Usted está aquí: lunes 19 de marzo de 2007 Cultura Calles de aserrín

Hermann Bellinghausen

Calles de aserrín

Aun en esta época, cuando ya casi cualquier uso demasiado humano de la biosfera tiene efectos de destrucción, contaminación, exterminio o invernadero, hay formas y formas de aprovechar eso que llamamos, cada día con mayor nostalgia, nuestros recursos naturales. El pueblo de A, por ejemplo, pobre y marginado, tiene sus calles hechas de madera. Mejor dicho, de aserrín. La madera no está allí, ni en los bosques cercanos, donde se llamaba árbol. Cortada en tablones, es constantemente embarcada hacia otra parte, allá donde el dinero la quiere y la paga.

En el pueblo de A residen los trabajadores de más bajo nivel del aserradero vecino. Consiste en chozas malas y solares como en cualquier pueblo que trata de arrancarle al campo siquiera el maíz para alimentarse. Da la impresión de estar construido en astillas. Su material son los desechos de las soberbias piezas forestales que llegan en rollo al aserradero y salen convertidas en tablas como féretros.

El pueblo de A hace pensar en las poblaciones mineras que ven irse por debajo de sus narices el oro extraído con las manos y los pulmones de su propia gente, que ni se entera en dedos de qué hermana de princesa irá a parar. Una broma macabra tan vieja como el capitalismo.

Aserradero y pueblo se localizan en un enclave rural y semioculto, erizado de brechas por donde día y noche van y vienen camiones lentos cargados de bosques sacrificados y encadenados. La sierra mecánica los convertirá en tablones que se apilen para viajar disimuladamente en una segunda flotilla de camiones, esta vez pequeños y de redilas, que parecían destinados a transportar granos y verdura.

Los camioncitos agarran rumbo a la cabecera municipal, pero no a la zona céntrica. En un callejón de las afueras, un tráiler de gran calado los espera con la panza hambrienta. Llegan los palos, digo tablas indocumentadas, y unos tipos ahí metidos las trasladan a la caja del nuevo vehículo todo lo secretamente que se puede en un pueblote donde todo se sabe.

Ya irá el tráiler carretera arriba, a la autopista. Atravesará, como cuchillo caliente la mantequilla, casetas fiscales y de peaje, puestos aduanales, retenes militares. Invisible madera, tan invisible como por lo visto es la droga que viene de Sudamérica. Según la jerga de promoción turística, éste es un país bien mágico. En la escuela me acuerdo que lo comparaban con un cuerno de la abundancia (la 'Cornucopia mexicana' del injustamente olvidado poeta y cronista José Moreno Villa, tránsfuga malagueño de la Generación del 27). México parece más bien una chistera de mago.

El pueblo de A recibe los desechos últimos de un bosque en extinción, y todavía debe pagar por ellos. Una carretada de aserrín, las astillas, los tablones de corteza o las burdas estacas cuestan lo mismo que el sudor de la peonada.

La acumulación de aserrín aplanado es tan estéril como el pavimento urbano, así que las callejuelas de A no padecen el menor rastro de maleza, si hasta semejan calles verdaderas. En tiempo de lluvias se reblandecen y pudren, las calles. En cuaresma amacizan y hay modo de pasarles otra capa de virutas. Al fin que por aserrín el aserradero no para.

Lo hará cuando el bosque alto quede extinto. Se irán entonces capataces y maquinaria a otro lado, donde aún aguarde alguna floresta que con la llegada de ellos quedará condenada a lo mismo, a la nada. Tal vez habrá allá, por cierto tiempo, otro pueblo con calles de aserrín.

En un paraje distinto de las mismas montañas, el pueblo de B está edificado con madera de pino. Lo rodean bosques tranquilos. Los habitantes de B no permiten el paso de trascavos y aplanadoras abriendo brecha para los destartalados camiones que caen cual plomo y las sierras mecánicas que meten estruendo de motocicleta en cada lugar donde se arrancan y van tendidas.

En B no hay aserrín. Ni siquiera calles. Las chozas se distribuyen en función de la tierra trabajada, y las familias se agrupan siguiendo el ejemplo de las milpas. Y aunque también son pobres, no están marginadas como las familias de A ni dependen de los desechos de alguien más.

Los marginados gravitan en los últimos peldaños de un "centro" por definición lejano y rico, a donde llegan el oro y la madera en condición de mercancía. El pueblo de B no está al margen de nada. Es contemporáneo nuestro, no víctima. Está en sí mismo, es su propio centro.

 
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