Usted está aquí: jueves 19 de abril de 2007 Opinión Los cuatro cantos de la bestia

Olga Harmony

Los cuatro cantos de la bestia

El Premio Nacional de Dramaturgia Joven ''Gerardo Mancebo del Castillo", instituido por Luis Mario Moncada como un concurso sui géneris en que los cinco aspirantes elegidos debían tallerear con los jurados para que de ellos surgiera el premiado, llegó a su fin en 1975 con Los cuatro cantos de la Bestia de David Herce. Es una lástima que el proyecto no tenga mayor continuidad, porque era una posibilidad para los autores jóvenes -el premiado y los otros finalistas- de darse a conocer, ver su texto escenificado y/o publicado en la serie Teatro de la Gruta que el Centro Cultural Helénico mantuvo durante seis años y, en el caso del que obtuviera el premio, una suma de dinero en efectivo. En el caso de David Herce, los jurados fueron Rodolfo Obregón, Jaime Chabaud y Fernando Muñoz, mismos que se responsabilizaron del taller mencionado.

Los cuatro cantos de la bestia es un texto interesante constituido por un prólogo, cuatro cantos -la luz, el trueno, el fuego y la lluvia- que son los cuatro momentos del estallido de la bomba atómica en Hiro-shima y Nagasaki, y por un disparate a manera de epílogo. No hay una acción dramática que los hile y el joven autor utiliza varias lenguas, el inglés y el japonés además del español, para hacer hablar a los protagonistas del suceso, en ocasiones como citas textuales de lo que dijeron algunos de ellos, sin rehuir alguna escena muda, como es la de la lluvia. Se critica la guerra, a los científicos que experimentan sin pensar en las consecuencias, la esencia destructiva de la humanidad que parece ser el tema central de la obra, a mi ver excesivamente abarcador y por momentos ingenuo en su apocalíptica visión -la referencia a la Bestia es clave en ello. Salvando la astronómica distancia, lo que se pudo permitir Karl Kraus es un esfuerzo ingente para este joven dramaturgo, pero de todas maneras resulta excelente que los riesgos se corran y quienes lo hagan pertenezcan a las nuevas generaciones.

Si la constatación de todo texto dramático es su realización escénica, aquí se puede decir que del dicho al hecho (teatral) hay mucho trecho. En efecto, aunque Herce no sea un principiante y ya haya dirigido obras de otros autores, su grupo Peregrino Teatro no cumple las espectativas que sus pronunciamientos ofrecen, entre otros ''trastornar al espectador a través de los sentidos", porque ello no se logra quizás porque los actores -Isis García, Noé Hernández, Sofía Beatriz López, Verónica Robledo y el propio autor y director- no tengan los sustentos actorales para su difícil cometido, pero sobre todo porque la misma dirección contiene grandes deficiencias y no logra transmitir lo que en cada estancia se pretende.

En un exágono de madera traceada -diseñada por el autor y director- y con una disposición para el público casi isabelino, Herce maneja la acción de manera que puede ser percibida por todos los espectadores, lo que es un acierto, pero no logra transmitir todo lo que desea en sus cuatro estancias. En el prólogo, los actores realizan su cometido con cierta eficacia, pero otros momentos resultan fallidos. Así, el manejo de los soldaditos de plástico y de otros elementos bélicos de juguete, con la inclusión de un Superman, hecho de manera hierática por algunos soldados, pierde su elemento lúdico, si tal es la intención del autor (los juguetes en escena siempre resultan cómicos, como los barquitos de Crool) y el mensaje se pierde.

El desapercibido espectador presencia escenas en inglés, larguísimos momentos mudos como es el de la lluvia, con la actriz, con su paraguas roto, que no tiene excelente expresión corporal y la escena del fuego, en principio muy acertada visualmente, se vuelve eterna al ser dicha en japonés. La lucha con varas es muy precaria, con los dos actores sin gran entrenamiento en este tipo de arte marcial y el disparate clownesco que sirve de epílogo, con los personajes ya sin nombre que no luchan por un espacio, sino simbólicos sombreros, carece de gracia. Los clowns rematan su juego lanzándose pelotas de plástico duro y aventándolas a los espectadores que sufren algunos daños colaterales cuando éstas golpean caras y otras zonas corporales delicadas, lo que tampoco es gracioso. El ambicioso montaje se complementa con el vestuario y la iluminación de Gabriel Silva, muy acertados ambos. Como colofón yo añadiría que se cuenta con un prometedor dramaturgo en la persona de David Herce que, esperemos, con el tiempo irá midiendo riesgos y limitaciones.

 
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