Usted está aquí: lunes 8 de enero de 2007 Deportes Rodrigo Santos, preso por no tener don de ubicuidad

Rodrigo Santos, preso por no tener don de ubicuidad

LUMBRERA CHICO

No pudo ser más divertido para el público, ni más desastroso para su protagonista, el desenlace del sainete que generó el rejoneador Rodrigo Santos, cuando el pasado lunes primero de enero convocó a dos multitudes para, según esto, deleitarlas con su toreo en dos plazas yucatecas al mismo tiempo.

De acuerdo con una intensa campaña publicitaria desarrollada por él mismo, el potosino planeaba hacer el paseíllo a las tres de la tarde en la rumbosa Plaza Avilés de la bella ciudad de Motul y matar, uno detrás de otro, a los dos toros de su lote, lidiándolos con seis de sus ocho jacas para, entonces, abordar un helicóptero y bajar en la plaza de Mérida, donde la tradicional corrida de Año Nuevo estaba citada a las cuatro de la tarde.

Rumores iban y venían, que si lo del helicóptero no era cierto, que sí, que lo había rentado pero no contaba con el permiso del ayuntamiento para aterrizar, cuando sonó la hora de la verdad y con ésta los timbales y clarines de la plaza de Motul, y Santos, despejando el enigma, simplemente no llegó a cumplir con su compromiso. Vaya, ni siquiera se excusó por teléfono.

"¡Fraude!", clamó entonces el empresario motuleño, quien había ofrecido las entradas al dos por uno ­con tal de llenar el coso y ganarle en afluencia de público a los de Mérida­, y estaba furioso porque le había anticipado 70 mil pesos, de un contrato por 250 mil, al irresponsable jinete. Y sin pensarlo dos veces, moviendo sus muchas y poderosas palancas en las altas esferas de la política, logró que la Policía Judicial del estado saliera en pos del presunto estafador.

Santos partió plaza a las cuatro en punto en Mérida, pero cuando terminaba de matar a su segundo astado, una hora y media después, más de 200 granaderos invadieron el ruedo, mientras panzones comanches de la Judicial estatal cerraban todos los accesos al embudo, incluidas las salidas de emergencia, y daban una muestra de la más patética y pavorosa ineficacia, que en un país más serio habría suscitado, por lo menos, la renuncia del alcalde.

Pero eso no fue todo. Al ver la plaza invadida por los granaderos, la empresa avisó al público por el sonido local para exhortarlo, lea usted bien, ¡a impedir la detención de Santos! Este, por su parte, luego de matar a su segundo se refugió en un palco, se quitó la ropa de torear, se vistió de paisano, se subió al tendido, se sentó en una barrera de sombra creyendo que pasaría desapercibido hasta que, minutos después, fue arrestado y llevado a empellones al patio de cuadrillas, donde lo aguardaba una patrulla, mientras los espectadores aullaban, arrojaban toda clase de proyectiles a las fuerzas del caos y vivían una batahola que por poco termina en catástrofe.

La moraleja es que Santos pasó 48 horas preso, quedó libre luego de pagar una fianza y ahora enfrenta una demanda por 525 mil pesos más la obligación de volver cada semana a Mérida a firmar el libro de reos hasta que finalice el proceso judicial. Y todo, nada más, por sentirse ubicuo como los antiguos dioses. Pero al margen de todo eso, como decía Lumbrera el grande, ¡arriba El Pana!

 
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