Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de diciembre de 2006 Num: 616


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Las bragas de la reina
GABRIEL SANTANDER
El sonido del fuego
ENRIQUE H. GÓMEZ LÓPEZ
Desencuentro de cadáveres
GUADALUPE LIZÁRRAGA
Nevermind en Cozumel, Miles
ROBERTO GARZA ITURBIDE
Rumi
RUBÉN MOHENO
Paraíso con gatos
PABLO SOL MORA
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Indicavía Sonorosa
ALONSO ARREOLA

Tetraedro
JORGE MOCH

(h)ojeadas:
Reseña de Enrique Héctor González sobre Desde el tiempo


Directorio
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Enrique H. Gómez López

El sonido del fuego

Wen se acercó aparentemente solicito al maestro T’ien; habían preparado la subida a la montaña desde el día anterior, y ahora repartía con el anciano en las dos mochilas la comida que llevarían y unos pequeños recipientes con agua. Era aún oscuro cuando se pusieron en marcha y el viejo cerró cuidadosamente la cabaña, se inclinó a despedirse de ella y tocó las maderas varias veces con sus dedos como para asegurarse que lo recordarían al regresar.

Estos actos eran ridículos y Wen se sentía humillado al contemplarlos. Temía, incluso, que las gentes del pueblo lo señalaran con burla por ser su alumno, ya que solamente él sabía que su envío con T’ien había sido una especie de castigo de su padre, su última oportunidad, la superaba o lo enviarían directamente al ejército. Y enrolarse y ser movilizado a las lejanas provincias era casi igual a la muerte. En las últimas semanas, sin embargo, más de una vez estuvo apunto de rendirse. Seguir al anciano de un lado a otro, soportar sus preguntas, sus silencios y su forma de tratar a las cosas eran demasiado para él. Y lo más odioso eran sus ojos apagados. Nada parecía ya importarle; Wen estaba seguro de que podría seguir con sus preguntas sin necesidad de alumnos, hablando solo, tropezando con las rocas y pidiendo disculpas.

Wen se sentía tenso e infantil en todo momento.

Amanecía cuando se encontraron en la primera de las explanadas. T’ien se detuvo un momento, pero no permitió que Wen descansara. Contempló el valle a sus espaldas y aspiró profundamente el aroma matutino. Luego subió a uno de los árboles y desde lo alto sacudió sus ramas. Con todo su esfuerzo apenas se notaba el movimiento de las hojas. Wen estaba a punto de sentarse cuando el anciano volvió a su lado:

–¿Cómo se describe el viento? –preguntó, tocándolo con la punta del dedo en su pecho.

Wen miró sus pies, sintiéndose agredido quería hacer sentir mal al viejo.

–No, no es así– le interpeló T’ien con una energía extraña, poniendo gran parte de ella en su dedo índice, el cual realmente le provocó un punto de dolor.

Quiso protestar y levantó bruscamente la cara para mirarle directamente, pero el maestro T’ien ya se había dado vuelta y avanzaba nuevamente cuesta arriba. Entonces Wen descubrió que, a su pesar, no lograba llevar su paso; la figura se empequeñecía entre los altos matorrales y lo único que conseguía intentando acortar la distancia era lastimarse con las agudas aristas de las rocas y las espinas de los arbustos.


Ilustración de Diego Molina

Cuando lo alcanzó, el viejo estaba tratando de encender una fogata en una de las salientes. Ponía gran empeño y arreglaba con cuidado las ramas secas en círculo. Realmente Wen se maravilló del corte exacto de cada una de ellas. Luego las llamas cruzaron el círculo hacia la izquierda y a la derecha se unieron. Una sola llama de mediana altura iluminó sus rostros mientras el viejo parecía feliz haciendo caravanas a la fogata. Entonces, de un salto, golpeando con rapidez sus sandalias, en pocos segundos la extinguió.

–¿Cómo se describe el viento? –preguntó por segunda vez T’ien.

Wen, en ese momento, recapacitó, y como cualquier otro alumno buscó en el rostro de su maestro cuál tendría que ser la contestación correcta; quizás mostrando preocupación, titubeando, pronunciando las palabras a medias con gesto concentrado, el propio maestro se le adelantará y completará su respuesta. Pero, con un rostro inexpresivo, T’ien demostró que no le interesaba ni su pregunta ni la respuesta.

Quiso abrir la boca, pero el anciano ya se había adelantado con sus amplios faldones en remolino y, al llegar a la parte más alta de la pendiente, Wen contempló con menosprecio el color diluido de los dibujos de la tela, peces que perdían ya sus ojos, garzas inclinadas con un pico desgastado.

Ciertamente el viejo T’ien había dejado de ser brillante hacía mucho tiempo. Se había extraviado y había perdido lentamente alumnos y prestigio. Sólo le quedaban los hijos de sirvientes y de artesanos o jóvenes como Wen que no encajaban en ningún lado. Aún era bueno con la caligrafía y los números, pero en la enseñanza de la vida y la religión había en él un vacío cada vez más notorio. Wen era su único alumno en las últimas semanas.

Finalmente el viejo lo esperó mientras parecía ausente, agachado sobre dos pequeños arbustos, sopesándolos con las dos manos, siguiendo sus ramificaciones con cuidado hasta las nudosas raíces. Cuando palmoteó con vigor sobre la tierra que las rodeaba, Wen se sobresaltó y ahogó un grito.

