempre se pone al día porque la renovación de los prejuicios obliga a cambiar los métodos de enfrentamiento.

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Tolerancia hoy no quiere decir ni mucho menos aceptar desdeñosamente lo Distinto (las prácticas, las convicciones y las conductas cuya legalidad se desconoce al no aprobarlas la mayoría). La tolerancia ­y son notables las mutaciones de esta palabra clave­, va del "Acepto que existas, pero conmigo no te metas", a la reivindicación de los derechos constitucionales y la lucha por las modificaciones de la ley en los casos donde lo legítimo debe ser en justicia transformarse en lo legal. Y el ejercicio de la tolerancia actual se inicia en la crítica al papel negativo y devastador de los prejuicios, esos juicios sumarios que siempre usan las prohibiciones en el papel de los razonamientos.

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Hablar de sociedad es unificar a la fuerza procesos y visiones muy variados, por eso prefiero decir que las sociedades que pueblan México han sido profunda y profusamente intolerantes, y por eso, en enorme medida, las transformaciones civilizatorias vienen del enfrentamiento a la intolerancia, desde la denuncia de José Joaquín Fernández de Lizardi (muy en seguimiento de Voltaire) por el linchamiento de un súbdito inglés que no se quitó el sombrero al paso del Viático, a las protestas en 2006, porque en Aguascalientes se expulsa a un niño de una escuela primaria por sus modales "afeminados". (Supongo que lo que sigue serán demandas a la SEP de videos donde se enseñen los movimientos y el tono de voz intrínsecamente viriles). En 1857 se debate agudamente el significado de la tolerancia en el Congreso Constituyente, porque entonces la mayoría de los liberales aún no admite la coexistencia de credos. Si se tolera otra religión, se insiste, se difama la fe verdadera que es base del país. Y la Ley de Libertad de Cultos es, en rigor, el principio indetenible de la modernización mental. Esta es la lógica "Si acepto que alguien crea o actúe de modo distinto al mío, confirmo la premisa: a mis acciones y mis convicciones no las debilitan los ejemplos alternativos o contrarios". Esto es determinante porque el prejuicio, si algo, es una gran variante del miedo, definido como el apego idolátrico a las convicciones propias que si se modifican en algo hacen que la persona se desconozca a sí misma.

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A la intolerancia ­y a sus instrumentos: las persecuciones, las prohibiciones, la censura­ se le deben muchos de los encierros específicos de la nación. En el campo religioso el hostigamiento a los protestantes desde, por lo menos, finales del siglo XIX, depende de un motivo irrenunciable: no pasarán. Tráigase a la memoria una cauda de imágenes: pastores asesinados con balas o a puñaladas o a machetazos o arrastrados a cabeza de silla, templos quemados, congregaciones expulsadas de sus pueblos (con despojo de propiedades de por medio), oposición municipal a que se construyan templos y a que los evangélicos se reúnan en casas particulares, pedrizas cotidianas contra las iglesias, linchamientos considerados un freno a los rituales del demonio. En 1968, el episodio de San Miguel Canoa, Puebla, ejemplifica los procedimientos: se convoca a los pobladores con las campanas de la iglesia, se convoca al pueblo a destruir a los extraños, se les acosa, se les golpea, se les mata, y luego las autoridades se asoman al lugar, se retiran con presteza y... no investigan nada. Todavía este año, en nombre de la libertad religiosa, se les han negado derechos irrebatibles a varias comunidades disidentes, aunque el contexto varía. Antes, las comunidades y la opinión pública aprueban de modo tácito o explícito las persecuciones, y cuando ocurren los episodios gravísimos no se publica una línea. Ahora la protesta ya
se filtra a los medios escritos y, aunque con cierta timidez, los agraviados organizan sus comisiones de Derechos Humanos, y levantan sus demandas ante las comisiones correspondientes. Hago un aparte y señalo la importancia jamás disminuible del concepto de los derechos humanos en comunidades y personas habituadas a que se minimicen o ignoren sus protestas y sus derechos. Y que no insistan en las calumnias a las comisiones porque "protegen a los delincuentes", las comisiones no amparan a los delincuentes sino a los sometidos a la barbarie, esa tan auspiciada por quienes consideran natural la tortura.

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Los linchamientos, esa monstruosidad de "la justicia en propia mano", de repercusiones tan horribles en la América Latina de las décadas recientes, adquieren otra dimensión al esparcirse la desconfianza en el Poder Judicial. Al ser, en efecto, acciones comunitarias, el salvajismo de los linchamientos inhibe a los que no quieren discrepar del Pueblo, y por eso no se da el rechazo enérgico de las autoridades, las iglesias, los sectores, los comentaristas. Y aún se escucha, aunque ciertamente cada vez menos, el uso difamatorio del "¿Y quién es Fuenteovejuna?/ Todos a una" a modo de fórmula de exculpación.

