Usted está aquí: jueves 12 de abril de 2007 Opinión Campos de batalla

Margo Glantz

Campos de batalla

No sé, nadie lo sabe, ¿por qué estos viajes circulares que me hacen regresar año tras año a las mismas ciudades, Madrid, Berlín, París? Advierto los cambios, y para mí sin embargo el tiempo no ha transcurrido. Una vez en 1989, estando en París, la ciudad se regocija: el Muro de Berlín se ha derrumbado; Libération, entonces todavía un gran periódico, no ha podido dar la noticia, una huelga -no recuerdo debido a qué- se lo ha impedido.

Me alberga la amiga de una amiga, amablemente; salimos a celebrar en uno de esos bistrocitos de Menilmontant, todavía hoy un barrio donde se sigue viviendo como en un barrio normal con parisinos, como antes en el Barrio Latino o en el Marais, ahora carísimos, con boutiques de diseñadores y unas pocas librerías; en pie los tradicionales Les deux Magots, Le Flore o enfrente la Brasserie Lipp, frecuentados por allá de los años 50 por Sartre, Simone de Beauvoir, Juliette Greco, toda vestida de negro, hoy, en esencia, una continuación de los escaparates de Armani o de Hugo Boss. Afortunadamente, en medio e intacta, la librería La Hune, que ha triunfado contra los especuladores que deseaban instalar nuevas boutiques.

En 1990 regreso a Berlín, quedan algunos tramos del muro; en dos ocasiones lo había atravesado salvando obstáculos; de súbito, el Metro se cortaba en este recorrido restablecido en su trazado natural. Los edificios ostentaban y ostentan el impacto de la metralla, edificios inhóspitos y lóbregos, ahora en su nuevo esplendor neoliberal.

Decido visitar Dresden, situada en la Alemania Oriental, bombardeada por los ingleses al final de la segunda guerra, hecho recordado magistralmente por el cineasta polaco Wajda en Esta noche muere una ciudad. Cuando llegué, la plaza central ostentaba aún sus ruinas, la más notoria, la Catedral de Nuestra Señora; la pinacoteca, famosísima, empezaba a reorganizarse: camino entre escombros y pienso que sería mejor entrar a ver las pinturas.

De ese viaje recuerdo apenas a los siempre celebrados angelitos de Rafael, apoyados en una pared casi invisible en la parte inferior del gran lienzo, con sus caritas meditabundas, porque encima de ellos, y suspendida entre las nubes, la Virgen aparece en majestad.

He vuelto a Dresden hace unos días, la ciudad ha sido milagrosamente reconstruida; me entero al leer la guía de que ya había sido destruida a finales del siglo XIX y reconstruida antes de la guerra. La han vuelto a dejar intacta, todo es nuevo, hechizo, blanco, perfecto, los enormes cuadros del Canaletto quien, como yo, deambulaba de ciudad en ciudad en el siglo XVIII, les ha permitido a los arquitectos restaurarla con precisión laboriosa.

Esta vez visito varias veces el museo, una retrospectiva de los Cranach, padre e hijo, es fascinante: condes, buenos, malos, heroicos, guerreros, aparecen retratados con sus trajes de ceremonia, algunas de las mujeres vestidas de terciopelo púrpura con minuciosos plisados y pesadas cadenas de oro macizo y collares de piedras preciosas tienen a sus pies un perro faldero, mechudo, blanco.

Los condes o duques o marqueses llevan vestimentas elaboradas con incisiones -me hacen recordar los cuadros de Lucio Fontana- y además de empuñar una espada y de exhibir de manera espectacular -y muy protegida- su virilidad, se dejan retratar acompañados por su perro preferido, un enorme mastín o un rotweiler -¿acaso no estamos en Alemania?

No puedo menos que suspirar: al llegar a Berlín el primero de abril me entero de que mi perra Lola, blanquinegra y callejera, no puede caminar ni comer. El veterinario me dice por teléfono que sería mejor sacrificarla. Su desaparición durante mi ausencia me entristece. Cuando visito por enésima vez la pinacoteca de la ciudad y veo los cuadros del renacimiento alemán, lo único que me interesa es detectar a los múltiples perros que aparecen pintados de manera indiscriminada, ya se trate de un nacimiento, una pasión o una resurrección de Cristo, o del retrato solemne de algún caballero teutón.

En la noche escucho con la filarmónica, dirigida por Pierre Boulez, la Segunda Sinfonía de Mahler, la oigo como si el compositor denigrado por los nazis la hubiese escrito como un Réquiem para despedir a mi Lolita.

El día anterior, Baremboim ha dirigido la Primera Sinfonía, El titán, ha cantado Thomas Quasthoff, quien debido a la talidomida carece de piernas y brazos y es solamente una voz.

 
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