Usted está aquí: miércoles 14 de marzo de 2007 Opinión Los días inocuos y las alabanzas anticipadas

Luis Linares Zapata

Los días inocuos y las alabanzas anticipadas

La incipiente administración de Felipe Calderón, el presidente del oficialismo y demás adláteres, recién cumplió sus 100 días de prueba y error. Para unos, que tratan de sublimar su empeño con alabanzas al canto, han sido superados con notas, si no sobresalientes, sí con mucha valentía, empeño y discreción. Le reconocen la voluntad de enfrentar lo que consideran prioridad de un gobierno: las amenazas a la seguridad individual y colectiva a cargo del narcotráfico.

Para otros, insignes columnistas diarios, locutores bien posicionados de la primacía televisiva y radiofónica, es el personaje que esperaban cuando acudieron a las urnas a votar por su triunfo, y encuentran que no los ha defraudado. Tampoco, afirman en seguida, los ha emocionado, en un afán de guardar distancias que, en la práctica, resultan ficticias. Calderón y su gobierno no los han conducido por una senda de riesgos innecesarios, concluyen, no sin dejar un tufo peticionario de favores, aunque éstos sean menores o laterales. Para ellos, cumplió con atingencia cotidiana su cometido.

Sin estridencias, con parsimonia digna de reconocimiento, han ido cimentando eso que, desde un inicio, los perspicaces observadores entrevieron en él: a un hombre que no aspira a ser un sujeto privilegiado de la historia. Dan, seguros de sus atentos análisis, testimonio de la paciencia del michoacano bajito y de lentes para enfrentar sus adversidades, para sobreponerse a sus limitantes circunstanciales. Afirman con voz calma, segura de ser recibida con agrado en las cúspides del poder, de donde se resisten a salir, la existencia de una serie mayúscula de condicionamientos que le van presentando sus adversarios, ese hato de premodernos izquierdazos que, en el fondo, son sujetos resentidos por su baja condición de clase.

De inmediato identifican las fronteras, predicen los obstáculos que le abren, al paso cuidadoso y meditado de Calderón, sus irredentos opositores, agoreros de todo mal. Y, al finalizar su minucioso examen, concluyen que es el Ejecutivo a la medida de sus deseos, el que les complace observar como encargado de la cosa pública de gran nivel. Es él, precisamente, quien podrá no sólo hacerse cargo de las dificultades nacionales, sino que tal tarea la hará con el conveniente bajo perfil. Ese que se creyó importante tener, sobre todo frente a otros, estridentes competidores derrotados, que aspiraban a cambiar la historia. Perdedores insatisfechos con el rumbo escriturado del progreso y la creación de riqueza.

Al hacer esta clase de enjuiciamientos, muchos de los críticos orgánicos, si no es que la totalidad de ellos, guardan en la trastienda de sus recovecos personales una mancha indeleble de rencores bien estampados, de resentimientos hacia aquel que sigue siendo el depositario de sus rencillas ideológicas.

Las cualidades de gobernante que ha exhibido Calderón en estos sus días tempraneros tienen que ser extraídas a fuerza de elogios embutidos por sus apoyadores sobre un cuerpo de político mediocre. Casi nada de lo visto estos días quedará grabado en la corta historia si no se refuerza con miles de espots (todos pagados con abundancia y generosidad con dinero público), donde se deposita en estos tiempos inaugurales toda clase de desmesura, de bienes llegados de ningún lugar inasequible. Si Calderón no aspira a ser el mejor Presidente, el guía, el más apreciado por sus logros terminales y querido por enanos y gigantes, como llegan a desear algunos, ¿entonces por qué su enorme gasto publicitario? Se equivocan de cabo a rabo los que creen que la atonía calderoniana es producto de su destreza política, de sus ambiciones controladas, de su talante cuidadoso. Más bien, su deambular protegido de vallas y guardianes malencarados, sus apariciones en recintos controlados, son reflejo de miedos, de mediocres precauciones y propuestas tan momentáneas como pequeñas. Sabe, ahí dentro, donde más pesa, que su accionar lleva inscrita la leyenda de la ilegitimidad. Una ilegitimidad que el tiempo no borra sino regraba.

Lo que estos 100 días ponen al descubierto es una Presidencia oficial sitiada por sus propios artífices y mecenas. Calderón, muy a pesar de las intencionadas recomendaciones de sus corifeos para que se desprenda de los lastres, de los sobrepesos, de aquellos sus compañeros de campaña que usaron el puño divino para golpear, de sus financieros con las facturas bajo el brazo, de sus consejeros de trampas y escupitajos a los adversarios, de esos que ahora le impiden enfrentar los problemas estructurales, los de mero fondo, nudos que, sin desatarlos, impedirán el crecimiento, ha hecho exactamente lo esperado: mantenerlos cerca, pagarles, darles las canonjías tradicionales, retribuirles sus donativos. La cacareada valentía para lanzar al Ejército contra los narcos y rescatar las plazas y los cerros, no es tal. Calderón no corre riesgo adicional por ello. Lo correrán los policías de crucero que empiezan a caer en las banquetas a manos de pistoleros del crimen organizado, los soldados acribillados en despoblado y, lo que ya también aparece como táctica de amedrentamiento, los turistas, los mexicanos simples de la calle. Cuando todo esto se atisbe como una realidad cotidiana, cuando se levante el clamor por la intranquilidad así desatada y Calderón vea su imagen erosionada, se apreciará su valentía. Mientras, es simplemente un timorato en busca de un lugar en la escena pública que emplea la propaganda, las decisiones menores y el discurso rollero, no más.

 
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