Usted está aquí: domingo 11 de febrero de 2007 Opinión Vicisitudes de Mr. Blank

Paul Auster

Vicisitudes de Mr. Blank

Ampliar la imagen Portada del nuevo libro de Paul Auster. Foto: Jerry Bauer

Ampliar la imagen El escritor neoyorquino, en imagen incluida en la solapa de esa obra Foto: Jerry Bauer

El nuevo libro de Paul Auster es un poliedro retrospectivo y al mismo tiempo un prisma donde se proyecta el tiempo hacia delante y hacia cualquier lado. Como en los juegos de matriushkas, los reflejos cóncavos de una historia que contiene a otra historia que contiene a la anterior o a la siguiente, los personajes se trastocan en esa misma ingeniería de la memoria, la proyección y la imaginería. Paul Auster celebra sus 60 años de vida con Viajes por el Scriptorium, una suerte bizarra de autobiografía en futuro y quizá el más kafkiano de sus libros. En algunas librerías, en la compra de esta edición, el lector obtiene el volumen titulado Homenaje a Paul Auster. Con autorización de Anagrama, ofrecemos a nuestros lectores el arranque de este relato alucinatorio

El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo. No sabe que hay una cámara instalada en el techo, justo encima de él. El obturador se acciona silenciosamente cada segundo, realizando ochenta y seis mil cuatrocientas instantáneas a cada rotación de la tierra. Aunque supiera que lo están vigilando, le daría lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginación mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.

¿Quién es? ¿Qué está haciendo ahí? ¿Cuándo ha llegado y cuánto tiempo se quedará aún? Con suerte, el tiempo nos lo dirá todo. De momento, nuestro único cometido consiste en estudiar las fotos con el mayor detenimiento posible y abstenernos de extraer cualquier conclusión prematura.

En la habitación hay una serie de objetos, y cada uno de ellos lleva pegado un trozo de cinta blanca, con una sola palabra escrita en mayúsculas. En la mesilla de noche, por ejemplo, la palabra es MESILLA. En la lámpara, la etiqueta dice LAMPARA. Incluso en la pared, que estrictamente hablando no es un objeto, hay un trozo de cinta adhesiva donde se lee PARED. El anciano levanta un momento la vista, mira la pared, ve la etiqueta pegada en ella y, con voz queda, pronuncia la palabra pared. Lo que en este momento no podemos saber es si está leyendo la palabra escrita en la tira blanca o si sólo se refiere a la pared propiamente dicha. Puede que se le haya olvidado leer pero sepa reconocer las cosas y llamarlas por su nombre o, a la inversa, que haya perdido la capacidad de distinguirlas pero que aún sepa leer.

Lleva un pijama azul con rayas amarillas, y calza unas chancletas de cuero negras. No tiene muy claro dónde se encuentra exactamente. En la habitación, sí, pero ¿en qué edificio está? ¿Es una casa? ¿El hospital? ¿La cárcel? No recuerda cuánto tiempo lleva ahí ni la naturaleza de las circunstancias que precipitaron su traslado a ese sitio. Quizás nunca se ha movido del cuarto; a lo mejor es ahí donde ha vivido desde que nació. Lo que sí sabe es que está consumido por un implacable complejo de culpa. Y al mismo tiempo no puede evitar la sensación de ser víctima de una tremenda injusticia.

En la habitación hay una ventana, pero tiene la persiana bajada, y que él recuerde, nunca se ha asomado a ella. Lo mismo puede decir de la puerta con su blanco picaporte de porcelana. ¿Está encerrado, o es libre de entrar y salir cuando le plazca? Aún debe investigar esa cuestión; porque, según hemos visto en el primer párrafo, está como ausente, perdido en el pasado y vagando sin rumbo entre los fantasmas que desfilan por su cabeza, luchando por contestar la pregunta que lo atormenta.

Las fotografías no mienten, pero tampoco lo cuentan todo. Son simplemente un testimonio del paso del tiempo, la prueba visible. La edad del personaje, por ejemplo, es difícil de determinar a partir de las imágenes en blanco y negro, un tanto desenfocadas. El único dato que puede establecerse con cierta seguridad es que no es joven, pero la palabra viejo es un término aleatorio y puede aplicarse a cualquiera que esté entre los sesenta y los cien años. Prescindiremos, por tanto, del calificativo viejo y en lo sucesivo llamaremos Míster Blank a la persona que está en la habitación. De momento no será necesario su nombre de pila.

Míster Blank se levanta por fin de la cama, se detiene brevemente para no perder el equilibrio y, arrastrando los pies, se dirige hacia el escritorio, al otro extremo de la habitación. Se siente cansado, como si acabara de despertarse después de una noche de dormir poco y mal, y mientras las suelas de sus chancletas se deslizan por el entarimado, le viene a la cabeza como un rumor de papel de lija. A lo lejos, fuera de la habitación, más allá del edificio en que se encuentra el cuarto, oye el tenue grito de un pájaro: un cuervo, o tal vez una gaviota, no sabría decirlo.

