Usted está aquí: domingo 4 de febrero de 2007 Opinión Homenaje a José Luis Martínez

Elena Poniatowska/ I

Homenaje a José Luis Martínez

Ampliar la imagen José Luis Martínez

En la sala Manuel M. Ponce, la Academia Mexicana de la Lengua en grande le rindió un homenaje a don José Luis Martínez, director honorario perpetuo de esa institución ­que antes presidieron José. G. Moreno de Alba y Gonzalo Celorio­, en el que participaron Gonzalo Celorio, Adolfo Castañón, José. G. Moreno de Alba y el propio José Luis Martínez. Por toda la sala podía sentirse el cariño y la admiración que sus colegas y amigos le profesan a José Luis Martínez, nacido en Atoyac, Jalisco, en 1918. Acompañado por su hija Andrea, el homenaje resultó muy cálido para el diplomático, historiador, bibliógrafo y ensayista "curador de las letras y la cultura mexicanas", como lo llamó Adolfo Castañón en su espléndida intervención.

Es cierto, José Luis Martínez, en silla de ruedas y con su medalla de académico al cuello, leyó y apabulló al público con la lista interminable de trabajos que ha escrito a lo largo de su larga y generosa vida, desde sus ensayos sobre la novela de la Revolución Mexicana hasta los Contemporáneos, en particular sobre Javier Villaurrutia, José Gorostiza, Salvador Novo, Octavio Paz, Agustín Yañez y Juan Rulfo.

Comparado a don Alfonso Reyes, José Luis Martínez es hoy, junto con Andrés Henestrosa, el decano de la literatura mexicana y posiblemente su mayor conocedor, porque ha vivido siempre para las letras a pesar de sus incursiones en la diplomacia. Su libro sobre Hernán Cortés es ya un clásico, como lo son sus ensayos sobre Alfonso Reyes. Todos los especialistas lo buscan y aspiran a trabajar con él y conocer su maravillosa biblioteca, ubicada en la calle de Rousseau, en la que es indispensable usar guantes para manejar los libros, porque para José Luis no hay objeto más maravilloso sobre la tierra que un libro, que se tiene que cuidar mejor que a un recién nacido.

Tuve el gran privilegio de entrevistar a José Luis el jueves 31 de diciembre de 1953, cuando me iniciaba en el periodismo. La entrevista publicada en Excelsior suscitó una polémica, porque José Luis puso pintos a los intelectuales cuya vanidad se parece a la del sapo. "Mucho mejor es enseñar", dijo José Luis, a propósito de la entrevista que hice anteriormente a Antonio Castro Leal acerca de su antología de poesía, en la que calificaba a todos los poetas mexicanos sin excepción con los mismos adjetivos. Entonces le hablaba a José Luis de "usted" y lo trataba con gran respeto; ahora sigo sintiendo el mismo respeto, pero le hablo de "tu".

­La literatura mexicana anda por los suelos ­respondió­. Los literatos escriben para pequeñas comunidades elogiosas, y Castro Leal, crítico máximo de nuestra literatura, dejó de comprender la poesía cuando murió Enrique González Martínez.

­Pero si todo el mundo está leyendo su antología. Además, él es único en recopilar con acierto las obras de nuestros mejores poetas.

­No, no es el único. Es el único, en todo caso, en escribir cada dos páginas "fino y sutil". Para él todos los poetas son finos o sutiles, o finos y sutiles, o sutiles y finos.

­Bueno, ¿usted sería capaz de mejorar esos adjetivos?

­En primer lugar no habría escogido los poemas que escogió Castro Leal ni omitiría a los poetas que él dejó en la sombra. No hubiera mezclado a Margarita Michelena y a Guadalupe Amor con las lavanderas de la versificación. El poema Canto a la primavera, de Xavier Villaurrutia, es horrible (Xavier lo escribió para ganarse 5 mil pesos de premio) y no tiene por qué estar en la antología. Además, dice Castro Leal que don Alfonso Reyes podría haber sido un gran poeta (milagrosamente, don Alfonso escapa del "fino y sutil" o del "exquisito"). ¿Como es posible decir eso? Don Alfonso Reyes es el pilar de toda nuestra literatura.

­Pero la literatura mexicana ¿tiene realmente un público lector?

­Allí está el detalle. No lo tiene. La literatura mexicana es una literatura sin público. La culpa no es de los lectores, sino de los escritores. Nadie lee las novelas de Revueltas o de Rubin porque son mortalmente aburridas. Le voy a decir algo. Se lee más la literatura mona, sí, sí, la literatura que hacen señoras frustradas, versitos, que la literatura profunda.