Examínese la suma de episodios regionales y capitalinos de personas linchadas por motivos que incluyen la violación, las acusaciones de brujería. El robo de unas llantas, las "visitas sospechosas" al pueblo, la práctica de otra fe, o, como en el caso doloroso de Tláhuac hace dos años, las acusaciones de una vecina a dos policías que "vienen a secuestrar niños". La televisión transmite durante un tiempo eternizado las imágenes que ratifican dolorosamente la impotencia de millones de espectadores: los policías que demandan auxilio golpeados hasta el límite, la turba feliz en su posesión de cuerpos como bultos, los Medios que registran lo ocurrido sin poder intervenir, el júbilo de algunos participantes, y el rechazo del horror que garantiza la plena humanidad de unos cuantos. Es obvio pero debe repetirse: nada justifica un linchamiento y argumentar los usos y costumbres de las comunidades, además de absurdo, "redime" la intolerancia de siglos en nombre de la idolatría: la voz del Pueblo es la voz de Dios.

Un buen número de los usos y las costumbres se justifica; otro, inadmisible, tiene que ver con los derechos de las mujeres y la libertad religiosa. Por eso, no tiene sentido la reivindicación totalizadora del concepto. En este tiempo, ¿cuáles usos y cuáles costumbres se admiten sin más? Y también, de manera complementaria, deben reconsiderarse los vínculos entre las sociedades y la policía. Se explica perfectamente la crítica a la policía, en especial la Judicial, pero eso no desaparece lo innegable: cada año mueren asesinados en el país veintenas o cientos de policías en cumplimiento de su deber. Negarlo es un acto de intolerancia y desinformación que deshumaniza a los que lo niegan y acentúa en la policía la noción de una sociedad enemiga. Es preciso aceptarlo: esos policías asesinados, heridos, mutilados, son parte de las sociedades.

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La intolerancia del Estado nunca es admisible y de allí el oprobio histórico de las campañas gubernamentales de desfanatización en las décadas de 1920 y 1930. La represión y la destrucción nunca persuaden, aunque éste es un argumento secundario: el central es la obligación del Estado que debe proteger y respetar las creencias de todos. También debe decirse: la respuesta de los cristeros durante esa guerra de tres años es también sangrienta, y antes de serlo, muchos de los mártires fusilan, martirizan, desorejan maestros rurales, violan maestras ante sus alumnos, cuelgan de los árboles a sus enemigos. Y si las guerras religiosas son irrepetibles, se precisa la crítica a los procedimientos de ambos lados. No se pueden oficializar o beatificar las cargas de fanatismo y voluntad de exterminio.

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Un capítulo imprescindible de la intolerancia: los crímenes de odio, aquellos dirigidos contra la especie o el género de los "sexualmente despreciables". De principios del siglo XX a nuestros días es interminable el número y la diversidad de los victimados, esas personas a las que, por lo común, el asesino recién conoce, y que a sus ojos encarnan la subhumanidad, la fragilidad física y síquica que pone de realce la importancia de quien desaparecerá. El término crímenes de odio se implanta a finales del siglo XX a raíz del asesinato del joven Mathew Shepard (22 años), al que ­sólo por su condición gay­ dos delincuentes torturan y abandonan como espantapájaros en una cerca. El asunto conmueve a un sector amplísimo de la opinión pública estadunidense y lleva al presidente Clinton a incorporar el delito de "crímenes de odio" en el Código Penal.

En México, los crímenes de odio, la suprema demostración de intolerancia, han cobrado miles de víctimas, muchas más de las registradas públicamente (la pena de las familias solapa a los homicidas). A los gays en busca de aventura sexual se les mata en sus casas o departamentos, en la calle o en hoteles de paso, y la prensa amarillista (la homofobia informativa) los califica de "mujercitos" que "se llevaron lo que se merecían". Allí están en las primeras planas de las publicaciones amarillistas, torturados, acuchillados, estrangulados, asfixiados, con letreros con sangre en las paredes: "Lo maté por maricón". Las raras ocasiones en que se les detiene, los victimarios alegan haber sufrido "acoso sexual" o farsas similares. Basta ver las declaraciones del "Sádico", el sujeto que este año, con ayuda de dos cómplices, secuestró, torturó dilatadamente y exterminó a cuatro jóvenes que no conocía pero que "provocaban con sus miradas en la calle". Y basta ver también cómo a los Medios no les interesó el asunto. Esa es la indiferencia de odio.

