Usted está aquí: martes 23 de enero de 2007 Opinión Museo del Estanquillo

Teresa del Conde

Museo del Estanquillo

Una serie de reportes dieron cuenta de la apertura de este nuevo museo ubicado en el que fuera el edificio de la joyería La Esmeralda. El proyecto data de hace varios años, y fue ideado y concretado por Carlos Monsiváis con el apoyo del Gobierno de la Ciudad, la Fundación Centro Histórico y Difusión Cultural de la UNAM, para alojar una selección de su donación, de la que se exhibe, según mis cálculos, una vigésima parte "leída" y seleccionada por Rafael Barajas, El fisgón, quien ya en anteriores ocasiones tuvo a su cargo exposiciones de esta colección, una de ellas fue Aire de Familia, que armamos en mancuerna para exhibirla en el Museo de Arte Moderno y de la que existe catálogo. Recuerdo que ya entonces la idea de donar las colecciones (siempre en incremento) a la ciudad anidaba en la mente del escritor, personaje público omnipresente, aunque a veces invisible, afectado de esa enfermedad incurable denominada piadosamente "coleccionismo". La piedad del término corresponde a que, según Freud, afectado del mismo síndrome, se trata de una proyección del instinto acumulativo de carácter anal que se ha trasmutado en la vida adulta. En parte, gracias a eso existen acervos en museos.

La muestra inaugural, que permanecerá, supongo, varios meses antes de empezar a rotarse, se denomina En orden de aparición, debido a que se inicia con libros y estampas del virreinato y termina en el momento actual. Incluye maquetas, grabados, litografías, fotografías, carteles, pinturas, tiras cómicas, videos y sonidos ambientales que reproducen la algarabía capitalina, pregones o música, según sea el caso.

La selección obedece, según El Fisgón, a la idea de que el espectador puede identificar la esencia de lo que somos a través del recorrido, pero eso no es tan cierto, porque no existe una sola esencia del mexicano y ni siquiera del capitalino. No existen símbolos o configuraciones que apelen a todos por igual, cada quien va buscando en el recorrido aquello que responde a sus particulares intereses, además de que la identidad no es una condición natural inmutable. Si los intereses se centran en la historia y en su documentación, la visita es un halago, pues hartas piezas llaman la atención por su rareza, aunque es necesario aclarar que todo lo expuesto vale la pena. El ojo del coleccionista es afinado, informado y en la mayoría de los casos certero. Una pieza princeps (no la conocía) es la litografía anónima sobre el Monte de las Cruces antes de la batalla del mismo nombre. Representa el momento previo, Hidalgo oficia misa ante los Insurgentes, que habrán de vencer a los realistas en la tercera ofensiva, pero decide retroceder en vez de proseguir a la ciudad de México. Esto tuvo lugar hacia el 30 de octubre de 1810 y la litografía fue efectuada mucho después (1876), cosa que hay que especificar en la cédula para que los niños no se confundan, porque estos aspectos son sumamente importantes a lo largo del recorrido. En ese mismo apartado pude conocer bien la fisonomía de Francisco Javier Mina, rubio con tipo celta, un poco prógnata, excelentemente restaurado en su efigie por Laura Herrera y Jacinta Castillo que se han esmerado en el cuidado de varias piezas sobre papel, entre las que destacan las litografías acuareladas de Linati, entre otras un Hidalgo con traje de chinaco, un Morelos muy apuesto, igual que Guadalupe Victoria. También está Iturbide, vestido de emperador en atuendo napoleónico. Al verlo recordé vivamente su representación física en la persona de Mario Iván Martínez (sí se le parece) en la farsa teatral 1822, El año en que fuimos Imperio, de Flavio González Mello.

Antes de recorrer esta zona es posible ver pequeños escenarios de los cuadros de castas en volumen, como los nacimientos del siglo XIX, pero en este aspecto la pieza principal es la iglesia de Santo Domingo efectuada en plomo. Monjas, un entierro, los muy dignos limosneros , damas de sociedad devotas, parejas cabalgando, un franciscano blandiendo enorme cruz cual si fuera Constantino (In Hoc signo vincis) se acercan o acaban de salir del templo. Las figuras son como aquellos pequeños soldaditos que todavía existían hará 50 años y que ahora son piezas de colección. La realización corresponde a Teodoro Torres y a Susana Navarro, quienes con mucho sentido incluyeron allí a un pintor ante su caballete, que armado de paleta trabaja en la representación de la fachada del templo. Cerca hay una litografía de Hesiquio Iriarte tomada de la edición de Murguía (1885): Los mexicanos pintados por sí mismos; se titula La estanquillera y es muy posible que el museo de allí haya tomado su nombre. No podía faltar Casimiro Castro con maravillosas representaciones de la Fuente del Salto del Agua y de la Ciudad vista desde un globo, ambas de 1856, ya a 3 tintas. Don Joaquín de la Cantoya y Rico que murió en 1914 es el primer aeronauta mexicano.

(Continuará)

 
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