­¿Y por qué gusta más?

­Porque es sentimental, y hace llorar, soñar y reír.

­¡Ay! Según parece, es usted lector de Confidencias.

­No precisamente, pero me doy cuenta de lo que nos pasa.

­Pero los literatos, ¿qué pueden ser si no son literatos? ¿Empleados de banco?

­No. Que sean maestros rurales.

­¿Cómo?

­Sí, que enseñen a leer y a escribir. Le voy a contar algo. Yo era un intelectual hasta las cachas poético y lleno de problemas. Por las noches me desvelaba filosofando. Quería que todo tuviera un sentido trascendental y para todo buscaba una respuesta. Daba conferencias y clases de filosofía y filología. En las noches me reunía con mis amigos, casi todos autores de lánguidos versitos que en el fondo no eran sino diversiones privadas para el regocijo del petit comité. Como usted sabe, acompañé a Yáñez en su campaña política, y un día, en el pequeño pueblo de Mascota, encontré dos maestros rurales muy jóvenes. Además de enseñar, gastaban su sueldo en vestir y dar de comer a sus alumnos. Tenían una idea admirable de la condición humana y su actitud frente a la vida era intachable, conmovedora, un cierto modo de ser que ninguno de nosotros, literatos vanidosillos, podríamos alcanzar. Entonces me di cuenta de la inutilidad de la literatura mexicana actual y de la necesidad de lo que yo podría escribir.

­¿Pero no hay en México un literato que pueda escribir directamente sobre la realidad?

­No lo creo. Hay escritores, claro (para los buenos, ya son universales, pronto los integrará la Nouvelle Reveu Francaise), hay poetas como Octavio Paz que es un viajero incansable, pero lo que escriben ellos, ni mejorará el país ni lo cambiará ni le dirá nada.

­Entonces, ¿qué es lo que vale en México?

­Lo que vale son los que educan a los demás, niños humildes que acaban su primaria y vuelven a la escuela para enseñar a los más pequeños. Lo que vale no es la espléndida Ciudad Universitaria (completamente ridícula, cuando se piensa en la miseria o en la ausencia de escuelas en el Mezquital), sino aquellos hombres que, olvidándose de sus gustillos y placeres personales se dan a los demás para tratar de mejorar las condiciones de vida. Ellos sí hacen algo que es grande, valioso y noble por México. Como usted ve, esta entrevista adolece de un defecto fundamental. No soy ya un entusiasta de nuestra literatura. Para serlo necesitaría retroceder cinco años de mi vida y reunirme otra vez con mis amigos literatos, que se han estancado creyendo que para un pueblo tan lleno de problemas como el nuestro es importante seguir tañendo en soledad egoísta una pequeña lira oxidada.

Y recordando que ahora es ferrocarrilero, y que el tiempo es un tren en marcha, José Luis Martínez saca su reloj y se despide de nosotros a tiempo para alcanzar el último vagón.

* * *

El 25 de enero de 1954 entrevisté de nuevo a José Luis Martínez porque los escritores agraviados me pidieron que volviera a conversar con el porque querían responder a sus críticas. Volvió a hablar de la pobreza de la literatura mexicana. Vivía frente a la casa de Max Aub y ambos se reunián a tomar café con frecuencia.

­Esta segunda entrevista, ¿es realmente necesaria? ­pregunta, pipa en boca.

­Sí José Luis Martínez, ya ve usted todo el merequetengue que ha armado a través de sus atrevidas afirmaciones acerca de la literatura mexicana.

­Realmente me parece bastante pobre nuestra literatura actual, pero no creí que su marasmo llegara hasta el punto de que se preocuparan tanto ­tan nerviosa, tan apresurada y tan coléricamente­ por una pacífica entrevista a un oscuro escritor en receso, en lugar de discurrir a propósito de Un día de estos, de Usigli, o de ponernos de acuerdo en las fallas y omisiones de la antología de Castro Leal.

