Usted está aquí: jueves 18 de enero de 2007 Sociedad y Justicia Chicle, el blanco jugo de la selva

Chicle, el blanco jugo de la selva

Organizados en cooperativas, campesinos de QR extraen la savia del chicozapote, usada para elaborar goma de mascar

ANGELICA ENCISO L. ENVIADA /I

Ampliar la imagen El chiclero Mario Hernández Silva, miembro de una cooperativa de ejidatarios, extrae la savia de un árbol en la comunidad quintanarroense de Noh Bec Foto: José Carlo González

Ampliar la imagen Secado del chicle después de su cocción, en la comunidad de Noh Bec, del estado de Quintana Roo Foto: José Carlo González

Ampliar la imagen El chiclero Mario Hernández Silva pica la corteza de un árbol de chicozapote, en la selva media del Gran Petén, para extraerle su resina Foto: José Carlo González

Noh Bec, QR. Es el fin de una obra: Mario escribe las iniciales de su nombre en el bloque de chicle natural de 10 kilogramos, al término de una ruda jornada que comenzó a las seis de la mañana. Esas letras y el sello del ejido son la identificación del sitio preciso del cual sale una parte del látex mexicano que será consumido en forma de goma de mascar en los mercados japonés y europeo, pero representa tan sólo 2 por ciento del comercio mundial de ese producto, que asciende a alrededor de 250 mil toneladas.

De los árboles de chicozapote, que tienen hasta 30 metros de altura, se extrae el chicle natural. Se encuentran en el sur de México, en la región conocida como el Gran Petén, selva mediana perennifolia, con una superficie de 2 millones de hectáreas, donde representan 25 por ciento del techo de la selva.

Mario camina en medio de una selva que aún se está recuperando, luego de que hace 40 años "fue un quemadal", porque se incendió. Por eso hay vegetación muy joven, aunque existen chicozapotes con cicatrices antiguas y algunos más ya están entregando su riqueza interior en bolsas de lona cubiertas de cera.

Pero el hombre de 40 años duda, dice que esta zona no le conviene, que hay pocos árboles y se camina mucho. "Todavía no está buena", resume.

Recorre con la vista un tronco, mientras Esteban Mex, viejo productor de chicle, regordete y con la piel rojiza, decide tomar un machete y comienza a quitar la corteza al primero que encuentra: "cualquiera es bueno".

En medio de la selva se escucha a lo lejos una máquina. "Son los forestales, ahí andan trabajando. Parece que no hay animales, ¿verdad? Como si fuera un desierto, pero nos están observando: jaguares, jabalíes y culebras", dice Mex, quien inunda con su voz las penumbras de la vegetación y alienta a Mario para que se suba al árbol que ha elegido.

La palabra chicle proviene del náhuatl tzictli. Se extrae del chicozapote, que se encuentra en Campeche, Quintana Roo y Guatemala. Todavía se le ve cerca de alguna caoba, o al lado del chechén ­rozarlo con la piel causa quemaduras­ y del chaca ­que cura las heridas que provoca el anterior.

El silencioso Mario se coloca las puyas o picos en las botas de hule, para apoyarse con ellas en el tronco y así escalarlo. Amarrado al árbol con un lazo de unos 12 metros de extensión, comienza a trabajar. Con destreza machetea sobre la corteza, formando unas venas en forma de "v", por las cuales comienza a deslizarse un líquido blancuzco.

"Antes se hacían campamentos en la montaña: había cocinera, teníamos agua y ahí dormíamos. Cuentan que había uno que era conocido como el campamento de la presumida, porque había una cocinera que no hacía caso a ningún pelado, pero cuando llegaba el patrón se pintaba y se ponía muy mona, pero el jefe ni siquiera la volteaba a ver", cuenta Mex.

Se refiere a la época en que la explotación del látex era privada y había grandes latifundios, antes de que se hiciera el reparto agrario y se formaran las cooperativas. De ahí no sólo se extraía el líquido, sino también las maderas preciosas de la región.

El proceso de extracción comercial del chicle comenzó a finales del siglo XIX, aunque el auge se dio durante la Primera Guerra Mundial, cuando su consumo se expandió por todo el mundo.

El periodo de trabajo de los chicleros es entre junio y febrero. Esta actividad les deja ganancias de unos 500 pesos al día. Sin embargo, el riesgo que enfrentan es grande: pueden sufrir caídas y mordeduras de víboras, aunque pocos tienen accidentes, ya que la práctica los ha convertido en maestros.

