Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 21 de enero de 2007 Num: 620


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Tres poemas inéditos
de Hölderlin
La cita
CLAUDIA GUILLÉN
Los traidores
(farsa circular)

JUAN TOVAR
Los perros de Estambul
RICARDO BADA
Alta infidelidad: bovarysmo a la inversa
ADRIANA CORTÉS
entrevista con ROSA BELTRÁN

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
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Cinexcusas
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La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

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Reseña de Jorge Alberto Gudiño Hernández sobre Un canto pletórico


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ANA GARCÍA BERGUA

SEÑORA FRENTE A LA TUMBA DE ALLAN KARDEC

En los cementerios donde se encuentra a gente famosa existe por lo general un puesto a la entrada en el que a uno le ofrecen un mapa; si no, corre el riesgo de perderse, o peor aún, de extasiarse ante tumbas de desconocidos. Es notable el arte del mausoleo, las fantasías que cada familia o individuo aislado se manda construir para habitarlas en sus días postreros, ésos que son eternamente los últimos, como un domingo, pero muy largo. Y en cementerios como el de la Recoleta, en Buenos Aires, o en el de Père Lachaise, en la luminosa París, no siempre –de hecho casi nunca– son las celebridades quienes se rodean de la tumba más espectacular, la más labrada de estatuas, emblemas militares o angelitos y angelotes desolados por la pérdida de aquel que, paradójicamente, se encuentra ahí, si bien su alma se ha ido al cielo, según se suele asegurar. Por eso uno se pierde en aquellas ciudades, admirando las veleidades de los desconocidos, y requiere entonces del mapa que ofrecen a la entrada para llegar al lecho de los escritores y artistas que yacen con mayor humildad.

Nosotros comenzamos por perdernos en el Père Lachaise, pues andábamos por París la mismísima, en un viaje tan corto que fue como un sueño, un delirio en aquella ciudad grandilocuente. Cuando uno visita una ciudad sin disponer de tiempo, le entra una especie de compulsión por caminarla toda, recuperar los viajes de hace tantos años y perderse en sus piedras.

Y entonces nos perdimos, decía, en el Père Lachaise. Así pudimos llegar a las tumbas de Balzac, de Apollinaire y la de Marcel Proust, que deseaba conocer y que es como aquel retrato suyo que se encuentra en Orsay: sobria, de mármol negro y con letras doradas. En general son tumbas bien sencillas, por ello conmovedoras; es hermoso el busto de Balzac y en la de Chopin lloran unos angelitos blancos con mucha razón. Junto a Chopin descansa Petruciani, el pianista de jazz, bajo su lápida gris. Pero esta columna se titula Señora frente a la tumba de Kardec –me ha dado por escribir de señoras; será que ando convertida en una y todavía no sé bien qué hacer– y les diré por qué: la tumba de Allan Kardec, cuyos libros son la Biblia del espiritismo, es un dolmen, pues Allan Kardec fue, según aseguraba él mismo, una reencarnación del druida del mismo nombre, sólo que nacida en Lion en1804 y nombrada Hippolyte Léon Denizard Rivail. Frente a dicha reencarnación, ya muy desencarnada bajo el dolmen en cuyo centro se yergue una columnita con su efigie de piedra, quería yo, tonterías de turista, tomarme una fotografía, esperando quizá que en ésta se materializara el ectoplasma del guía espirita, mas no se pudo bien, por culpa de la señora.

Podía ser brasileña, pues se dice que muchos brasileños acuden a visitar a Kardec, o bien francesa, pero no se quitaba la mujer. Bolso en mano, armada de su abrigo, miraba fijamente la efigie de Kardec como si estuviera hablando con él y levantaba los talones por momentos: tal vez estaba a punto de despegar en un rapto de levitación, pensábamos, para el cual tardaría en calentar motores varios días. Le dimos algunas vueltas esperando a que partiera para tomar la fotografía, pero fue imposible. Yo creo que todavía sigue ahí. Después pensamos que quizá es una guardiana designada por Kardec para alejar de su tumba a los frívolos que toman fotografías, bien –y esta es la suposición más plausible, desde luego– es el propio Kardec reencarnado en señora que cuida de su mausoleo. Si fuera él, yo también lo haría.

Hay otras tumbas rodeadas de fans en el Père Lachaise, como la de Victor Noir, del que ya he hablado aquí mismo, o las de Jim Morrison y la de Oscar Wilde. La de Morrison está de plano rodeada de un pequeño barandal, para que nadie se siente en ella a drogarse o a azotarse, y cerca de ella vive un gato. La de Wilde, ornada con la hermosa escultura de Jacob Epstein, está cubierta de besos de bilet y declaraciones de amor, que quién sabe si a Wilde le gustarían, pero por lo visto no hay nadie que lo evite. Se ve grasosa la tumba, banal bajo aquellas declaraciones escritas con plumón como de colegiala, o peor aún, de revista del corazón, y la verdad da un poco de tristeza que esté así, pero qué se le puede hacer: no hay frente a ella una señora o travesti de bolsa colgada bajo el brazo que hable con Oscar y aleje a los indiscretos. De paso, habría que pasarle un trapito.