Se podrían definir como crímenes de odio muchísimos feminicidios, una palabra que notifica el sexo de la víctima, algo indispensable, pero que no sitúa la índole del machismo sanguinario, que actúa a cuenta de la supremacía física. Los casi 500 feminicidios de Ciudad Juárez cumplen con los requisitos de los crímenes de odio: los asesinos van (así, de modo literal) de cacería, no conocen a sus víctimas pero las odian por su condición de seres violables e indefensos, el "delito mayor".

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Lo expresó magníficamente César Vallejo: "y desgraciadamente hombres humanos,/ hay hermanos muchísimo que hacer", y no hay duda: la intolerancia retiene un número enorme de posiciones y reflejos condicionados (por ejemplo, las burlas a los defensores de los derechos de los animales, lo que incluye desde luego el desdén ante la crítica a la barbarie de las corridas de toros). Esto es cierto, pero no debe minimizarse lo conseguido y lo irrebatible del desarrollo de la opinión pública. Hace casi un siglo el filósofo Alfred North Whitehead escribió: "Nada puede detener una idea cuyo tiempo ha llegado", y la certeza de este axioma se observa en el reconocimiento creciente de los derechos reproductivos, y en hechos de diversa índole (verbigracia: el gobierno de la derecha ya no se atreve a decir "Iglesia" y muy a su pesar, chiquillos y chiquillas, habla de "iglesias"; es cada vez más activa la defensa de los derechos de los niños; se intensifica la resistencia femenina a la violencia intrafamiliar; se extienden las antes clandestinas denuncias por violación). Y hace poco se vivió un acontecimiento de la mayor importancia vinculado a una idea cuyo tiempo ha llegado: los derechos de las minorías. La Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó la Ley de Sociedades de Convivencia.

Al respecto, se le adjudica el triunfo a los activistas que desde hace siete años han promovido esta ley, esto es innegable y justo, pero lo histórico del hecho radica en lo antes impensable: la victoria de los activistas se integra al avance social en donde muchos participan, a la lucha contra los prejuicios y sus poderes confesionales y mediáticos. Lo histórico proviene de la alianza de las demandas específicas y las consideraciones de quienes ya se oponen a la sociedad de las exclusiones. Al reconocer como suyos los derechos de las minorías, la Asamblea Legislativa proclama su compromiso con la sociedad que por ser diversa no admite que, ansioso de prohibir, el fundamentalismo declare su representación exclusiva del monoteísmo, con todo y ordenanzas (¡Ah, esos obispos que señalan airados y sin inmutarse que en la Biblia Dios se opone al condón!). Y examínese el modelo de sociedades de convivencia aprobado en la ciudad de México, que no es exclusivo para las parejas gays o lésbicas ni tampoco reclama un vínculo o trato sexual. En la exposición de motivos de la iniciativa se anota: este tipo de sociedades puede establecerse "en aquellas relaciones en las que no necesariamente exista trato sexual, sino sólo el deseo de compartir una vida en común, basada en auténticos lazos de solidaridad humana, de comprensión mutua y apego afectivo". La única limitante: que no exista parentesco o lazos de consanguinidad hasta en cuarto grado.

En esencia, observa Jenaro Villamil, la ley amplía significativamente los derechos de todo tipo de parejas sin certeza jurídica en su unión, que no le generan a sus parejas derechos sucesorios, ni asumen deberes recíprocos. Este elemento era común en el caso de decenas de uniones entre gays o lesbianas e, incluso, entre ancianos o personas de la tercera edad que compartían un espacio con algún amigo o amiga. Al morir uno de los individuos, su pareja no podía reclamar derechos sucesorios. Muchos de sus bienes pasaban a formar parte de la beneficencia pública o, en el peor de los casos, se generaban serios conflictos con los parientes cercanos, reconocidos como
los "herederos legítimos".

A pesar de estos avances, hay varios puntos pendientes para el reconocimiento pleno de derechos entre uniones de este tipo. El principal es la posibilidad
de proporcionar seguridad social y otro tipo de prestaciones a alguna de las parejas que carezca de ella. Para lograr este punto se requiere aún una reforma en la ley federal sobre la materia.

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Celebramos un hecho primordial jurídico y ético, otra más de las comprobaciones de lo evidente: los puntos de vista son respetables, la oposición irracional a los derechos elementales no lo es, y la modernidad le concede la razón a muchísimas ideas cuyo tiempo ha llegado.

Felicito a los activistas, a los asambleístas que votaron afirmativamente, a las personas directamente reconocidas por la ley, y a la entidad más benefi-
ciada por la diversidad de razones, la ciudad de México.

Esta vez los intolerantes ni han vencido ni han convencido.

 
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