Directora General: CARMEN LIRA SAADE
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Domingo 18 de marzo de 2007 Num: 628

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La contundencia emotiva de Louis Jolicœur
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FABIÁN MUÑOZ
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Gabo de Aracataca
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Gabo de Aracataca

Ricardo Bada

I
GABO Y EL PERIODISMO


Ilustraciones de Ricardo Peláez

"Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda." Tales fueron sus primeras líneas en letras de molde, al menos las primeras documentadas. Corría el año 1948 y en la cabecera del diario El Universal, de Cartagena de Indias, campeaba el 21 de mayo. Mes y medio antes, en la carrera séptima de Bogotá, habían ultimado a balazos al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Ese mismo día del magnicidio estalló el bogotazo, y poco después, en El Heraldo de Barranquilla, García Márquez firmará sus glosas usando el seudónimo Septimus. Siempre se ha dicho que lo adoptó del protagonista de Mrs. Dalloway, la novela de Virginia Woolf: siempre tuve la sospecha de que le hizo un homenaje indirecto a ese líder que había personificado –hasta aquel infausto 9 de abril– la esperanza de redimir a Colombia de la violencia.

Samuel Richardson fue sin lugar a dudas el novelista más popular del siglo XVIII, Victor Hugo del XIX y Gabriel García Márquez del XX. Quizás corra Gabo en este nuevo siglo la misma suerte de Richardson y Hugo, pero no albergo la menor duda de que sus textos periodísticos serán materia de examen en las escuelas de la profesión. Debiera ser la congruente recompensa para quien la definió como "el mejor oficio del mundo".

Lo más notable de esa carrera periodística suya no es su calidad como reportero, a pesar de ser tan evidente en el Relato de un náufrago, la magistral narración de la odisea del marinero Luis Alejandro Velasco, la crónica de un escándalo anunciado.

Basta recordar que a cambio le infligió a los lectores de El Independiente de Bogotá, entre el 18/III y el 5/IV/56, diecisiete artículos prescindibles sobre el escándalo de las escuchas en París: "El proceso de los secretos de Francia", algo así como un refrito –regurgitante de galicismos– de los diarios franceses de la época. Y en el que incluye un resabio de machismo disfrazado de ironía: "En torno a una mesa de doce metros de longitud había veinte sillas que sólo podían ser ocupadas por las personas capaces de guardar el secreto más secreto del mundo. En ninguna de ellas se ha sentado jamás una mujer."

Y no sólo eso. Igual que un Hernán Cortés de la literatura, además de su conquista de México (que en su caso es Macondo), también tiene que lamentar alguna noche triste. La de ggm se conoce bajo el título Noticia de un secuestro, a la cual no tuve más remedio que calificar en su día, siguiendo los parámetros de las compañías de seguros, como Noticia de un siniestro.

Tampoco creo que se lleguen a salvar del olvido sus críticas de cine en El Espectador, del mismo Bogotá, posteriores en casi veinte años a las de Graham Greene en el londinense The Spectator (nótese la simetría). Pero es indudable que su reseña de Umberto D., obra maestra de Vittorio de Sica, puede leerse como una sinopsis de El coronel no tiene quién le escriba, quizás la más maestra de sus obras.

Y es en ello donde pienso que radica la grandeza del periodista García Márquez: en que sus crónicas y artículos, sus glosas y reportajes, son una cantera de temas y perfiles, situaciones y propuestas, que en determinadas ocasiones pasan casi sin transición a la escritura de sus novelas. Leyéndolo así, su amplio corpus periodístico es un work in progress, un repertorio que encierra, como indudable punto álgido, su relato publicado el 15/III/52 con el título Algo que se parece a un milagro, donde refleja a posteriori la feroz represión de las bananeras, episodio crucial de Cien años de soledad. Al dolor sólo puede seguirle el canto: tras la destrucción de Ilión sólo queda escandir la Ilíada.

Pero por mucho que amemos la Iliada, siempre nos quedará la frustración de no saber lo que un Homero reportero hubiese escrito antes de ser el Homero poeta. De García Márquez, gracias a su labor como periodista, sabemos con certeza que siempre estuvo al pie del cañón.

