Usted está aquí: miércoles 4 de abril de 2007 Opinión El aborto y el Dios de la vida

Bernardo Barranco V.

El aborto y el Dios de la vida

Lamentablemente el debate sobre el aborto ha arrojado mayores intransigencias. Está entrampado; más que razones y argumentaciones, reinan las descalificaciones y las amenazas. Conclusión: todos somos asesinos, los que están en favor de la despenalización se llenan de sangre y cometen crímenes contra seres inocentes. Los antiabortistas, por su parte, propician la muerte de miles de mujeres pobres que practican el aborto clandestino. Los grupos conservadores no dan opciones porque bloquean una educación sexual más profunda y se oponen a la utilización de la mayoría de los métodos anticonceptivos. Los partidarios de la despenalización también tienen que ir más allá de las grotescas caricaturizaciones de los mochos o de la fachosa embestida clerical.

Nadie desea el aborto, es una medida extrema que deja secuelas; sin embargo, el aborto legal o ilegal existe y es un verdadero problema de salud pública que el Estado mexicano tiene la obligación de afrontar, así sean las 88 mujeres que mueren al año, como señaló sin descaro alguno, el secretario de Salud, José Angel Córdova Villalobos, cifra, por cierto, muy por debajo de todas las aportadas hasta el momento.

Existe igualmente una polémica equívoca sobre la "cultura de la vida" o estar "a favor de la vida" que reduce una expresión tan fuerte y profunda en la tradición cristiana al debate sobre la eutanasia y la interrupción voluntaria del embarazo no deseado. Se empobrece, pues. A fines de la década de los 70, la teología en la Iglesia católica aborda el tema de la vida en dos vertientes. La primera se da en América Latina y responde a un nuevo momento de la entonces jubilosa teología de la liberación que iniciaba una reflexión más profunda sobre la espiritualidad desde el compromiso social; la otra vertiente sobre la cultura de la vida es estimulada por los nacientes grupos Provida, tanto en Estados Unidos como en México. Mientras la matriz latinoamericana afirmaba la confrontación de los cristianos frente a la injusticia en el otro polo, la teología conservadora se confrontaba con los valores seculares de las sociedades industrializadas.

El Dios de la vida en nuestro continente era una respuesta a las realidades de opresión y martirio que se experimentaban bajo las dictaduras militares. "Todo lo que sea hoy en América Latina -relataba Gustavo Gutiérrez-, dar vida a un pueblo que muere de hambre y que es asesinado por las balas, eso es dar testimonio de la Resurrección. Dar vida quiere decir toda la vida: dar pan al pobre, ayudar a la organización de un pueblo, luchar por sus derechos, atender la salud de los marginados, predicar, perdonar al hermano, orar, celebrar la eucaristía, entregar la propia vida" (El Dios de la vida, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1981, p. 88).

En suma, el debate en torno al aborto y la cultura de la vida está empobrecido por los propios actores clericales que llegan al extremo del chantaje, la amenaza, la culpabilización y extorsión moral de la sociedad. En pleno uso de su libertad religiosa la jerarquía defiende su posición sin haber articulado un planteamiento consistente, dejando a un lado la intimidación de la excomunión. En el fondo es la disputa de México consigo mismo, más que la discusión entre tradición y modernidad; el debate sobre el aborto exhibe las dificultades farragosas para alcanzar acuerdos. Estamos, pues, ante un debate sin salidas que coloca a líderes, instituciones y actores involucrados entre las disyuntivas del diálogo o la intransigencia.

El año pasado sostuvimos que el episcopado se estaba reorganizando para librar batallas por el tutelaje de los valores morales y éticos de la sociedad. La presente coyuntura de la despenalización, propuesta en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, lo ha tomado por sorpresa. Aun así, monseñor Carlos Aguiar Retes jugó con la descabellada idea de proponer un referendo, iniciativa peligrosa porque la mayor parte de las encuestas de opinión dan una cerrada diferencia; tiene la Iglesia, por tanto, altas probabilidades de perderlo. Imaginemos el costo social que esto tendría para la jerarquía: desconocer un fallo ciudadano propuesto por ella misma, ¡desacato por cuestiones de principios doctrinales y de disciplina!

La pérdida de los valores ha sido exaltada en repetidas ocasiones por la Iglesia. Pero no olvidemos que todo discurso ético-religioso es, en el fondo, una representación de un orden social deseado, o interpretado por la institución mediante la doctrina, la tradición y la identidad. La discusión sobre el aborto también expresa una disputa por un orden societal y se confrontan concepciones de la historia. Este orden moral ha chocado frontalmente con la modernidad secular, por lo menos desde el siglo XVII. Si la modernidad secular y sus nuevas instituciones laicas habían creado una contra-Iglesia los católicos siempre han aspirado a construir una contra-sociedad católica alternativa.

En nuestra historia la confrontación del factor religioso y del político ha sido muy costoso: ha generado fanatismos y antagonismos que han devastado los tejidos y las instituciones de la sociedad, como las guerras fratricidas de mediados del siglo XIX o la guerra cristera del pasado siglo XX. El país está actualmente frágil, la circunstancia poselectoral lo ha colocado ante escenarios de quebrantamiento; por ello, debates antagonizados, donde todos los actores se cierren, conlleva peligros.

No se debe perder el horizonte, las transformaciones culturales del México contemporáneo bajo la modernización del país trae como consecuencias cambios no sólo en el comportamiento y las prácticas sociales, sino en la manera de entender el mundo. Nuevas lógicas y sentidos comunes emergen lentamente en nuestra sociedad mientras otras, entre ellas muchas concepciones, cuyo origen es religioso y tradicional, pierden vigencia o se recrean. Se pasa de contextos en que las creencias religiosas formaban parte de los supuestos culturales totalizantes donde los valores cristianos ejercían el monopolio del sentido a un nuevo momento cultural en el que estas mismas significaciones conviven con otras. Dicho de otra manera las verdades reveladas por Dios indicaban las normas de conducta e imponían un conjunto de prácticas que orientaban a la sociedad y a las personas a un modelo social. Bien haría la Iglesia en repensar en el Dios de la vida que articule el compromiso social con las transformaciones culturales.

 
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