Usted está aquí: martes 10 de abril de 2007 Opinión Salón del Libro de París 2007

Vilma Fuentes

Salón del Libro de París 2007

Tres peligros acechan a cada inicio de la primavera en París. El primero es el clima: aún dudoso, hace correr el riesgo de atrapar una bronquitis si se confía en el cielo radiante y no se escogen las ropas adecuadas. El segundo es el cambio de horario: puede conducir a la pérdida de una amistad, un trabajo, alguna oportunidad que la suerte ofrece por única vez y a una hora precisa, cuando se llega demasiado temprano o demasiado tarde -fenómenos que ocurren a los olvidadizos del cambio como a quienes confunden el movimiento de las manecillas y las adelantan cuando debían retrasarlas o viceversa-. Distinción que, puedo asegurar, produce fuertes dolores de cabeza.

El tercer peligro es el Salón del Libro de París. Sus trampas son variadas y múltiples. Caen en ellos los más avezados. Podría argüirse: basta con no ir. Pero, ¿cómo escapar a sus anzuelos y tentaciones? Curiosidad de neófito o adicción de vicioso, todos los caminos conducen a sus puertas. Quien no ha ido, se dice que, en fin, hay que ver por sí mismo, que no le cuenten. Hay ciertos rituales que deben cumplirse al menos una vez cuando se es una persona enterada, al tanto, culta, un parisiense -extranjero o provinciano-. Quien ya ha ido, vuelve diciéndose que, gracias a su experiencia, ya no puede haber peligro.

Pero, no es una simple bronquitis, curable a final de cuentas, sino una locura sin remedios ni remedio lo que puede atraparse. Una patología que se presenta con las ilusiones de la vida eterna cuando es mortal. Una enfermedad progresiva e incurable que hace creer al contagiado en una manía pasajera, un achaque temporal. Una epidemia que ataca inclusive a quienes no saben leer ni escribir e inocula el peligroso virus de la escritura haciendo creer a sus vícitmas que son escritores, aunque no escriban dos líneas. Tampoco son un trabajo o un amor, ambos en general remplazables, los que pueden perderse, sino algo insustituible lo que se corre el riesgo de dejar: la propia identidad. En dos palabras: uno mismo.

Por esas excelentes razones, para asistir al Salón del Libro de París, es recomendable escoger con atención, como para afrentar el clima, las ropas adecuadas. Reflexionar sin paranoias ni delirios de grandeza las apariencias que presentaremos a los otros como lo haríamos para una fiesta de disfraces. Verse despojado de un disfraz no es lo mismo que extraviarse en cuerpo y alma. O, para decirlo en forma cruda: perder la cara.

Cubrirse con las prendas de escritor o lector no es original y es inútil. Quienes seleccionan estos atuendos sólo hacen ostensibles los síndromes de una afección avanzada y, tratando de mentir con la verdad, se pasean como el rey que desfila desnudo. Intentar pasar por invisible es tan trivial como vano pues, en los corredores del Salón del Libro, todos somos invisibles ante el esnobismo de las miradas, también todas, que atraviesan como fantasmas a los otros, es decir, todos. Escoger el disfraz de político, boxeador, actor, presentador de televisión, artista, científico, no engaña a nadie: si tal fauna anda por ahí es que escribe. Pasar por editor es aún peor: se corre el riesgo mortal de verse aplastado por razones contrariadas. Lo mejor, acaso, es escurrirse como se puede, poniendo atención, sin mirar más que la sombra de sus pies, esquivando miradas, fingiendo andar extraviado, como si se fuese un simple recadero algo idiota. En breve: hacer como si uno estuviera ahí por necesidad, sin deseo ni repulsión.

Todas estas precauciones no evitaron este año que me sorprendieran dos personas: un detective y un médico. El primero, simplemente ataviado de Holmes, me confesó que le pagaban para encontrar a un lector, un verdadero lector, simple lector. Tan desesperado lo vi, que le aseguré el triunfo de su búsqueda. El segundo, con los aires del sabio distraído, me retuvo más de una hora machacándome con sus avances en la investigación de la locura engendrada por la escritura. Futuro bestseller, murmuró.

No pude hacerlo callar y escaparme sino cuando se me ocurrió preguntar si no sería al revés y no era una locura atávica, congénita, o como se le pegara la gana, la que provocaba los extraños deseos de escribir.

Salí dudando de todo, preguntándome, de nuevo, por qué escribir.

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