II
GABO Y EL LENGUAJE INFANTIL

Aunque parezca paradójico, existe algo que podemos calificar como la sana malevolencia. Uno de los mejores ejemplos que se me ocurre fue incluido por Borges y Bioy Casares en su antología Cuentos breves y extraordinarios, y esos dos grandísimos farsantes se lo atribuyeron a un tal John Wisdom bajo el título "De la moderación en los milagros": "Parece que Bertrand Russell recordaba siempre la anécdota de Anatole France en Lourdes. Al ver amontonados en la gruta muletas y anteojos, France preguntó: –¿Cómo? ¿y no hay piernas artificiales?"

Con la sana malevolencia me volví a tropezar una vez más por culpa de las memorias, Vivir para contarla, de García Márquez. Y por cierto que su título primitivo (Vivir para contarlo) era idéntico al de la primera gran antología de un poeta andaluz muy vinculado a Colombia: José María Caballero Bonald. Pero esa es otra historia, como diría Rudyard Kipling.

En el capítulo final de dichas memorias, Gabo recuerda su visita secreta al secretario general del Partido Comunista colombiano, Gilberto Vieira, encontrándose éste en la clandestinidad durante la dictadura de Rojas Pinilla, y describe en detalle cómo llegó hasta su escondrijo:

Era un apartamento con una sala pequeña atiborrada de libros políticos y literarios, y dos dormitorios en un sexto piso de escaleras empinadas y sombrías adonde se llegaba sin aliento, no sólo por la altura sino por la conciencia de estar entrando en uno de los misterios mejor guardados del país. Vieira vivía con su esposa, Cecilia, y con una hija recién nacida. Como la esposa no estaba en casa, él mantenía al alcance de su mano la cuna de la niña, y la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación.

¡Tate!, exclamé, como haría Don Quijote en circunstancias homologables. Porque resulta que yo conozco a esa niña que lloraba en el domicilio clandestino de Gilberto Vieira. Naturalmente se trata de su hija Constanza, con quien he compartido varios años de tareas profesionales en la redacción latinoamericana de la Radio Deutsche Welle.

Y aquí reincidimos en aquello de la sana malevolencia. Comentándome ese pasaje que acabo de citar, una persona que conoce mucho a Constanza me dijo en un correo electrónico: "Ella sigue tal como la describe Gabriel García Márquez en sus memorias, llorando en la cuna, mientras Gilberto la mecía en un refugio clandestino de los tiempos de la ilegalidad." De este modo, sanamente malévolo, esa persona se refería tal vez al compromiso decidido que Constanza mantiene con la causa de la paz, lo cual, en el caso de Colombia, parecería que es como para estar llorando sin remisión. ¿O acaso sólo quiso sugerirme que sigue siendo una niña?...

Por mi parte no vacilé en responderle ipso fuckto a mi corresponsal argumentándole que no se había dado cuenta de la verdadera dimensión de aquello que dice Gabo. Y lo que Gabo dice es, expresis verbis, lo siguiente: "[Vieira] la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación."

¿Se dan cuenta de lo que realmente sucedió en ese encuentro clandestino de Gilberto Vieira y Gabriel García Márquez? Si ustedes no, yo sí. Al secretario general del pc colombiano le había nacido una hija periodista, una criatura que a sus pocos meses, y todavía en la cuna, seguía apasionada la plática entre nada menos que un futuro Premio Nobel de Literatura, y un político por aquel entonces el más perseguido en toda Colombia (y que era nada menos que su propio padre).

¿Qué periodista innato y clarividente, y les doy mi palabra de que Constanza Vieira lo es, no se hubiese echado a llorar al oír que esos dos interlocutores hacían pausas muy largas en la conversación? "Ay carajo, sigan hablando, no se detengan, quiero seguir sabiendo, qué delicia la conversación de ustedes, este es mi primer reportaje estrella, qué pena que aún no sé escribir, pero no dejen de hablar, por dios, no me frustren mi primer reportaje." Eso es lo que gritaba la niña, y lo que Gabriel García Márquez, todavía no ducho en lenguajes infantiles, tradujo como desgañitarse de llanto.

