Usted está aquí: martes 24 de abril de 2007 Opinión Revelaciones en San Ildefonso

Teresa del Conde/ II

Revelaciones en San Ildefonso

Uno de los fenómenos interesantes de observar respecto de la exposición de arte virreinal latinoamericano, cuyo comentario inicié en mi nota pasada, es la cantidad de visitantes que diariamente recibe, sólo comparable a las filas que se forman en el Museo Nacional de Antropología, ya fuere para ingresar a las muestras temporales como la de los persas, que para visitar las salas permanentes. Esto indicaría que el público, sea o no ''iniciado", responde mejor a las miradas retrospectivas que a las actuales, sobre todo si -como es el caso- el aspecto propagandístico está adecuadamente diseñado.

Los carteles de Revelaciones están muy bien ideados, el ojo sorprendido y abierto tiene por iris y pupila uno de los ostensorios (comúnmente llamados custodias) que allí se exhiben. A eso se adhiere la importancia de ciertos artistas, cuyos nombres son conocidos hasta por quienes no somos expertos en estas artes, me refiero, por ejemplo, al pintor puertorriqueño José Campeche, quien, entre otras obras, está representado con el retrato de estupenda factura de un niñito malformado: Juan Pantaleón Avilés nació sin brazos y con unas piernas diminutas. Este tipo de personajes freak atrajeron la atención no sólo por curiosidad, como fenómenos de la naturaleza, sino ya entrado el siglo XVIII se constituyeron en objeto de estudios científicos en el contexto de la Ilustración.

Otro personaje notable en las artes del siglo XVIII fue el Aleijadhino, escultor de Minas Gerais, quien gustó de dotar a sus piezas de connotaciones peculiarísimas. Una de las que se exhiben representa a San Francisco recibiendo los stigmata de manera peculiar, pues el Cristo alado de cuerpo completo parece estar a punto de ahorcar al santo.

Otro artista de primera línea que hasta los legos en estas cuestiones solemos conocer es el ecuatoriano Manuel Chili, conocido como Caspicara, autor de una de las más hermosas tallas, entre todas las que la exposición ofrece. La llamada Virgen de Quito es una madona del Apocalipsis que con sus alas de plata está a punto de levantar el vuelo. La belleza de esta talla en madera policromada, que proviene del Museo de Brooklyn, provoca miradas fascinadas, resultado de su composición en contraposto y de la exquisitez de su factura.

Otra pieza que conmueve por su tema y extrañeza es el Niño Jesús crucificado con herida en el costado, proveniente de Guatemala, donde parece ser que estas imágenes premonitorias de la pasión proliferaron, provocan una sensación ambivalente y dolorosa, que puede ser casi insoportable, cosa que por supuesto no sucede con el San Sebastián de bulto que proviene nada menos que de la catedral de Guatemala y que es posterior al muy hermoso Sebastián, bastante conocido por quienes han visitado la parroquia de San Bernardino, en Xochimilco, donde se encuentra en un nicho trilobulado, estudiado por la especialista Clara Bargellini.

Esta obra es de 1580, está entre las escasas piezas del siglo XVI que comparecen y contrasta con una escultura en madera peruana que le es vecina en cuanto a época. Se trata de un Niño Jesús vestido y peinado a la moda que imagino incaica, a la que se rinde culto en famosa iglesia jesuita de Lima; igualmente peruano es otro Niño Jesús flanqueado por sendas ánforas con ramilletes florales tipo guirnaldas flamencas en las que el atuendo de Jesús es una combinación entre la monarquía incaica y la moda sacerdotal dieciochesca. Es una pintura que exalta propositivamente su origen, tal vez debido a que el más conocido héroe tardío de los incas -Tupac Amaru- protagonizó una rebelión contemporánea a la época de factura de esta pieza, pero del héroe no se conocen más que retratos inventados.

Hay aciertos museográficos que permiten establecer comparaciones sin deambular por los recintos. Por ejemplo, tres cristos de la columna aparecen contiguos. El de mayores dimensiones es del escultor de Potosí (Bolivia), Diego Quispe; tiene la espalda tan desollada y maltratada, como las de los cristos de nuestro pintor Morlete; el Cristo que proviene de Quito carece de columna, sus manos están atadas con un cordel de plata y su expresión es casi agónica, el tercero es un Cristo de Córdoba (Argentina), su figura se tuerce en tres direcciones como si la escultura quisiera de este modo paliar el dolor de los azotes y eso es lo que resulta conveniente para su belleza y expresión.

No vi ningún mosaico plumario del siglo XVI, pero hay mitras y estolas así realizadas que son maravilla de considerar, debido a que el procedimiento, iniciado después de la conquista y que perduró tiempo después, está entre las creaciones más notables de experta mano indígena, aunque la iconografía proceda de grabados. La exposición es un privilegio y transcurrirá tiempo antes de que vuelva a presentarse la oportunidad de gozar y calibrar afinidades y diferencias de modos de hacer entre las distintas geografías.

 
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