Usted está aquí: lunes 4 de diciembre de 2006 Opinión Hoyos en el agua

Hermann Bellinghausen

Hoyos en el agua

Desde el futuro de su infancia, un día llega al pie de una cascada silvestre, saltarina, la cabellera suelta y "feliz de salpicar", piensa. Y quién sabe por qué, se acuerda de Olga, la niña de la acequia allá en el pueblo donde vivió las primeras partes de su vida.

Era el semidesierto. Bajo un solazo que en invierno enfriaba. Le daba por vagar en el monte de los alrededores del pueblo. Cuando menos no había gente. Así llegó un día a la acequia, y en sus márgenes encontró a Olga, una niña de su edad que vivía allí con su padre, su madre, una hermana quinceañera y un hermanito. Aparte del pueblo. Clarita se descubrió pensando que eran todavía más pobres que ella que tenía que vivir en un salón de la escuela. La casa de Olga consistía en tablas y cartón, casi un solo cuarto. En la escuela cuando menos había baño, y eran ella y su mamá nada más.

Olga caminó hacia el canal. "Ven" dijo a Clarita y le mostró un hoyo que había hecho, como para meter todo el cuerpo. "Sacas una piedra, y enseguida su lugar se cubre de agua". Olga se desvistió y se introdujo en su estanque particular hasta el cuello, sonriendo. "Hazte uno tú", recomendó a su nueva amiga.

Esta encontró bien la idea y se aplicó a sacar piedras del borde del canal, ora sí que cavando el agua. Se acuclilló y comenzó a extraer. Pronto necesitó meterse para alcanzarlas. El hueco estaba anegado. Ya qué. Vestida, se metió entera. La invadió una inexplicable sensación de territorialidad. De lugar propio. Afuera el solazo seco, el terregal, el estiércol de las vacas. A unos metros Olga chapaleaba y le decía de cosas. A ella, tan adusta y seria, rebelde a los demás niños y a los adultos, le pareció divertida. La alegró descubrir una amiga.

Así se estuvieron la tarde. Jugaron otras cosas para dar tiempo de que se secara la ropa de Clarita. Ya para anochecer se despidieron. Olga la encaminó un tramo, sin alcanzar el pueblo, allí no querían a su familia. Por alguna razón, Olga y los suyos no se juntaban con nadie, y nadie se juntaba con ellos. A fin de cuentas vivían fuera de la urbanización.

Entendía a Olga. Se entendía con ella, que era rara, más rara que ella.

Llegó a casa de su abuela contando de la niña de la acequia sin mencionar la parte del agua. Que se divirtieron mucho. Se habían hecho amigas. Nunca recibió mayor reprimenda de su abuela que la de esa noche.

Qué para que fue tan lejos. Que cómo se le ocurría juntarse con "esa gente". Que ni se les acercara. Eran mal vistos, y además la hermana quinceañera de Olga "era una puta", que quién sabe que era pero sonaba grave. La prohibición fue total, y más tarde secundada por la madre de Clarita. Así fue en adelante.

Deben ser las rocas desordenadas en el río y la orilla de la cascada convertida en poza fuertemente azul, que Olga le inunda los recuerdos con sus piedras y su agua, su voz melodiosa y su inesperada proximidad física. Fugaz como había sido, el encuentro en la acequia le alcanzó el cuerpo. Ese cuerpo que en aquel entonces aún desconocía y ella trataba de ignorar.

Qué grande era el sol del desierto. Y el cielo, inmenso. No los extrañó de grande. Años después, contemplando una cascada reidora en la selva, en un río sin nombre, Clara recobra unos instantes un aliento que parecía perdido. No puede sino inhalar desde el futuro, como hace siempre, el oxígeno de la libertad.

 
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