Usted está aquí: sábado 25 de noviembre de 2006 Opinión Tortura en México: ¿hacia adelante o hacia atrás?

Editorial

Tortura en México: ¿hacia adelante o hacia atrás?

Durante este sexenio México fue incapaz de frenar el flagelo de la tortura practicada por autoridades policiacas y de procuración de justicia, pese a la promesa del mandatario de acabar con este delito. De acuerdo con el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas, esta práctica y el uso de violencia excesiva durante operativos de seguridad pública persisten en el país, cuya legislación contiene graves deficiencias y omisiones en el tema.

Según el comité de la ONU, las autoridades recurren a tipos penales menos graves para tipificar la tortura, situación que degenera en un bajo número de denuncias por estos crímenes ­el gobierno federal tan sólo reconoce 72 casos durante esta administración­, lo que a su vez deriva en la impunidad de los funcionarios públicos que han incurrido en estos delitos.

Ante la persistencia de estos crímenes y las fallas del sistema judicial ­que, por ejemplo, permite la prescripción de los delitos de lesa humanidad­, el comité formuló varias recomendaciones, como garantizar que las autoridades recurran a la fuerza como último recurso y en función de las necesidades del caso, lo que evitaría excesos como los registrados en San Salvador Atenco, donde varias mujeres sufrieron abusos sexuales durante su detención. Asimismo, propone homologar las legislaciones federal y estatales sobre estos crímenes, que ninguna confesión obtenida mediante la tortura sea utilizada en una corte, la aplicación del principio del proceso debido en la valoración de las pruebas y establecer el principio de inocencia durante los juicios, entre otros asuntos.

Estas recomendaciones se explican porque en México la práctica de la tortura se ha caracterizado por la impunidad de quienes la cometen, desde los funcionarios públicos, políticos y militares que participaron en la guerra sucia (de 1960 a principios de los años 80), hasta los agentes policiacos que usan la violación de los derechos humanos como una herramienta en su trabajo, así como las autoridades que la protegen y la justifican. Esta situación tiene un alto costo: por un lado, la tortura mina la confianza de la ciudadanía en su sistema de justicia y en sus instituciones, deriva en investigaciones deficientes y mantiene a un bajo nivel la eficiencia de corporaciones policiacas y agentes del Ministerio Público, entre otros males. Por el otro, ofrece una imagen negativa de México en el exterior, lo que le resta credibilidad al país en el concierto mundial.

En tal contexto, es muy preocupante el posible nombramiento del gobernador de Jalisco con licencia Francisco Ramírez Acuña al frente de la Secretaría de Gobernación. Las comisiones nacional y jalisciense de Derechos Humanos, así como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, han denunciado que durante su gestión la tortura se incrementó en el estado hasta más de mil por ciento. Adicionalmente, sostienen que en Jalisco la impunidad en la investigación y sanción de estos delitos es de 100 por ciento. De hecho, el gobierno de Ramírez Acuña tuvo un carácter represivo: tan sólo hay que recordar los salvajes excesos perpetrados contra los altermundistas durante la cumbre de América Latina, el Caribe y la Unión Europea, en mayo de 2004; la represión contra integrantes de El Barzón y estudiantes, y la persecución de algunos grupos sociales, como jóvenes de colonias populares, cholos, travestis y prostitutas, entre otros. Si esa fue su actuación en el gobierno estatal, cabe preguntarse qué haría como titular de Gobernación ante un caso como el conflicto en Oaxaca, Atenco o incluso una delicada situación política como el plantón realizado en el Paseo de la Reforma por simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador.

Así, el estado del país respecto de la tortura obliga al presidente electo, Felipe Calderón, a reflexionar profundamente sobre las medidas que debe aplicar para terminar con esta lacra y las implicaciones de nombrar a un personaje sin ningún mérito en el respeto a las garantías individuales al frente de una dependencia de vital importancia para la gobernabilidad durante su mandato.

 
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