Usted está aquí: martes 12 de diciembre de 2006 Opinión En olor de impunidad

Pedro Miguel

En olor de impunidad

Más le habría valido que lo mataran hace 20 años, el 7 de septiembre de 1986, en el intento de tiranicidio cometido por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, en la cuesta de las Achupallas. Habría pasado a la historia como un asesino sangriento, despiadado e íntegro en su maldad, como Hitler y Mussolini. Pero los atacantes se equivocaron en la selección y el uso del armamento, el Mercedes Benz blindado hizo su tarea y el chofer presidencial mostró un temple admirable, y Augusto Pinochet salió casi indemne del episodio y sobrevivió dos décadas más, perdió el poder absoluto, perdió su cargo de comandante en jefe del Ejército, perdió su inmunidad como senador vitalicio, perdió la libertad en una ocasión, perdió a la gran mayoría de sus incondicionales y perdió el decoro.

Vivió sus últimos años en una degradación extrema, acosado por acusaciones relacionadas con sus viejas atrocidades, por enfermedades degenerativas y por su propia impericia como ladrón de fondos públicos. La humanidad ya tenía demasiado con los esqueletos de los opositores torturados y asesinados, dispersos por todo el territorio chileno, con el recuerdo vivo de las torturas en el alma de miles de víctimas, con la rabia por la democracia traicionada, con el dolor del exilio, con el inmenso retroceso civilizatorio de la opresión, la falta de libertades y la censura.

Pero el General se superó a sí mismo y a ese saldo de violencia y muerte le agregó la pestilencia de la corrupción: pinocheques, saldos inexplicables en el banco Riggs, depósitos de oro en Hong Kong, hijos y el escándalo de hijos y nietos insolentes, vándalos y criminales. Con esa trayectoria, son ya muy pocos aquellos a quienes les queda margen para expresar dolor ante la muerte del tirano: los familiares beneficiarios del hurto, algún despojo humano, como Margaret Thatcher, y jóvenes acaudalados que fueron a la Academia Militar de Santiago a hacer el saludo nazi sobre un féretro que recibió las bendiciones de Francisco Javier Errázuriz, cardenal arzobispo de Santiago. Si se ve en retrospectiva, el atentado del 7 de septiembre de 1986 en Cajón del Maipo tenía como propósito liberar a Chile y a la humanidad de un dictador vesánico pero, de no haberse malogrado, habría conseguido también liberar a Augusto Pinochet de sí mismo y de un destino humillante y vergonzoso.

Ahora ese cadáver cachetón y sobremaquillado, expuesto ­más al morbo que a la piedad­ en una sede militar de la capital chilena, ha perdido importancia. Hay que mirar hacia adelante.

La muerte natural de un carnicero ­de lo que quedaba de él­ genera serenidad y alivio. Pero Pinochet deja tras de sí algo más que recuerdos de la pesadilla y fortunas mal habidas. No estaría de más recordar que en el Chile posterior al 11 de septiembre se aplicó por primera vez un modelo económico que fue luego catapultado como receta mundial por la Revolución Conservadora de Thatcher y Reagan y que permanece vigente en varios países de América Latina ­Chile y México, entre ellos­ y que viene siendo algo así como la continuación de la tortura por otros medios. Cada vez que se practica una "desincorporación" al Estado, cada vez que se desampara a los productores locales en aras de impulsar el libre mercado, cada vez que se practica la contención salarial con el pretexto de la lucha contra la inflación, cada vez que se ofrece una patria de regalo al capital financiero, cada vez que se sacrifica el presupuesto educativo para fortalecer el que se destina a los uniformados, se brinda un homenaje ­sería bueno pensar que involuntario­ a la memoria del gran genocida.

Además, algunos de los métodos de gobierno del General han sido legitimados a últimas fechas en varios lugares, en especial en Washington, donde George W. Bush decidió que estaba bien torturar, secuestrar y desaparecer a sospechosos de terrorismo. Los vuelos secretos de la CIA convirtieron los cielos de Europa y Medio Oriente en una proyección contemporánea del Estadio de Santiago, emblema de la barbarie. Los pasajeros de primera clase han estado compartiendo altitud, desde entonces, con infelices a los que se les quiere sacar la sopa mediante coerciones físicas. Y algunos gobiernos "democráticos" recurren a las golpizas, los abusos sexuales de las detenidas y las capturas sin orden de aprehensión de opositores pacíficos.

El carnicero ha conseguido ­por fin­ morirse sin ayuda de terceros y en olor de impunidad. Pero algo de él, algo hediondo y repugnante, se quedó impregnado en este mundo.

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