Usted está aquí: sábado 21 de abril de 2007 Opinión Vonnegut la hubiera escrito

Jorge Anaya

Vonnegut la hubiera escrito

Uno de los ejercicios que Nikito Nipongo gustaba de poner a sus alumnos de composición consistía en escribir un relato jocoso a partir de una tragedia. Desde luego, no se trataba de hacer chistes fáciles ni de burlarse del dolor -para lo cual los mexicanos tenemos un talento especial, como evidencia el alud de chistes, la mayoría de dudoso gusto, que vienen detrás de alguna catástrofe natural o artificial-, sino de poner a prueba el ingenio buscando un ángulo humorístico a un hecho terrible.

El recuerdo me vino a la mente a raíz de la matanza cometida el martes 16 por un estudiante coreano en una escuela de Virginia. ¿Habría alguien capaz de llevar semejante tema a la literatura y darle un enfoque humorístico que pusiera de relieve su patética confirmación de las miserias de la naturaleza humana?

Sí, había uno. Lo malo es que acaba de morir. Las tragedias nunca vienen solas.

Kurt Vonnegut Jr., fallecido el 11 de abril pasado, fue uno de los tres niños terribles que allá por la década de 1960 tomaron por asalto las instituciones más sagradas del establishment estadunidense y las demolieron a golpes de ácida precisión. Catch-22, de Joseph Heller, y Slaughterhouse Five (Matadero cinco), de Vonnegut, la emprendieron contra la tragicómica estupidez de la guerra y la disciplina militar, en tanto Myra Breckinridge, de Gore Vidal, paró de pestañas a la sociedad de su país al exhibir con escalpelo de taxidermista los rincones más oscuros del machismo, el sexismo y la homofobia.

Muy parejos en genialidad, estos maestros de la sátira tenían -bueno, Vidal sigue vivo y produciendo, por fortuna- formas muy diferentes de enfocarla. Heller era un constructor de edificios narrativos de compleja estructura y un estilista de altos vuelos que sabía combinar parrafadas deslumbrantes con ágiles diálogos cargados de mordacidad; Vidal, un narrador directo y descarnado, con cierta complacencia no desprovista de perversidad en el detalle escatológico.

Vonnegut era, sobre todo, un travieso, un malabarista apasionado de los juegos mentales y verbales, con una facilidad incomparable para la reducción -o la magnificación- al absurdo y una capacidad asombrosa para hacer verosímil la historia más descabellada, siempre ligada a alguna de las manías y obsesiones de su sociedad y su tiempo.

Así, la ambición de las corporaciones y su rostro amable, la filantropía, son el tema de God Bless you, Mr. Rosewater (1965), en la cual Eliot Rosewater, heredero de un senador multimillonario, decide tomar por su cuenta el reparto de donativos de la fundación que lleva su nombre -en la que muchos vieron la célebre Fundación Rockefeller, antecedente de la hoy tan admirada Fundación Gates-, con resultados desastrosos para la institución y estupendos para los favorecidos. En Breakfast of Champions (1973), Vonnegut aborda el mito del individualismo y el éxito en la historia de Dwayne Hoover, un vendedor de automóviles que se toma en serio una novela de ciencia ficción escrita en forma de mensaje, según la cual él es la única persona dotada de libre albedrío sobre la Tierra y todas las demás son máquinas construidas por su creador con el único fin de estudiar sus reacciones ante ellas. Y en Jailbird (1979) seguimos a Walter Starbuck, procesado en conexión con el caso Watergate, en su intento por retornar a una vida honrada y simple y su reencuentro con un viejo amor, que resulta ser la archimillonaria dueña de la corporación RAMJAC, quien por temor a ser asesinada vive como una indigente que se alimenta de la basura en los más sórdidos pasajes del Metro de Nueva York y lleva todo el tiempo las manos cubiertas por unos guantes mugrosos para proteger la parte más valiosa de su cuerpo en términos financieros, pues sólo el juego completo de sus huellas dactilares autentifica las millonarias transacciones de su imperio.

La obra de Vonnegut es mucho más extensa, desde luego; en lo que a novela se refiere abarca desde Player piano (1952) hasta Timequake (1997). Pero los tres ejemplos mencionados -por mera casualidad los favoritos de quien escribe- permiten resaltar su inclinación por las ideas simples llevadas al extremo. Su diferencia fundamental con los otros dos autores mencionados radica en la engañosa sencillez de su lenguaje, que por momentos casi desciende al nivel del libro de texto o el manual de instrucciones, a veces con dibujos de trazo infantil que nunca dejan de provocar hilaridad (como esa especie de asterisco con que representa al ano) mientras subrayan las contradicciones de la humanidad contemporánea.

Semejante artista de la broma, por supuesto, no estaría completo sin una destreza especial para reír de sí mismo a través de su alter ego Kilgore Trout, autor de novelas baratas de ciencia ficción cuyos en apariencia deschavetados argumentos salpican muchas de las historias del autor. El hecho de que el propio Vonnegut se cuele como personaje en algunos relatos no hace sino animar el juego de automofa, como cuando en Breakfast of champions un balbuciente Trout, ya convencido de la omnipotencia de su autor sobre él, le suplica ''vuélvame rico".

Sí, Vonnegut hubiera podido escribir una excelente novela de humor cáustico sobre un joven inadaptado que un día compra dos pistolas para masacrar a decenas de sus hermosos y sobresalientes compañeros. (De hecho, en Breakfast of Champions hay una escena en la que Hoover, hastiado de ser el juguete de una inteligencia superior, se lanza en una escalada de violencia física y verbal contra quienes están a su alrededor, entre ellos su amante y su hijo.) Y esa novela que no se escribió habría sido, como siempre, el más certero e hiriente comentario sobre la demencia suicida de una sociedad que intenta esconder bajo el poder de las armas su creciente horror a sí misma.

 
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