Usted está aquí: lunes 5 de febrero de 2007 Cultura Vida con las avispas

Hermann Bellinghausen

Vida con las avispas

De unos años para acá la casa es aquejada por una plaga endémica, por así decir, de avispas grandes, zumbonas, y aunque hirientes por cuestión de especie, bastante tontas. Al principio me esforcé en comprenderlas. Me parecen, sin excepción y literalmente, seres perdidos buscando la luz.

Con el tiempo observé que por el jardín transitan enjambres, nubes de avispas buscando no sé si dónde instalar un panal o simplemente algo de calor. Incapaces de producir otra cosa que ruido y ronchas, carecen del valor nutritivo y metafórico de las abejas. Su perdición es la luz, por eso resulta fácil aplastarlas contra los vidrios en hora matinal. Primero respeté sus vidas, no tengo el impulso de liquidar los bichos que me salen al paso, y que en estas partes de la patria son abundantes, diversos y, en ocasiones, alucinantes. Abría las ventanas para que salieran.

Me considero amigo de las arañas. No las molesto, sean grandes, chicas o diminutas. Sólo las barrigonas me inspiran desconfianza y las despanzurro. A las tarántulas, que los pueblos mayas llaman chibó, prefiero eliminarlas, aunque de tan grandes y carnosas dejan la sensación de que uno apachurra un mamífero.

Mosquitos hay millones, insidiosos y deleznables, pero no en mi casa, sólo en las tierras bajas de la selva. Con ellos cualquier batalla es inútil, lo mejor es evitarlos. Por suerte mi sangre no resulta muy de su agrado y sólo los más desesperados o promiscuos se animan a succionarla. Cuando me duele o comezonea el pellejo, particularmente en los nudillos, anhelo con rencor que mis glóbulos hayan envenenado al atacante, aunque el consuelo es pobre y como quiera me rasco. Las moscas, que últimamente son de una clase grande, negra y peluda (ahórrense el albur), basta que no se claven en mi vaso de vino o limonada para irlas soportando. Mal que bien, remiten a don Machado ("vosotras las familiares") y ya con eso.

El caso de las avispas es peculiar. Algo tiene de aberrante su andar a tontas y locas por techos y ventanas, nada más zumbando. Cuando llegaron las primeras, hace algunos años, me comporte ecológica y hasta ceremonialmente con ellas, en esa cuerda franciscana de hermano sol, hermana luna, hermano lobo, hermana avispa. Hasta que experimenté en carne propia que mensas, mensas, pero bien que pican, y gacho, así que del amor universal pasé al odio fanático y me organicé verdaderas orgías asesinas, avispicidios que, de haber una Amnistía Internacional de insectos, ya me tuviera en un banquillo de la corte en La Haya. Aún argumentando, sé que con razón, haber actuado en defensa propia.

Cuál no sería mi rabia entonces que, contra mis principios, incurí en el armamento químico y me hice cliente de Raid Matabichos y H24. Descubrí que las avispas son muy sensibles a la tetramina, la cifenotrina, el butóxido de piperonilo y otros agentes activos del insecticidio.

El tiempo pasa, y mi relación con las avispas itinerantes que buscan dónde apeñuscarse, aunque sigue en un irritante vida o muerte, ha perdido frenesí. Si cruzan mi camino doméstico, agarro un cenicero, un frasco, una tapa y las aplasto. Su crujido, confieso con vergüenza, me resulta gratificante. Y sus convulsiones finales ya no me impresionan. Un enemigo menos, y punto.

Sé que si permanecieran en el campo abierto y pusieran avisperos donde mejor les viniera, serían lo que deben, allá, y no lo que son acá: torpes especímenes dotados de un aguijón tremendo, élitros nerviosos y rígidos, y una cabeza giratoria de robot bueno para nada. Vuelan con la panza y el aguijón colgando, como se les pesaran. Sus bracitos abiertos casi las humanizan, pero no me engaño. Con una avispa en vuelo no hay que meterse, lleva ventaja. Y como agresivas no son, la cosa es impedir que topen con alguna parte de mi cuerpo. Porque eso sí, cuando se estacionan en la piel, se espantan de inmediato, clavan su mugre aguja venenosa y duele como la chingada.

Como todo en estas latitudes, las avispas tienen temporada alta y baja. Los muros de adobe y las tejas de la casa son falibles (pregunten cómo me va en época de lluvias), así que las avispas siempre encuentran grietas y rendijas para internarse en la cocina, el estudio y la regadera (especial peligro reviste darse un baño, como en un trasunto de Psicosis de Hitchcock).

Ya abandoné el empleo de armas químicas para no terminar fumigado. Ataco manualmente. Y como en la noche se guardan no las cuento entre las diversas causas de mi insomio. Sería injusto.

 
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