¡Pobre Constanza, cuantísima incomprensión!

III
GABO Y SUS AUTOCORRECCIONES

El 11/II/2001, en La Opinión, diario en lengua castellana de Los Ángeles, en Estados Unidos de América del Norte situado entre Canadá y Estados Unidos Mexicanos, se publicó un artículo mío títulado "To Read Or Not to Read". En él, queriendo documentar un aspecto negligido de la actividad editorial, recordaba algunas dudas que me surgieron leyendo un avance de las memorias de ggm aparecido el 22/III/98 en El País, de Madrid.

Objeto de la crónica era resaltar la necesidad de que los textos de un autor, de cualquier autor, por muy encopetado que sea, antes de imprimirse deben pasar por el escrutinio de un tercero que sepa descubrir lo que el propio autor ya no es capaz de ver, enceguecido por su propio texto. Esta ceguera es un fenómeno que conocemos muy bien todos los que escribimos, encopetados o no, y para poner un ejemplo de mi cosecha les diré que casi cada vez que debo teclear la palabra "cementerio", sin darme cuenta me sale "aeropuerto". El doctor Freud estaría chocho de la vida, de habérselo confesado en su consulta de la Bergstrasse de Viena.

Pero regresemos a García Márquez, pues en 2002, cuatro años después de aquel avance en El País madrileño, apareció el primer tomo de sus memorias: Vivir para contarla.

Para documentar lo que postulaba, mi nota de 2001 se centró en el relato de la travesía fluvial, cuando dizque quisieron ahogar al abuelo Nicolás Márquez, un episodio vivido de cerca por ggm siendo un niño que "no debía tener más de cinco años". Y resulta que ese relato difiere en dos detalles básicos del que podemos leer en el libro.

En la versión del avance decía: "El escándalo de la noche anterior se me borró por completo de la memoria, hasta veinte años después, mientras almorzaba con mi tío Esteban Carrillo, en una fonda de Riohacha." Proseguía luego con lo que le contó a su tío Esteban, y cómo el tío se indigna y no entiende que su padre, o sea, el abuelo de García Márquez, "no se hubiese defendido si era un buen tirador que casi siempre andaba armado, que dormía con el revólver debajo de la almohada. En todo caso, me dijo Esteban, nunca sería tarde para que él y sus numerosos hermanos castigaran la agresión. Tan decidido estaba mi tío Esteban, que sacó el revólver de debajo de la almohada y lo puso en la mesa para no perder tiempo mientras acababa de interrogarme".

Ese párrafo me provocó dos preguntas, planteadas de este modo a los lectores de La Opinión: 1. Dormir con el revólver debajo de la almohada ¿es costumbre hereditaria en Colombia?; y 2. ¿será también costumbre colombiana lo de almorzar en el dormitorio? Porque si el diálogo tuvo lugar durante el almuerzo, y el tío Esteban Carrillo saca el revólver de debajo de la almohada mientras conversan... ¿qué otra explicación cabe?

Pues bien: alguien tiene que habérselo hecho notar a García Márquez, o bien él mismo debe haberlo advertido, porque en Vivir para contarla, en el libro, aquel almuerzo se ha convertido en desayuno y el tío Esteban se saca el revólver del cinto.

Claro está que a lo mejor la clave se halla en una frase del propio Esteban Carrillo que ggm recuerda que el viejo le dijo años más tarde: "No sé cómo has podido ser escritor con una memoria tan mala." Pero un amigo me ha llamado la atención acerca de una posibilidad no descartable por más que en un primer momento parezca descabellada.

Conociendo ahora como conocemos, por Vivir para contarla, el pacto fáustico que García Márquez tiene con el azar, y sabiendo de sus frecuentes visitas a la metrópoli californiana por achaques de salud, ¿por qué excluir de antemano que el domingo 11 de febrero de 2001 se encontrase en Los Ángeles, ni que haya comprado La Opinión, ni que lógicamente leyera su suplemento cultural, dándose de manos a boca con aquella nota donde se hacían semejantes reflexiones?

¿Cómo dizque dicen los italianos? Se non è vero, è ben trovato!