Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de enero de 2007 Num: 618


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Esperanza
JUAN TOVAR
50 años de Práctica
de vuelo

LEÓN GUILLERMO GUTIÉRREZ
Las islas
(Fragmento)

ELSA CROSS
En tono de elegía
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
Entrevista con ÁNGEL GONZÁLEZ
La felicidad según Huxley
JESÚS VICENTE GARCÍA
Ligeti: la curiosidad intelectual
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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Reseña de Luis Tovar sobre La felicidad, el
gato y su sonrisa


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Juan Tovar

Esperanza

De sobremesa, mi señora ofrece licor de pera del que toma Esperanza.

–¿Qué Esperanza?–, pregunta un invitado.

–El personaje de una novela que escribí–, le digo. Un destino trágico.

–¿Y bebía licor de pera?

–No –dice ella–, porque entonces no lo conocíamos. Pero bien podría beberlo.


Ilustración de Margarita Sada

En la película, supongo, y acaso el convivio con aquella gente de aspecto adinerado tenía que ver con la posibilidad de producirla, pero desperté antes de que nada se concretara. ¿Filmar esa historia? Ora sí que ni en sueños.

Y sin embargo, nació como argumento para cine, hace cuarenta años según consta en actas. Pues fue en 1966 cuando el banco nacional cinematográfico celebró su primer concurso de guiones, para el cual Ricardo Vinós y yo –con una pequeña ayuda de nuestro amigo Parménides– adaptamos un cuento mío. Ganamos el tercer premio, y habiéndolo cobrado quisimos celebrar con una buena comida. En un restaurante de medianas pretensiones y atmósfera tranquila empezamos a planear nuestra siguiente colaboración como guionistas. Esta vez habría que partir de un argumento original, pero ¿de qué podría tratarse?

Rumiábamos la cuestión, haciendo los honores a la comida, cuando entró un hombre de traje gris y actitud ensimismada, fue a sentarse al piano y empezó a tocar. Hubo algunos aplausos al final de la pieza; él no hizo caso y siguió tocando. Lo miramos, nos miramos, concordamos: un personaje así era lo que buscábamos, un bicho raro, un alma solitaria que ambienta la congregación tocando con plena indiferencia música sentimental.

Bueno, y entonces ¿qué le pasa? Qué le va a pasar: conoce a una mujer que lo trastorna, que invade su soledad y se propone reformarlo. Esto lleva a un conflicto entrambos como acción central, a desenlazar con el triunfo de alguno. Si gana ella y el misántropo se redime, tenemos una comedia romántica con todo y final feliz, muy a la gringa; de lo contrario, desembocamos en la clásica (y europea) separación melancólica, que también está de hueva.

¿Qué, pues? Pues que la mata en defensa propia, por así decir, pero luego se apersona en el servicio médico forense a reclamar su cadáver porque sabe que ella, como él, está sola en el mundo, sin nadie que pueda darle cristiana sepultura.

–Lo arrestan, lo interrogan…

–¿La policía siempre vigila? Quién lo creyera.

De modo que obviamos a las autoridades y terminamos en el cementerio, con el asesino ante la tumba de la víctima, lo cual no deja de ser una variante de la separación melancólica, pero más radical que si el deceso se debiera, como suele suceder, a enfermedad o accidente.

Habiendo así urdido a grandes rasgos la trama, no veíamos la hora de empezar a desarrollarla. Ni la vimos nunca, por circunstancias que sería prolijo enumerar y complicado recordar; meses después desarrollé la historia en cuarenta páginas y mi maestro Carballido me dijo: "Esto da para más."

Lo que había en el relato, si mal no recuerdo, era en esencia una relación difícil culminada en un crimen pasional por celos. Fue después, pero no mucho después, cuando empecé a imaginar menos convencionalmente el dichoso asesinato, a partir de aquella fabulilla de Stephen Crane: "Un hombre temía encontrarse un asesino. Otro hombre temía encontrarse una víctima. Uno de los dos era más sabio que el otro."

La historia, pues, se perfiló como el encuentro de la víctima y el asesino, y lo que entre ellos ocurre antes de ir a lo que van. Estaba por verse quiénes eran ellos, y si bien él no tardó en definirse, ella sólo lo hizo veinte años después. El genocidio del ’68 vino a darle al pianista, sobreviviente rencoroso, el filo de asesino en potencia; en el ’88, la muerte de la esperanza sufragista viene a ser de algún modo el catalizador que configura al personaje de la víctima, la dichosa Esperanza.

¿Resulta entonces que el resentimiento del ’68 asesina a la esperanza del ’88? No es tan simple. La relación del pianista con el ’68 es directa; la de ella con el ’88 es simbólica. Y lo que hace de Esperanza una víctima es justamente su carencia total de esperanzas: ya no espera nada de la vida, ya sólo quisiera irse a descansar al lado de su padre –cuya tumba, por cierto, lleva al otro a conocer, como quien dice ahí te encargo.

Pero ¿no hubiera podido pasar que el amor sacara a estos dos solitarios de sus tristezas y sus obsesiones, llevándolos a apostar por su relación? Claro que sí: de hecho, en algún momento llega a suceder que para allá van, y "si fuera película aquí se acabara"; siendo novela dan la media vuelta y van a lo que iban, a matar y morir. Son lindos los finales felices, pero como diría Tarkovski, hay cosas más importantes que la felicidad.

Esperanza la desesperanzada, muerta a fines de 1988, congelada en la morgue hasta el año siguiente y desde entonces presumiblemente descansando en paz… parece ser que anda por ahí, bebiendo licor de pera. No por nada se dice que mientras hay vida hay esperanza.