Usted está aquí: jueves 10 de mayo de 2007 Opinión Mahler y su segunda sinfonía

Margo Glantz

Mahler y su segunda sinfonía

En Berlín oigo la Segunda Sinfonía, el intenso sonido de los tambores y timbales, los platillos, me hace estremecer. Mahler, judío bohemio; dirigió varias de las mayores orquestas de ópera en Luviana, Praga, Leipzig, Budapest, Hamburgo, y en 1897 se convirtió al catolicismo con el objeto de alcanzar el puesto de director de la famosa Opera Real de Viena, donde los judíos no eran aceptados. En 1902 se casó con Alma Schindler -la célebre Alma Mahler, esposa luego de Kokoshka, Gropious, Werfel- con quien tuvo dos hijas.

En Viena permaneció hasta 1907, año para él terrible; murió una de sus hijas de difteria, se deterioraron sus relaciones con su mujer, descubrió que padecía de una enfermedad cardiaca y sufrió persecuciones antisemitas intolerables que lo obligaron a viajar a Estados Unidos para dirigir la orquesta de la Opera de Nueva York (1908) y luego la joven Orquesta Filarmónica. En 1911 regresó a Viena, donde murió.

En uno de mis viajes anteriores a Berlín escuché, dirigida por Christian Thielemann (neonazi, me dice una amiga), una sinfonía de Antón Bruckner, quien fuera maestro de Mahler. Bruckner, compositor preferido de los nazis y Thielemann, antagonista de Barenboim, quien compartió con Pierre Boulez la dirección del ciclo completo de las sinfonías de Mahler en abril pasado.

El sonido repentino de las percusiones en esa sinfonía son para mí a la vez el réquiem de la Europa anterior a Hitler y un réquiem privado y familiar. Al oírla recordé una película donde se narraba la vida de Milena Jesenská, con quien Kafka vivió una importante aventura amorosa y quien muriera en Ravensbruck, el campo de concentración para mujeres, cercano a Berlín, que visité con mis amigos Marta Zapata y Bolívar Echeverría, en un húmedo y gris día de noviembre. Vi la película en París, hablada en alemán con subtítulos en francés: Milena, muy guapa, en el teatro con su marido Ernst Pollak, también judío y detestado. Es el principio del nazismo, quizá sea en Viena donde se oye una sinfonía de Mahler. El público empieza a gritar y a salirse del teatro, se interpreta a un autor degenerado, en el mismo sitio donde antes él fuera director de esa famosa orquesta.

Y en la Filarmónica, sentada cómodamente, los pasajes estruendosos y los momentos de pausa eran como premoniciones de una guerra para mí. Recuerdo el Polítptico de la guerra, de Otto Dix, que días antes había visto en Dresden, en una exposición en la Pinacoteca de esa ciudad, donde vivió, enseñó y fue expulsado de su puesto. Se trata de sólo 10 de sus obras, incluyendo ésta comprada con grandes sacrificios, a costa de vender otras del museo, consideradas como menores, una del propio Dix, que alcanzaron luego precios récord en las subastas de Sotheby's.

Dix fue expulsado de la Universidad de Dresden donde enseñaba, primero, por un cuadro donde se veía a un niño de meses con la mirada desmesurada y envuelto como momia (como me envolvía de recién nacida mi madre, vieja costumbre ancestral, presente en otros pintores anteriores: Mantegna apretando con paños blancos al niño Dios) y en 1932 por éste, considerado como antipatriótico y degenerado: empezaba el nazismo.

En él sigue los lineamientos del políptico de Grünewald en Colmar; en el primer panel, los soldados desfilan con sus uniformes nuevos; en el centro, las trincheras, los cadáveres con agujeritos sanguinolentos, como los que pintaba Grünewald y luego pintaría Frida Kahlo. Zopilotes, trincheras, alambradas, ropas destrozadas: Dix, acusado además de mal pintor, rehace el cuadro a la manera de los antiguos maestros alemanes: Durero, Baldung Grien, los Cranach. En el tercer panel, un autorretrato desmesurado, con los mismos ojos que decoran el rostro del bebé y socorriendo a un herido, ambos de blanco. Abajo, una predella con dos cadáveres mutilados en un ataúd, como Cristo en los pintores del Renacimiento.

Y de nuevo la segunda Sinfonía de Mahler. Apocalíptica, sobre todo cuando sin previo aviso sale una señora vestida de dorado, parecido al metal de los tambores, situados delante de ella, con sus grandes tetas y el pelo pintado a lo Jean Harlow: su voz, magnífica, una mezzosoprano, con atuendo discordante; en cambio la soprano, vestida sobriamente de terciopelo negro, muy delgada, también excelente.

Otro sobresalto, los coristas se levantan al unísono -como accionados por un resorte, valga la platitud- al sonar los platillos y los timbales.

 
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