Usted está aquí: domingo 4 de febrero de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

El jardín de las mimosas

Durante todo el viaje el taxista se empeñó en demostrarme su conocimiento de barrios y colonias. En su mapa mental había diseñado rutas, horarios, límites que garantizaban su seguridad y la de sus clientes.

­Si usted me hubiera pedido que la llevara a La Marranera o a La Olla, ni por todo el oro del mundo lo habría hecho. Es muy peligroso y para qué le busco. Antes no era así: uno andaba por todas partes y a cualquier hora. La ciudad se ha descompuesto mucho y la gente todavía más.

El chofer aspiró con fuerza: ­¿No le llega un olorcito medio raro? Seguro que es el clutch. Voy a orillarme.

­¿Y entonces...?

­Pues, con mucha pena, tendré que dejarla aquí. Lo bueno es que la calle de Pirules no está lejos; queda del otro lado de la plaza cívica ­soltó una carcajada irónica­. El patio de mi cantón está mejor que la dichosa plaza: un vil cuadrado de cemento con un quiosco que es basurero y dormitorio de drogadictos.

­Exactamente ¿dónde queda la plaza? La otra vez que anduve por aquí no vi ninguna.

­¿Cuánto hace que vino?

­Como dos años.

­¡Con razón! La inauguraron en septiembre pasado. ¿Recuerda que para llegar a Pirules atravesó por un jardín muy bonito?

­Sí, cómo no. Estaba lleno de mimosas.

­Pues ya no lo va a encontrar, porque allí merito construyeron la dizque plaza cívica. ¿Se imagina cuántos árboles talaron para hacer esa porquería? Y todo a fin de que el presidente municipal, antes del cambio de administración, se las diera de que hacía mucha obra pública.

El taxista era un buen conversa- dor, pero yo tenía prisa: Máxima me esperaba.

­¿Cuánto le debo? ­el hombre señaló hacia el taxímetro y saqué mi cartera­. Ojalá le arreglen pronto su taxi.

II

Ayer visité a Máxima por segunda ocasión. En agosto de 2005, durante nuestro primer encuentro, después de que me presentó a Eréndira y recorrimos la casita que compartían, nos fuimos al jardín para conversar bajo la sombra de los árboles. El tono amarillo de las mimosas correspondía al entusiasmo con que Máxima iba poniéndome al tanto de su nueva vida. Lo único malo era que extrañaba a sus clientas y sus recorridos de un lado a otro.

Cuando nos despedimos, le pregunté si no echaba de menos su casa, el bullicio de Artículo 123. Reconoció que le hacía falta la animación de sus viejos rumbos, pero a cambio disfrutaba de una ventaja: el jardín de las mimosas.

El solo hecho de mirarlo desde la miscelánea le hacía llevadera la rutina del trabajo y alimentaba su esperanza de que muy pronto la colonia se hiciera digna de su nombre: La Arboleda.

Mientras atravesaba la plaza cívica, pensé en lo que sentiría Máxima al ver su jardín sepultado bajo una plancha de cemento gris.

El panorama era el mismo que había visto año y medio antes: hileras de casas a medio hacer, talleres y comercios improvisados, basureros al aire libre, carrocerías salpicando las faldas de los cerros transformadas en calles. Sin el esplendor del jardín de las mimosas todo aquello me pareció mucho más desolado.

III

La plaza estaba desierta. En el quiosco dos perros flacos jugueteaban sobre un montón de trapos, envases de plástico y papeles sucios. Sentí alivio cuando aparecieron dos mujeres cargadas con las bolsas del mandado. Iban de prisa, pero alcancé a escuchar lo que dijo una de ellas: "Mi nieto ya no es un bebé. Estamos en 2007".

Me pareció increíble que hubiera transcurrido año y medio desde la tarde en que Máxima y yo conversamos en el jardín de las mimosas, y dos años desde que ella había renunciado a su oficio.

Lo ejercía a domicilio en varias colonias. Máxima llegaba a mi casa el primer lunes de cada mes. Desde las once de la mañana hasta las cinco de la tarde, inclinada sobre la vieja máquina Singer, pegaba cierres, botones y hacía toda clase de composturas.

Con el tiempo Máxima se convirtió en una especie de parienta lejana, de esas que reaparecen sólo en circunstancias especiales: bodas, bautizos, graduaciones, velorios. Durante todos los años que trabajó conmigo, por más que le insistí, nunca aceptó compartir la mesa con nosotros.

Cuando había pocos arreglos que hacer me cobraba un poco menos, aunque permaneciera las mismas horas junto a la Singer. El mueble era su adoración. Al término de su trabajo lo enceraba y lo cubría con una carpeta hecha de retazos, como si quisiera protegerlo de todo contacto ajeno al de sus manos.

