Usted está aquí: jueves 21 de diciembre de 2006 Política Seguridad

Adolfo Sánchez Rebolledo

Seguridad

Felipe Calderón consiguió pasar las primeras semanas en Los Pinos en una atmósfera de exagerada protección mediática, asumiendo las expectativas entusiastas de sus partidarios como si se tratara de una segunda vuelta disputada exclusivamente en el campo de las encuestas. Y es que, luego de la tormenta poselectoral, cualquier remecida parece brisa primaveral. Más allá de ciertos tropiezos presupuestarios iniciales y otros mensajes simbólicos, el tema que marca los primeros días del sexenio (y el "estilo personal" de Calderón) es el de la seguridad en sus dos vertientes: el operativo policiaco-militar contra el narcotráfico en Michoacán y la aplicación de la "mano firme" en Oaxaca contra la APPO. En ambos casos, hay más preguntas que respuestas. Me refiero al primero de ellos.

La incursión militar a tierras michoacanas parece un acto de elemental justicia, sobre todo si consideramos la magnitud de las atrocidades allí cometidas por los distintos grupos criminales durante la lucha por los territorios, el control de las rutas de la droga y, en definitiva, su capacidad de corromper a la autoridad e imponerse al Estado, incluso por la violencia. La aparición de escuadrones de la muerte en Michoacán deja un saldo estremecedor por el número de homicidios ­más de 500, pero también por la extrema crueldad con que se ejecutaron: abundan las decapitaciones­ y porque en particular una de las bandas criminales ha hecho lo que ninguna antes: expresar mediante desplegados en la prensa su postura, una visión destinada a crear un estado de terror permanente entre la ciudadanía, no obstante que ellos mismos se presentan como los garantes de la seguridad y el orden. En una palabra: hablan y actúan como un poder por encima del Estado, así sea para atacar a otros delincuentes.

Los expertos dirán cómo y por qué se llegó hasta esta situación que, desde luego, no comenzó ayer. La operación, según las autoridades, ha cumplido con éxito sus objetivos. Sin duda, la tranquilidad ha vuelto a numerosas localidades, pero nadie sabe a ciencia cierta qué va a pasar más adelante. El propio gobernador de Michoacán ha expresado inquietud por el futuro de su estado, y una vez que termine se revierta el fenómeno cucaracha y estén de vuelta las bandas expulsadas en estos días.

Ante estos hechos, los ciudadanos comunes tenemos derecho a preguntarnos si la intervención combinada de las fuerzas armadas y las policías de todos los niveles contra la delincuencia organizada responde a un plan estratégico bien pensado y verificable o si, como algunos temen, se trata de una medida espectacular destinada a ganar confianza y popularidad para el Presidente, en línea con la lógica del gobierno anterior de actuar bajo presión y coyunturalmente para alzarse con algunos puntos de popularidad.

El gobierno, además, ha dispuesto otras medidas. Entre ellas, destaca la unificación bajo un mando único de la Policía Federal Preventiva (PFP) y la Agencia Federal de Investigaciones, además del reforzamiento de la primera con miles de efectivos procedentes de las fuerzas armadas. A primera vista se trata de darle solución al viejo asunto de la falta de coordinación entre los distintos órganos de seguridad del Estado, aunque en este caso se procede de hecho, sin esperar a las reformas de ley que se requieren. En opinión de algunos expertos, tal reestructuración (unificación) contraviene el principio constitucional que exige la separación de las funciones preventivas de la labor de investigación correspondiente en exclusiva al Ministerio Público. Con ello, se estarían echando los cimientos para edificar un modelo autoritario de seguridad que a la postre resultaría lesivo al ejercicio de las libertades públicas establecidas en la Carta Magna, como ha denunciado Miguel Concha.

Otro tema delicado es el creciente involucramiento del Ejército y la Marina en el combate directo al crimen organizado, sin cuya intervención el país entero habría caído en manos de las mafias. Su labor es abnegada y reconocible, pero por razones constitucionales y de Estado, por conveniencia ética y funcional, no es deseable, pues deriva, en última instancia, de la catastrófica situación en la que se hallan los cuerpos que por ley debieran encargarse del problema. En este campo, pese a las declaraciones, el aumento del financiamiento y las declaraciones de los funcionarios encargados, los avances son mínimos: llevamos años oyendo hablar a los expertos de la necesidad de profesionalizar las labores policiacas, pero a la hora de buscar soluciones se repiten los mismos procedimientos, como ocurrió con el traslado anunciado de miles de efectivos del Ejército y la Marina para reforzar a la ahora tan requerida PFP. Es obvio que la reforma de los aparatos de seguridad no se hará en un día, pero es importante definir desde el principio adónde se quiere llegar.

México tiene que reconstruir las instituciones de procuración de justicia y seguridad a partir de una visión democrática del Estado. El orden fundado en la legalidad es necesario para desplegarnos como sociedad, pero ninguna autoridad será capaz de mantenerlo y reproducirlo si al mismo tiempo se dejan sin atender los graves problemas que aquejan al país y, sobre todo, regresando a la tortura y a la violación de los derechos humanos como recursos de "la justicia".

 
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