"No es que me falte el humor y la humildad necesaria para recibir denuestos. Tanto como los parabienes y alabanzas, recibo aquéllos como una pública reacción del todo natural, pues quien quiera que se mete en terrenos públicos debe aceptar previamente hacerse sujeto de públicas disidencias. No me preocupan, pues, las iras o las sonrisas de mis amigos Henrique González Casanova, Fernando Benítez, Mancisidor, Icaza y Héctor Azar, ni alteran más que mi personal reconocimiento las generosas, aunque no compatibles, afirmaciones de Pepe Revueltas. (¿O todo se deberá a que, a pesar de la ligereza y naturales imprecisiones con que en nuestra entrevista anterior aparecía tocado el tema este en verdad preocupa, inquieta y corroe a nuestros jóvenes escritores?)

­¿Y cuál es su posición frente a Revueltas?

­Para ser claro y breve diré que quiero que la literatura sea útil, provechosa, fértil y viva para la integración espiritual de un pueblo: buena para iluminarlo, expresarlo, guiarlo y defenderlo. No estoy de acuerdo en que sea sólo una herramienta, porque si llega a serlo, el escritor renuncia a su libertad y a esa lucidez más profunda que muy difícilmente se disciplinaría con los partidos o con las ideologías. Si puede existir una gran creación literaria que sirva a una creencia ­todas tienen una creencia pero sólo en cuanto se dé una coincidencia profunda y libre entre las convicciones auténticas del escritor y las ideas de una función. Pero en este caso, la literatura o el arte no son ya una herramienta ciega y ortodoxa, sino un testimonio personal y libre.

­¿Y González Casanova?

­Henrique no entendió lo que no quiso. Hace tiempo, en el suplemento de Novedades, escribí una serie de artículos reunidos en un librito, bajo el título de Los problemas de nuestra cultura literaria, que él conoció bien. Ahí exponía con cierta amplitud y adecuadas precisiones conceptuales las mismas ideas que en la entrevista sólo repetía esquematizadas. Creo que no había necesidad de repetir el proceso total de mis ideas y que podía confiar en el buen juicio de los buenos entendedores.

_¿De veras renunció a la literatura?

­No es que yo abjure de la literatura ni que la considere inútil. Considero pobre e inútil la mayor parte de la que se escribe hoy en México, lo cual es diferente. No es que espere que don Alfonso Reyes y don Jaime Torres Bodet se vayan al campo como maestros rurales; espero que los jóvenes aspiren siquiera a emular los dones y las obras de estos maestros, y puesto que se contentan con lo que hacen, mejor sería que fueran útiles a su pueblo.

"En mi personal ejercicio intelectual, yo me pregunté simplemente: ¿Sirvo real y eficazmente a mi pueblo?, y tuve que responderme que sólo servía a una pequeña comunidad. Y como no tenía el engreimiento suficiente para hacer creer que servía a la infinita posteridad, me puse a buscar un servicio más humilde, pero más real. Eso es todo. Aquellas maestras rurales de Mascota ­tan distantes de los miles que ahora sólo aspiran a concluir su retiro rural­, aquellas maestras que juntaban en su sencillez al misionero, al apóstol, al educador, al antropólogo, al médico, al hechicero, al juez y a la nobleza humana fueron para mí la piedra clave de un arco que habían comenzado a fraguar en mí con su labor real y positiva en servicio de México, nuestros economistas, nuestros sociólogos, nuestros políticos, nuestros antropólogos, nuestros técnicos y nuestros educadores, tardíamente, es posible, pero al fin.

­¿Cuál podría ser la conclusión de todas estas ideas?

­La conclusión es muy sencilla: el que no sirva que no pierda el tiempo engañándose a sí mismo. Poetas como Octavio Paz, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño; narradores como Juan José Arreola, Juan Rulfo y Ricardo Pozas; autores teatrales como Emilio Carballido y Héctor Mendoza, entre los jóvenes son útiles y reveladores y trascendentes para su pueblo, el mejor servicio que podemos pedirles es que continúen fieles a su íntima vocación. Pero junto a ellos, y muy pocos más, ¿qué hay sino desolación y discos rayados? Y ellos son los que, si quisieran ser congruentes consigo mismos, y servir exclusivamente por el camino de la cultura, mejor harían en aspirar a maestros rurales o en tomar cualquier otro camino en que sus conocimientos y sus aptitudes sean provechosas para su pueblo. (Comparemos el esplendor de las pasadas generaciones literarias en que los mejores espíritus se consagraban a las letras, y remordemos, para no ir demasiado atrás, lo que ocurría apenas hace un lustro, en que todavía quedaba una literatura mexicana. Hoy, además de los muchos que han muerto, la desbandada es general y mis palabras no son más que un epitafio.)

 
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