Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de marzo de 2007 Num: 626

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La otra frontera
(México-Guatemala)

ISABEL VERICAT NÚÑEZ

Religiosidad en Pellicer
GUILLERMO SAMPERIO

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Domingo

La palabra domingo se deriva del adjetivo latino dominicam, precedido por el sustantivo diem, palabra tanto masculina como femenina; en el latín eclesiástico siempre tuvo este género, mientras que el latín vulgar prefirió el masculino: así, el domingo castellano actual no procede del diem Dominicam litúrgico, sino del diem Dominicum vulgar. En la secuencia aprendida escolarmente en castellano y las lenguas romances, el último día de la semana es el domingo, mientras que en las culturas sajonas y germánicas se empieza a contar desde el domingo (Sunday, Sontag): para ellas, igual que en latín, se trata del día del Sol. La semana que solemos transitar es romana de lunes a viernes (el lunes está dedicado a la Luna; el martes, a Marte; el miércoles, a Mercurio; el jueves, a Júpiter; y el viernes, a Venus); es judía el sábado (que los romanos dedicaban a Saturno) y cristiana, el domingo. El orden acostumbrado para la secuencia de los días es característico de judíos y cristianos pues, en el orden judeo-cristiano de la semana, los días de trabajo preceden al día festivo, el día del Señor, en recuerdo de la Creación.

Pocas personas estarían dispuestas a admitirlo, pero el día dedicado al Señor tiene un lugar entre confortable y zozobrante en el encadenamiento semanal. Por un lado, acoge los excesos del viernes y el sábado, los absuelve y les va otorgando una mansedumbre que el cuerpo agradece; por el otro, a la vuelta del domingo acecha el lunes, que soporta el regreso a las obligaciones cotidianas, al trabajo, a levantarse temprano, a horarios y actividades fijos. Otra gratitud para el domingo es que la gente duerme el cansancio de las obligaciones laborales y el trajín de sus pecados de fin de semana, lo cual despuebla las ciudades, encierra los coches y favorece el paseo por lugares usualmente atestados.

Así, por ejemplo, no hay nada tan grato como deambular por el Centro de Ciudad de México, o por las calles del pueblo de Tlalpan a horas en que el diálogo es más amoroso con la buena compañía de uno, con la arquitectura y con calles poco populosas. Por contraste, al mediodía, el domingo ya es augurio del amenazante lunes: las calles se repueblan y todo vuelve a ser asunto de masificaciones, congestiones y tumultos, lo cual ocurre no sólo a la hora de pretender concurrir a un restaurante, sino en las entradas de cines y museos. Además, el domingo no deja de ostentar un aire entre puritano y recoleto: no hay domingo después del domingo para atenuar sus actividades y, claro, ahí está la obligación de la misa religiosa (para los creyentes) y la aterradora de esa misa profana que son el futbol y los deportes televisados.


Foto: cortesía de Foster M. Palmer

Es posible que la imperfección del domingo se deba a su origen judeo-cristiano: después de seis días de ardua labor en los que Yahvé creó el cielo y la tierra, separó las luminarias, hizo los animales reptantes, natatorios y terrestres, diseñó el Jardín y confeccionó con barro a Adán, y de una costilla de éste, a Eva; después de todo eso, el séptimo día Yahvé miró su obra, la consideró perfecta y decidió descansar (ese séptimo día es el sábado judío y el domingo cristiano): ahí estuvo el origen de muchos descalabros. En primer lugar, ¿qué tal si Yahvé le hubiera dado una buena pulidita a su obra, corrigiendo aquí, quitando allá? ¿Qué tal dos días más de manita de gato para evitarle al hombre y a la mujer los duros padecimientos de la mortalidad con que después los fustigaría? ¿Por qué no llegar a una entente cordiale con Luzbel, en previsión de todos los futuros descalabros? En fin, esos dos días (inexistentes) son como el lost weekend de Yahvé y de quienes venimos padeciendo las consecuencias de tal molicie, es decir, todas las generaciones de humanos sobrevenidas después de la salida del Jardín.

Descansar después de un trabajo meritorio pero hecho al aventón, ha hecho del domingo ese día incierto en que se ha convertido: no es del todo descansado y abriga en él la zozobra del día siguiente, el ominoso lunes que llena de sombras a su día precedente después de las tres de la tarde. No es raro que, después de esa hora, los festinantes del viernes parezcan personas purgando una penitencia que obliga a merendar temprano, a dejar preparadas las cosas del día siguiente y a poner resignadamente la hora fatídica en el despertador. Para mayor crueldad, México escucha en la noche la Hora nacional: anuncio del fin de la fiesta y el comienzo del trabajo, viva semejanza de la manera como Carnaval huye ante Doña Cuaresma en el Libro de buen amor.