Algunas de sus clientas eran mis conocidas. Cuando Máxima decidió abandonar su oficio ellas lo resintieron tanto como yo: "¡Lástima! Hacía unas composturas divinas. Siempre tan bien hecha". Al final coincidíamos en agregar a esas cualidades otras dos, invaluables: su honradez y su discreción.

IV

Máxima era pequeña. La nariz puntiaguda y los labios apretados le daban aspecto de ave. El cabello rizado enmarcaba su cara, en que lo más notable era el brillo de sus ojos, sombreados por largas pestañas. Cuando se las elogiaba, me decía: "Ya no las tengo tan bonitas como cuando era más joven. Con decirle que entonces era capaz de sostener en ellas un cigarro". Aún no puedo imaginarme en qué circunstancias o por qué razones se habrá sometido a una prueba tan inútil, que además parecía enorgullecerla más que sus habilidades de costura.

Máxima jamás hablaba de su vida ni de su familia. Me enteré de la existencia de su tía la tarde en que me informó su decisión de abandonar la costura para volverse ayudante de Eréndira. "Mi tía ya está grande. Necesita alguien que la auxilie en su miscelánea porque, gracias a Dios, tiene bastante clientela".

Le pregunté si estaba segura de su decisión y sólo mencionó las ventajas del cambio: ya no tendría que ir de un sitio a otro ni padecer los fuertes dolores de espalda causados por tantos años de estar inclinada sobre la máquina. Además, como huésped de Eréndira, se ahorraría el alquiler por los dos cuartos que rentaba en un edificio de Artículo 123.

Máxima no había considerado que su nueva vida implicaba el sacrificio de su independencia. No mencioné el tema, pero le aseguré que, en caso de que cambiara de opinión, su máquina estaría esperándola. Prometió mantenerse en contacto por teléfono y me pidió que la visitara, ya que ella, esclavizada por el comercio, no podría hacerlo: La Deliciosa funcionaba toda la semana.

V

Máxima tardó en encontrar las llaves del candado con que aseguraba la reja tendida de un extremo a otro de la miscelánea. De inmediato advertí otros cambios: anaqueles semivacíos, alteros de huacales y cajas ocupaban el sitio donde antes encontré canastos repletos de verduras y frutas de temporada. Del refrigerador emanaba olor a moho. Una cartulina fosforescente invadía una imagen de la Virgen de Guadalupe: "Se vende barbacoa los domingos".

En cuanto Máxima logró salir de lo que ella misma llamó "su jaula" y se acercó para saludarme, percibí cierto abandono en su persona. En tono lastimoso me recriminó que hubiera tardado tanto en volver a visitarla y me ofreció un banquito de plástico: "¿No le importa que nos quedemos aquí? Mi tía está enferma y no quiero dejarla sola; además, ya habrá visto que mi jardín desapareció. Ya no tenemos otra parte a dónde ir".

Le pregunté de qué estaba enferma Eréndira. "El médico nos dijo que era la presión; para mí que tiene otra cosa: preocupaciones. El negocio anda muy mal. Hemos perdido clientela y la poquita que nos queda compra cada día menos. Los clientes que antes se llevaban un kilito de huevo ahora piden media docena de blanquillos; quienes ordenaban una caja de arroz o un paquete de fideo ya nada más piden sopas Maruchan; con un poco de agua hirviendo quedan listas y no hay que consumir gas. Lo que nos sostiene es la venta de cerveza y de barbacoa los domingos. No es gran cosa: compro un pedazo de borrego en el tianguis, medio que lo sazono, lo meto en la olla exprés y ¡vámonos!"

Ante el panorama no pude menos que preguntarle si había considerado la posibilidad de retomar su antiguo oficio: "No. Ya no tengo fuerzas para ir de un lado a otro y me daría miedo andar tanto en la calle. Aquí, en mi jaula, por lo menos me siento segura. Además, mi tía no tiene más familia que yo. Qué tal que se muere y un desconocido viene a aprovecharse. Por eso, mejor me aguanto". No quise profundizar en el comentario.

Durante el breve tiempo de mi visita ningún cliente interrumpió nuestra conversación. Apresuré la despedida, prometí regresar pronto y ordené un taxi por teléfono. Rumbo a la calzada, al pasar frente a la plaza cívica, sentí dolor de imaginarme a Máxima sola, enrejada en medio de la aridez brutal, mirando pasar su vida sin tener siquiera la dicha de ver un jardín repleto de mimosas.

 
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