Usted está aquí: domingo 14 de enero de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Las ceremonias del maíz

1. Los arrieros: Poco a poco la calle empedrada se iba llenando con un tamborileo regular y ascendente. Eran las recuas que aparecían en el pueblo con su carga de elotes tiernos. Enjutos y atufados, los muleros punzaban las ancas de las bestias con la punta de sus va-ras de membrillo para mantenerlas al mismo paso, en orden, sin distraerse con el ladrido y las cabriolas de los perros. Eran de todos y de nadie, tenían nombres sencillos derivados de sus características más evidentes: El Chueco, La Pinta, El Dorado, La Mancha, El Tuerto...

El destino final de la recua era el mercado. Su fachada de arcos de cantera rosa tenía algo de escenario operístico, de teatro abandonado. Bajo su sombra se apostaba un dueto de violinistas. Su repertorio consistía en dos o tres canciones que se escuchaban más bien tristes, como lamentos.

A la música de cuerdas se iba mezclando el tamborileo de las pezuñas y los gritos de los comerciantes habituales que accedían a desplazar sus tenderetes de verduras, chiles y ollas para cederles un poco de su espacio a los arrieros. La lentitud con que éstos descargaban sus productos era indicadora de su fatiga, la medida de la distancia que habían recorrido para llegar al pueblo, rodeado de campos estériles.

Cuando al fin terminaban de extender o amontonar sus productos, los recién llegados seleccionaban un elote para desnudarlo a medias de sus hojas y colocarlo sobre el altero con su penacho dorado al aire. Era la señal de que los productores estaban listos para recibir a la clientela, en su mayoría formada por mujeres.

Enmarcada por la música de los violinistas, la operación de compra y venta era toda una ceremonia. Empezaba por el intercambio de saludos, seguía con una crónica de los procesos de siembra y de cosecha, cada vez más difíciles y costosos. Esa etapa de la conversación era también un pretexto para tener informes de amigos y conocidos distantes, de modo que sobre los lomos de las mulas cargadas de elotes viajaban también las noticias de bodas, raptos, nacimientos y velorios ocurridos en otras regiones de la comarca.

Pasado aquel preámbulo amistoso, emprendían las otras etapas de la negociación. En la última, posterior al intenso regateo, las compradoras clavaban la uña del pulgar en los granos de maíz tierno para ver que saliera una gota lechosa, dulce, blanca, redonda, perfecta como una perla.

Hacia el atardecer, cuando ya ha- bían vendido la totalidad de su carga, los arrieros desandaban el camino por la calle empedrada. Desde los quicios y las ventanas los veíamos alejarse hasta que ellos y sus bestias se perdían en la oscuridad de la noche.

II. Luna de octubre:

Todas nuestras fiestas tenían el sabor del maíz. Quizá la más hermosa era la elotada, que celebrábamos en alguna noche de octubre, cuando la luna iluminaba el campo. Los preparativos eran muy sencillos: al mediodía mi abuela ordenaba que se encendiera una fogata junto al rústico jardín, único adorno de la casa. Sobre piedras redondas lamidas por el fuego se colocaba un perol lleno de elotes tiernos y, muy cerca de allí, la mesa de pinto con un tarro de miel y una adobera.

Los niños teníamos prohibido acercarnos. A distancia esperábamos que salieran del perol las nubes de vapor. Esas primeras señales nos alegraban, nos hacían olvidar los temores que otras noches nos inspiraba la oscuridad del campo inmenso, plagado de rumores.

Hacia el atardecer los hombres iban a ocupar las sillas puestas alrededor del jardincito y se enfrascaban en conversaciones acerca de sus faenas, sus proyectos, sus esperanzas. Mientras tanto, mi madre y mis tías, ante la vigilancia de mi abuela, montaban guardia frente al perol hirviente. De vez en cuando introducían en él un cucharón de palo para extraer un elote y comprobar el grado de cocción.

Con la respiración contenida, en silencio, todos esperábamos su veredicto. Cuando al fin la oíamos declarar: "¡Ahora sí ya están bien suavecitos!", nos acercábamos ansiosos de recibir un elote humeante y cargado de humedad. Con aquella delicia entre las manos íbamos a la mesa, donde estaban la adobera y el tarro.

Frotábamos el elote con un trozo de queso y lo bañábamos con una cucharada de miel. La mezcla, que nos escurría hasta los codos, despertaba el ansia de morder, de probar otra vez aquel sabor único, que era también el de la felicidad.

Poco a poco la conversación se iba haciendo más animada. Las historias de familia, los cuentos de fantasmas ­escuchados decenas de veces­ adquirían un aire nuevo, interesante, divertido. Nunca faltaba quien se animara a sacar el viejo cancionero manuscrito por algún antepasado y, a la luz de la luna de octubre, siguiendo las palabras dibujadas a lápiz, los adultos entonaban canciones de mancornadoras y amantes desdichados.

La reunión se prolongaba hasta las ocho o nueve de la noche, cosa insólita para nosotros. A esas horas nos íbamos a la cama guardando entre los labios el delicioso sabor del maíz, el queso y la miel.

La escena es parte de una realidad lejana. La recupero íntegra, con sus presencias y rumores, cuando veo un elote de granos dulces, redondos, blancos como la luna de octubre.

III. La cocina vieja:

Al fondo de la casa, junto al corral, estaba la cocina vieja. Desplazada por la nueva, que se construyó para darle cabida a una estufa de petróleo, acabó por funcionar como bodega donde se almacenaban costales de granos, frascos, cuartillos, cuarterones, almudes... Del techo pendían ristras de chiles y ajos; sobre el brasero, protegido por una imagen de San Pascual, se acumulaban cazuelas, vitrioleros, cucharones, moldes, cazos; en una palabra, todos aquellos utensilios que salían a relucir en ocasiones especiales: bodas, bautizos, velorios o el regreso de algún conocido al que, después de un infructuoso intento por encontrar fortuna en otra parte, se le daba la bienvenida con una comilona.

La cocina vieja, penumbrosa y fría, estaba saturada con el olor de los condimentos que por muchos años, al calor del fuego, habían combinado la riqueza de sus aromas y sabores. Entre dulces y picantes, inundaban la casa una vez al año, durante la semana en que mujeres de los ranchos vecinos acudían a casa de mi abuela para ayudarla a desgranar el maíz.

Los pasos y las voces de aquellas trabajadoras retumbaban en su trayecto del zaguán a la cocina vieja. Despojadas de sus rebozos, procedían a abrir la única ventana y a arrinconar la mesa para disponer de mayor espacio. En parejas, bromeando, desde el corral trasladaban los costales repletos de mazorcas. Al desparramarse sobre el piso producían un ruido metálico y formaban montañas de colores según el tono del maíz.

Sentadas en banquitos de tres patas, las mujeres colocaban sobre sus rodillas el tallador. Circular, hecho de olotes unidos por lazos o tiras de piel, aquel objeto parecía más un instrumento musical que una herramienta de trabajo. De pronto, a una voz y al mismo ritmo, las mujeres se dedicaban a frotar las mazorcas sobre los talladores hasta que les desprendían el último grano.

Conforme iban progresando en su tarea, un polvo blanco muy fino incensaba la actividad de aquellas mujeres a veces silenciosas, a ratos murmuradoras y parlanchinas. Las recuerdo como sacerdotisas que, aliadas con el espíritu del maíz, le devolvían la vida a la cocina vieja: el reino abandonado de San Pascual Bailón.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.