Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de abril de 2007 Num: 630

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LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Denominación de origen
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El Mercosur y la tierra purpúrea
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Un sobreviviente del éxito
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El Gran Telescopio Milimétrico
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

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Hugo Gutiérrez Vega

CARTAGENA, DE EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ (II DE V)

Nunca me ha gustado la pesquisa policial de influencias en las obras de arte que comento y admiro (o, más bien, que comento porque admiro). Sólo me interesa especular sobre posibles afinidades, buscar coincidencias o pertenencias a ciertos troncos comunes establecidos en torno a los mismos valores culturales, a parecidas pautas religiosas. De esta manera, siento a Cartagena (y a otras novelas de Rodríguez Juliá) cercana al Graham Greene de The Heart Of The Matter o The End Of The Affair, y me atrevo a emparentarla con algunas obras de Bernanos, Mauriac o Julien Green. Todos ellos han sido capaces de asomarse a los abismos del alma, a esa cuevas submarinas donde habitan el deseo, la culpa, el temor y la búsqueda feroz de la alegría y del placer que, digan lo que digan las filosofías y las taxonomías, son nuestra mejor, frágil y casi única buena herencia.

En el juego vital –y mortal– de encuentros y desencuentros, como en La ronda, de Schnitzler, las figuras aparecen y desaparecen y se buscan y no se encuentran. En este aspecto es conmovedora la historia paralela de Adolfo, el cubano, escribiendo cartas de humor infantiloide y realista-socialista, pidiendo los buenos oficios de su amigo para encontrar a la escurridiza Cuca, esa especie de ser fantasmal rodeado de exiliados energúmenos, conspiradores y agentes de los variopintos servicios secretos. Al lado de Mónica aparece otro ser marginal, otro exiliado, el español Mario, sonriendo y ofreciendo su perfil de galán otoñal en la tirilla del fotomatón.

La técnica narrativa de Cartagena es minuciosa y pródiga de datos del presente y referencias del pasado que se unen –el tiempo no existe o es una serpiente que se muerde la cola en el arte de novelar– para entregarnos un retrato más fiel, contrastado y sin asomos de maniqueísmo, de los personajes que entremezclan sus vidas y se ayudan y se hacen daño en el contrapunto de la trama que le han dictado a su autor, cada página más obediente a las órdenes de los fantasmas.

Carmen, Teresa, Mónica... en ellas subyace el misterio de lo femenino. Sus retratos se alejan de los dictados feministas y del brutal capricho machista. Van mucho más allá de la efusión de moralina y de la jerigonza psicoanalítica defensora de un estéril reduccionismo.

Llega un momento en la novela en el que la ciudad soñada –o "alterna"– aparece, con toda su contrastada carga de realidad, ante nuestros ojos. El narrador abandona el ruinoso y vulgar hotel de la zona turística –todas las zonas turísticas de todas las ciudades playeras de América se parecen a Miami por obra y gracia de ese patrón creado por los medios masivos de lo que Ciorán llamaba "cultura metropolitana"– y nos lleva de la mano al interior de la ciudad amurallada y al hotel ruinoso, pero lleno de estilo, que decoran los hermosos y crueles azulejos del esclavismo portugués. Alejandro va a Cartagena para seguir huyendo, para curarse de la confusión amorosa. No olvidemos que este buscador sueña el sueño del harem presidido por la favorita madura, terrenal y comprensiva. El peligroso juego en que Alejandro apuesta la vida, nos hace recordar las fantasías fellinescas de Ocho y medio, la amplia casa solariega en la Romagna, la solícita esposa preparando el baño de tina y los copiosos platos de pasta o de polenta, mientras las otras –muchas– mujeres giraban por las anchas estancias –tal vez "hablando de Michelangelo" , como las del poema de Eliot, sin odiarse. Todo lo contrario: comprendiéndose, ayudándose, fraguando planes para complacer, cada día con mejor imaginación, al pachá mimado y antojadizo. Periódicamente, una de ellas, aquejada por los deterioros de la edad madura, era enviada al desván y una nueva ocupaba el lugar vacante. Sueños mormones o esquimales, pero, en su fondo, aleteaban las presencias fatales. El señor de la casa acaba por perderse en La ciudad de los mujeres. Por eso este mundo femenino puede glosarse a través de la metáfora de la ciudad amurallada. Reconozcamos que la suave y poderosa fuerza de la mujer, de alguna misteriosa manera, ha regido los ritmos más profundos del mundo y de la vida. Los hombres nos movemos en la superficie y vivimos la ilusión del dominio, el engaño y la seducción. Las leyes, la cultura histórico-genética y las costumbres, favorecen los extremos del machismo, pero en lo fundamental impera la mano femenina. Hasta ahora lo ha hecho subrepticiamente, pero muy pronto lo hará abiertamente, y esto será bueno para el planeta, pues es muy claro que los hombres hemos hecho un triste papel en los terrenos del poder, el gobierno y la llamada moral social. En el mismo orden de ideas y de deseos debemos reconocer la urgencia de que los fantasías femeninas surjan con la misma fuerza del sueño del harem masculino. Pensemos en la caverna prehistórica antes de que el santo matriarcado sufriera la derrota de la que habla el sentencioso don Federico Engels. En la tibia caverna reinaba la matriarca rodeada de hombres ligeramente priápicos, diligentes y hacendosos, a cargo del lavado de la ropa, la limpieza del hogar, la cocina, el atletismo sexual y otros menesteres propios de su sexo. Veo a Teresa metida en esos sueños, más que Mónica y Carmen. No lo sé de cierto, pues tal vez esta hipótesis nazca del hermoso retrato que de ella hace su hombre ofuscado y admirativo.

(Continuará)

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