–Tierra dura, raíces fuertes, reyes débiles, jóvenes funestos –dijo hablando, más bien, para sí mismo.

Wen descubrió, en ese momento, que aún había vetas doradas en la explotada mente del maestro y su menosprecio previo por la miseria de su atuendo lo avergonzó.

El maestro en silencio se sentó frente a él, contemplando con intensidad el horizonte, como buscando un punto de apoyo, una sola ave, que en ese momento canicular no encontraría. Luego, inclinándose, tocó con la frente el suelo como si quisiera señalarle que reverenciaba el don del magnífico paisaje. Pero extrañamente después intentó penetrar con un dedo rígido en la dura corteza de la tierra y, habiendo fracasado, se levantó bruscamente y atravesó en dos el extenso horizonte con el mismo dedo y el antebrazo formando una espada.

–Cuando no se puede avanzar más hay que rodear, y sólo cuando se piensa en los obstáculos se puede llegar hasta el fin –habló el anciano con un tono autoritario. Después se dio media vuelta y siguió subiendo con rapidez hacia la cumbre de la montaña.

Hasta este momento había estado escalando sin descanso y sólo habían hecho esas pequeñas pausas que a Wen le hacían perder el ritmo y sentir su propia fatiga en forma más intensa, pero no podía emitir una queja. Era el orgullo de un joven contra el peso obsesivo de un anciano, al cual, sin embargo, nada parecía ya importarle.

T’ien observó al alumno desde lo alto. Hacía mucho tiempo que no distinguía sus nombres, ni sus facciones. Sus lecciones eran todas semejantes, un siempre y desquiciado volver a empezar. Y ahora ya no le importaba si le ponían o no atención.

–T’ien te acercas a Dios –se dijo a sí mismo con voz inaudible, mientras esperaba que su nuevo alumno recuperara el aliento y lo alcanzara.

–Te encuentras en el cielo satisfecho en el sin sentido de las cosas –dijo un poco más alto.

Wen se acercaba jadeante y apenas alcanzó a oír:

–La muerte se prepara... y la daga para separar el dolor de la nada está lista –murmuró nuevamente.

–¡Pero no has resuelto aún el problema de la descripción del viento! –gritó el anciano prácticamente en los oídos de Wen.

Wen, temblando, pensó ahora en una solución inteligente. Pero T’ien volvió a levantarse y rápidamente desapareció camino arriba.

Cuando se detuvo y Wen se acercó, volvió a preguntarle por tercera ocasión, ahora con amabilidad:

–Entonces, ¿cómo se describe el viento? –titubeó Wen.

El viejo levantó una roca que parecía terriblemente desproporcionada a sus fuerzas. La alzaba con una magnífica tensión de brazos y espalda por encima de él, y luego de mantenerla así por un instante, que a Wen le pareció insoportablemente largo, la lanzó pendiente abajo, justo para provocar una avalancha. Un ruido que fue aumentando a medida que se unían cada vez más rocas y se amplificaba su rodar por el eco de los precipicios cercanos. Luego, al encontrar las rocas los apretados árboles y el alto pasto de la cañada, el silencio se hizo súbitamente notorio, casi palpable, y Wen se descubrió contemplando, como si fuera la primera vez, la grandiosidad del valle y las lejanas montañas con sus diferentes tonos de verdes y grises. Un escalofrío como si fuera un destello lo recorrió por su espina dorsal.

Iba a decir algo, pero al volverse encontró al anciano tirado en el suelo, respirando con dificultad; olas espasmódicas sacudían el pequeño cuerpo con su cabello blanco moviéndose como una bandera. Una sandalia se le había separado del cuerpo, lisa y descolorida, con los cordones lacios colgando a un lado. ¡Era tan natural colocada en sus pies y tan extraña abandonada!

Wen se acercó alarmado y a la vez fascinado; T’ien, con sus ojos apretados, movía sus manos con desesperación, como si quisiera atrapar más y más aire, y lo único que a Wen se le ocurrió fu aflojarle sus vestiduras. Pero aquello se prolongaba, y entonces se sentó al lado del viejo para contemplar las nudosas y retorcidas manos como si él fuera un artista que pudiera dibujarlas. De pronto, de un salto, el anciano se incorporó y Wen se hizo para atrás tan bruscamente que cayó en los arbustos.

El maestro T’ien aprovechó para tomar la sandalia del suelo, ponérsela encima de la cabeza y correr ligero y semidesnudo cuesta arriba. Cantaba, y reía a la vez, palabras que se diluían con la distancia.

Wen estaba cada vez más asombrado, era casi imposible alcanzar a la figura que escalaba con agilidad entre las rocas y esquivaba los arbustos; luego, al perderlo nuevamente de vista, sintió un desasosiego especial luchando con sus piernas temblorosas y el aliento entrecortado... ¿Lo había pasado sin verlo? ¿Estaba realmente adelante? ¿Se había escondido como un juego? ¿Otra vez se había desmayado?

Cuando lo encontró al dar la vuelta a un recodo, casi en la cumbre, fresco y mirándolo fijamente como si él fuera un animal de presa, Wen sin poderlo evitar gritó.

–¿Cómo se describe el viento? –volvió a preguntar T’ien.