"Cuando empieza la temporada está difícil, pero después de un mes el cuerpo ya se acostumbra, se encallan las manos y las nalgas; es como andar trabajando en el suelo", dice Alfonso Valdez, de 67 años, quien trabaja en la zona de Calakmul, Campeche.

"Estamos acostumbrados a esto, crecimos en la selva. Estar aquí es como estar en nuestra casa, nos sentimos seguros. Entre el silencio reconocemos los sonidos, lo duro de la vida aquí. Vemos pasear a los jaguares, merodean los ranchos, pero no hacen nada. A lo que sí tememos es a las víboras: se acercan silenciosas; cuando las vemos, las matamos a palos".

Durante un día Mario, casado y sin hijos, como cualquier chiclero, puede picar 10 árboles. Cada uno vierte alrededor de 600 gramos de látex; un chicozapote tarda en promedio seis años en cicatrizar; después puede ser utilizado otra vez. Al terminar su jornada saca las bolsas de la selva y se las lleva a casa.

Aquí ya no hay campamentos

"Los chicleros ya están motorizados, se van en moto o en bicicleta a la selva. Por la tarde regresan a sus casas, a ver televisión, y a la mañana siguiente, trepados en los árboles, andan platicando de la telenovela que vieron la noche anterior", comenta Mex, presidente de la Cooperativa de Productores de Noh Bec, donde hay 216 ejidatarios que también tienen una empresa forestal y producen madera certificada por la empresa internacional Smartwood, que exportan a Estados Unidos.

Muchos chicleros ya son mayores. Alfonso Valdez, alto y flaco, trabaja desde hace 40 años. Formó arte de la Federación de los Chenes, laboraba para los latifundistas. Dice que ahora no tienen permitido entrar a la reserva de la biosfera de Calakmul a trabajar, a pesar de que esta actividad no daña la biodiversidad y de que ahí se encuentra la mayor cantidad de árboles.

"Ya son pocos los jóvenes que trabajan en la selva, antes ahí había más de 5 mil y ahora hay alrededor de 100; muchos ya estamos grandes". Advierte que con él termina en su familia una historia. Se lamenta de que su oficio, heredado de su padre y de su abuelo, no tenga continuidad. Sus hijos no se van a dedicar a esto; "es triste que nadie pueda seguir mi oficio".

Los productores destinan un día para el proceso final. Tras recolectar el látex, lo almacenan, y ya que tienen alrededor de 50 kilogramos lo vierten en un cazo o paila para cocinarlo. Pasa del color blancuzco a un tono café; el proceso tarda cuatro horas. Generalmente se reúne la familia para hacer este trabajo, se van turnando para mover el líquido con el chamol-pala.

"Mi papá le llamaba bailarina", dice Mario, y así rompe el mutismo que lo acompañó toda la jornada. Aprovecha un silencio del parlanchín Mex, quien ha contado hechos reales y ficticios, para expresar lo duro de este trabajo, a unas horas de concluir su labor. "Todo tiene su dificultad, pero cocinarlo es más duro, por el calor al que está uno expuesto. Después de cuatro horas de estar cerca del fuego, hay que descansar y no bañarse, porque la sangre está caliente y se puede coagular", detalla Mario, al tiempo que mueve sin cesar la pala.

Las historias de Mex vuelven a aparecer: "En la selva no hay duendes. Eso dicen. Pero yo digo: existen cuando uno lo quiere creer, y si no, pues no". Entre orgulloso y triste dice que ninguno de sus hijos será chiclero: uno estudia en la Universidad de Chapingo y otro no encontraba oficio, hasta que por fin se decidió. "Con lo mal que me caen los policías, me tenía que tocar un hijo policía, hijoeputa. ¡Qué suerte tengo!"

Entre carcajadas, Mex ayuda a Mario a verter el látex en una manta en el patio de su huerta, donde hay mandarinas, nonis, papayas y naranjas; rellenan las "marquetas" de madera, con lo cual dan forma a los bloques de látex y, una vez secos, serán llevados a la bodega de la cooperativa, de donde se enviarán a alguna de las centrales de almacenamiento, y después serán embarcados a Japón o al mercado europeo.

De rodillas, Mario Hernández Silva, con el dedo índice delínea sus iniciales en el chicle fresco. Observa el bloque con detenimiento y expresa: "Esta es mi obra".

 
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