Míster Blank se sienta despacio en el sillón del escritorio. Es una butaca muy cómoda, piensa él, de suave cuero marrón, y está provista de amplios brazos para apoyar los codos, por no mencionar el invisible mecanismo de resortes que permite mecerse de atrás hacia delante a voluntad, y eso es precisamente lo que hace nada más sentarse. El movimiento de vaivén le tranquiliza el ánimo, y mientras disfruta del agradable balanceo, se acuerda del caballito que tenía en su habitación cuando era pequeño, y entonces empieza a rememorar los viajes imaginarios que emprendía en aquel caballo, que se llamaba Whitey y que, en la imaginación del joven Míster Blank, no era un objeto de madera pintado de blanco, sino un ser viviente, un caballo de verdad.

Tras esa breve excursión a su primera infancia, una angustia irrefrenable lo atenaza de nuevo. Dice en voz alta, con aire cansino: No debo permitirlo. Luego se inclina hacia delante para examinar los montones de documentos y fotografías pulcramente colocados sobre el escritorio de caoba. Primero coge las fotos, tres docenas de retratos en blanco y negro de veinticinco por veinte de hombres y mujeres de diversas razas y edades. La primera muestra a una joven de poco más de veinte años. Lleva el pelo muy corto, y hay una vehemente e inquieta expresión en sus ojos mientras mira al objetivo. Está parada en la calle de alguna ciudad, probablemente italiana o francesa, porque da la casualidad de que se encuentra delante de una iglesia medieval, y como lleva abrigo y bufanda, cabe suponer que la instantánea se tomó en invierno. Míster Blank mira fijamente a los ojos de la joven y se esfuerza en recordar quién es. Al cabo de unos veinte minutos, musita una sola palabra: Anna. Lo inunda un sentimiento de amor incontenible. Se pregunta si no habrá estado casado con Anna, o si, tal vez, no estará contemplando el retrato de su hija. Un momento después de asimilar tales pensamientos, lo invade una nueva oleada de culpa, y entonces comprende que Anna ha muerto. Aún peor, sospecha que él ha sido el responsable de su muerte. Incluso podría ser, dice para sus adentros, que fuera él quien la mató.

Míster Blank gime de dolor. No soporta mirar las fotos, de modo que las aparta a un lado y centra su atención en los documentos. Hay cuatro montones en total, de unos quince centímetros de altura cada uno. Sin motivo aparente alguno, alarga el brazo hacia el último montón de la izquierda y coge la primera hoja. El texto escrito a mano, en mayúsculas semejantes a las que se ven en las tiras de cinta adhesiva blanca, dice lo siguiente:

Vista desde los confines del espacio exterior, la tierra no es mayor que una mota de polvo. Recuérdalo la próxima vez que escribas la palabra humanidad.

Por la expresión de contrariedad que se apodera de sus rasgos mientras recorre esas frases con la vista, podemos estar casi seguros de que a Míster Blank no se le ha olvidado leer. Pero la cuestión de quién pueda ser el autor de esas frases sigue siendo una incógnita.

Míster Blank coge la siguiente hoja del montón y descubre que se trata de un texto mecanografiado. El primer párrafo dice así:

En cuanto empecé a contar mi historia, me tiraron al suelo y me dieron una patada en la cabeza. Cuando me puse en pie, uno de ellos me cruzó la cara, y a continuación otro me pegó un puñetazo en el estómago. Me derrumbé. De nuevo logré incorporarme, pero justo cuando comenzaba mi narración por tercera vez, el Coronel me arrojó contra la pared y me quedé sin sentido.

La página contiene otros dos párrafos, pero antes de que Míster Blank pueda empezar a leer el segundo, suena el teléfono. Es un aparato negro, de disco, un modelo de finales de los cuarenta o principios de los cincuenta del siglo pasado, y como está sobre la mesilla de noche, se ve obligado a levantarse del mullido sillón de cuero y dirigirse arrastrando los pies al otro extremo de la habitación. Coge el teléfono al cuarto tono.

Diga, dice Míster Blank.

¿Míster Blank?, pregunta la voz al otro lado de la línea.

Si usted lo dice...

¿Está seguro? No puedo correr riesgos.

Yo no estoy seguro de nada. Si usted quiere llamarme Míster Blank, con mucho gusto atenderé a ese nombre. ¿Con quién hablo?

Con James.

No conozco a ningún James.

James P. Flood.

Refrésqueme la memoria.

Ayer le hice una visita. Estuvimos dos horas juntos.

Ah. El policía.

Ex policía.

Eso. El ex policía. ¿En qué puedo servirlo?

Quisiera verlo otra vez.

¿Es que no tiene bastante con la conversación de ayer?

En realidad, no. Ya sé que sólo soy un personaje secundario en este asunto, pero me han dado autorización para entrevistarme dos veces con usted.

Me está diciendo que no me queda otro remedio.

Eso me temo. Pero no tenemos que hablar en su habitación si no quiere. Podemos salir y sentarnos en el parque, si lo prefiere.

No tengo nada que ponerme. Ahora estoy en pijama y zapatillas.

Eche una mirada al armario. Ahí tiene toda la ropa que necesita.

Ah. El armario. Gracias.

¿Ha desayunado ya, Míster Blank?

Creo que no. ¿Es que puedo comer?

Tres veces al día. Aún es algo temprano, pero Anna no tardará mucho en llegar.

¿Anna? ¿Ha dicho Anna?

Es la persona que se ocupa de usted.

Creí que estaba muerta.

De ningún modo.

A lo mejor es otra Anna.

Lo dudo. De todas las personas implicadas en este asunto, ella es la única que está totalmente de su parte.

¿Y las otras?

Digamos que hay mucho resentimiento, dejémoslo así.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.