Usted está aquí: martes 3 de abril de 2007 Opinión Malvinas

Pedro Miguel

Malvinas

Entre los saldos oficiales de la Guerra de las Malvinas figura que cuatro buques argentinos fueron hundidos y uno más resultó con daños de gravedad. Las pérdidas inglesas en este rubro fueron de seis y 15; en total, cinco contra 21. La razón de esta aparente paradoja es simple: la armada argentina no salió nunca de puerto porque sus jefes sabían que sus barcos eran del todo incapaces, por su obsolescencia y sus carencias tecnológicas, de enfrentarse con los británicos.

Así fue toda la guerra: la dictadura militar de Buenos Aires peleó la guerra marítima sin barcos, libró la guerra aérea con aviones faltos de los instrumentos y las municiones adecuadas, y en tierra obligó a unos reclutas aterrorizados y mal armados a enfrentar el embate de cuerpos especiales dotados de artillería y blindados modernos.

Aquello fue desde el principio un monumento a la ineptitud: un acto bélico realizado sin un análisis estratégico previo, sin trabajo de inteligencia, sin preparación diplomática, sin propaganda y -lo más imperdonable- sin capacidad militar. Leopoldo Fortunato Galtieri ordenó la ocupación de las Malvinas pensando, si es que logró pensar, que Inglaterra se resignaría a perder su enclave remoto, que Washington se pondría del lado de Buenos Aires y en contra de Londres o que al menos mantendría la neutralidad, que si las cosas no salían como esperaba la fuerza aérea argentina barrería a la armada real británica y tal vez, en el peor de los casos, que la Divina Providencia saldría en defensa de la dictadura.

Una vez tomadas las islas por bisoños del ejército argentino, sus jefes cayeron en la cuenta, en la remota Buenos Aires, que no había manera de defender la posición ante un ataque en forma: la Armada carecía de medios para contrarrestar a los submarinos ingleses, su portaaviones no estaba preparado para servir de base a los únicos cinco cazabombarderos marítimos modernos (Super Etendart) y la pista del aeropuerto de Puerto Stanley, demasiado corta, no permitía que operaran desde ella los aviones de combate de la Fuerza Aérea: Mirage y Dagger y Skyhawk A-4. Las únicas concesiones realizadas por la Divina Providencia a los militares argentinos fueron los hundimientos del Sheffield -por entonces, el buque de guerra más moderno de la Armada Real- y del carguero Atlantic Conveyor, a cargo de los Super Etendart del segundo escuadrón aeronaval. En esos dos ataques los argentinos invirtieron la totalidad de sus misiles Exocet (cinco) y a partir de entonces no tuvieron más remedio que lanzar a sus aviadores en misiones casi suicidas a aventar bombas de caída libre sobre los barcos ingleses.

En 1990-1991 Saddam Hussein habría podido leer con gran provecho los resultados del conflicto bélico ocurrido ocho años antes en el remoto Atlántico Sur, pero persistió en su idea de enfrentar en apabullantes condiciones de inferioridad a los ejércitos occidentales.

No era necesario que pasaran 25 o 16 años para caer en la cuenta de que en ambas guerras las naciones tercermundistas involucradas en ellas tenían cero posibilidades de salir triunfantes. Pero da la impresión de que, cuando un régimen subdesarrollado adquiere sus juguetes bélicos, se compra al mismo tiempo una sensación de omnipotencia que puede llegar a costar cientos o miles de muertos.

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