Usted está aquí: viernes 4 de mayo de 2007 Opinión ¿Bush como víctima?

Jorge Camil

¿Bush como víctima?

La semana pasada, ante la mirada incrédula de invitados y colaboradores que celebraban el despegue de la campaña contra el paludismo, George W. Bush subió a un estrado en los jardines de la Casa Blanca para bailar y tocar los tambores con los danzante africanos que amenizaban el acto. Con la gracia de un elefante intentando el pas de quatre del Lago de los Cisnes, Bush movía las caderas y subía y bajaba las manos, como haciendo "la ola". ¿Qué más puede hacer un presidente fracasado, que contempla impávido el sombrío fin de su mandato; un gobernante descerebrado, repudiado por sus electores y criticado por el resto del mundo; un presidente cuyos actos de gobierno incrementaron a niveles inesperados el terrorismo internacional? ¿Qué otra cosa puede hacer, además del ridículo, el hombre que rodeado de asesores malintencionados, políticos siniestros y empresarios codiciosos gobernó con una sola bandera, un solo lema, una sola meta: acabar durante su mandato con la entelequia del terrorismo internacional? Esa fue la bandera hacia el exterior, porque de puertas adentro presidió una administración sin objetivos serios, que en su afán por ayudar a los ricos se olvidó de los pobres, donde el fin justificaba los medios y reinaban la discrecionalidad, el abuso de poder y el desprecio por el derecho nacional e internacional; una administración que clasificaba como enemigos a quienes no se doblegaban, o se atrevían a disentir.

Ahora, en las postrimerías de su gobierno, al iniciar el año que en Estados Unidos se llama "del legado histórico", algunos sugieren que Bush quizá no fue tan malo, que se rodeó de pillos. Cheney, Rove, Libby, Rumsfeld, Wolfowitz; ellos son los culpables. La teoría de un Bush iluminado, mal informado, o abiertamente engañado, es posible pero poco probable, y sólo tiene mérito si se acepta que los actos de maldad atribuidos a su administración requieren de una cualidad que el presidente desconoce: inteligencia superior. Cheney, por el contrario, identificado desde el primer día como el poder tras el trono, "príncipe de las tinieblas", combina una inteligencia superior con ausencia absoluta de moral. Hoy, al final del mandato, el vicepresidente tiene la aprobación popular que se merece: ¡9 por ciento!

Pero aun con intención de darle a Bush el beneficio de la duda, me resisto a verlo como víctima o chivo expiatorio, purgando los pecados de los años irreflexivos, cuando se dejó llevar por las drogas y el alcohol, sustituidos ahora por el fanatismo y los prejuicios religiosos, una adicción más peligrosa que los estimulantes. De cualquier manera, el daño ocasionado por su gobierno a la sociedad estadunidense es irreparable. Gracias al fantasma del terrorismo, el leit motiv de su administración, los ciudadanos perdieron su autoestima, y la desafiante confianza que los caracterizó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hoy los medios publican diariamente "niveles de alerta terrorista" (amarilla, naranja, roja), y nadie sale a la calle sin mirar constantemente por encima del hombro. Todos se sienten "blancos suaves", susceptibles de ser atacados en la oficina, como las víctimas del 11 de septiembre de 2001, o en la escuela, en un conjunto de cines, o en un centro comercial. Ese es el legado de Bush, que carece de perspectiva histórica para advertir que sometiendo a su pueblo a la angustia del terror colectivo le concedió el triunfo a Osama Bin Laden, el fantasma que lo persigue desde el inicio de su mandato, y que desde algún lugar en las montañas que dividen Afganistán y Pakistán debe estar deleitándose con la victoria.

De la imagen en el exterior ni hablamos, porque gracias a Bush el mundo entero odia a Estados Unidos. En México, y en un creciente número de países europeos, cada día más turistas, estudiantes de posgrado y empresarios prefieren viajar, estudiar o hacer negocios fuera de Estados Unidos. Nadie quiere someterse a la ignominia de ser tratado como criminal al solicitar una visa o cruzar la frontera de la arrogante superpotencia. ¿Sufrir las preguntas ofensivas de funcionarios mentecatos que justifican su arrogancia "por el estado de guerra" en que se encuentra el país? ¿Despojarse de cinturón, chaqueta, zapatos; vaciar bolsillos, pasar una y otra vez por los aparatos de seguridad; ingresar a estrechas cámaras selladas donde un viento huracanado amenaza con desnudar al viajero en busca de "partículas radiactivas"? ¿Todo para satisfacer la paranoia de un gobernante convencido que está salvando a la humanidad?

"Hoy -declaró Bush el martes pasado-, diputados y senadores aprobaron una ley que sustituye la opinión de nuestros comandantes militares con la de políticos. Fijar una fecha límite para retirar tropas es fijar una fecha para el fracaso". Acto seguido, ejerció el veto presidencial y se negó a promulgar la ley que fija el calendario para la retirada, justo cuatro años después de haber celebrado la "victoria" bajo una enorme pancarta que decía "misión cumplida". Con esta decisión, declaró la guerra a su enemigo más peligroso: el Congreso. ¿Arrogancia? ¿Estupidez?

 
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