Usted está aquí: sábado 12 de mayo de 2007 Opinión La ausencia

Vilma Fuentes

La ausencia

A pesar del esplendor con que comienza el pensamiento occidental en Grecia, ese despertar de la inteligencia, numerosas religiones proponen ideologías que nos preparan dolorosamente a la muerte. Por eso lloramos y seguiremos llorando frente a ella. En vez de contemplarla como una vaga, imaginaria y temible continuación de una vida sin sentido, deberíamos comprender, y ésa es la única evidencia, que hemos sido, somos, fuimos, seguimos siendo, seremos entonces para siempre. El ser es, dice Parménides, asombrado por esa esencia ante la nada, porque podríamos no haber sido, y lo contrario es cierto, ése es el milago: somos.

Mi madre, Vilma Elodia Fuentes de Hernández, murió hace unos días, unas horas, no sé. No trato de parodiar al personaje de El extranjero, pero la pérdida del tiempo, su arresto, su paro, es real ante la muerte. Unos días, unas horas antes, había muerto Evangelina Gómez, mi prima hermana, con quien pasé mi infancia. La del rubor helado había comenzado a anunciar su racha, con sus maneras insolentes y ultrajantes, cuando el fallecimiento de Mercedes.

Vilma Elodia llegó de Ciudad Juárez, Chihuahua, donde nació en 1931, a la capital a sus 16 años. Publicó en periódicos con el seudónimo de Iris, nombre de la diosa y del grado que tenía en la logia masónica. Apenas un año después, se casó con mi padre, Roberto Hernández Hinojosa. Dejó el periodismo: el accidente y la trepanación que sufrió su marido la obligaron a ocuparse de todo en la casa. Pero si no podía correr a las salas de redacción de diarios y revistas, escribió una novela, inédita, de la que soy tal vez la única lectora. La leí en secreto, como leí a escondidas las cartas que intercambiaron mi padre y mi madre antes de casarse. La novela, titulada El rosario, lo comprendería mucho más tarde, estaba inspirada en el amor absoluto, quizá durable por transgresivo, que se tuvieron, una a otro, mi tía Eva y el padre de sus dos hijos, mis primos hermanos. Como en casi toda primera novela, hay algo de autobiográfico, pero su autora tocaba, con su lenguaje ingenuo, el enigma del amor en Occidente: la pasión a pesar de la voluntad a causa de un filtro de amor, el mareo del viaje que no tiene retorno, un sortilegio.

Alegre, juvenil, jugó con mis hermanos, Laura y Roberto, y conmigo, a las muñecas. Era demasiado joven para impedirse jugar a las escondidillas, pintarse la cara de negro y asustarnos, cosquillearnos hasta hacernos llorar, hacernos estallar en carcajadas.

Volvió al periodismo, con éxito puesto que fue nombrada directora de la revista Aviación, cuando corrieron a su marido, entonces jefe de redacción del diario deportivo La Afición, con el despotismo característico de las clases dominantes que conducen a la ruina de un país. Mi padre era culpable de haber apoyado una huelga de trabajadores, es decir, un traidor a los dueños en vez de un capataz a su servicio.

Nació en esa época mi hermanita Lourdes. Vilma Elodia sufrió, inconsolable, la pérdida de su padre. Dejó el periodismo. Es decir, de escribir, nunca de leer todos los días los periódicos. Se dedicó a amarnos, a su marido, a sus hijos, con desmesura.

En 1993, cuando ella me informó que mi papá se hallaba en fase terminal, viajé a México para asistir a su muerte. La esperé, segundo tras segundo, al mismo tiempo esperando un milagro y deseando que ya ocurriera. La espié, y lo espié, desde la recámara vecina, durante días y noches. Creí que mi padre iba a revelarme el enigma de la muerte. Pero no había enigma ni misterio. Simplemente esa ausencia. Esa atroz ausencia en su rostro, en cada uno de los rasgos inmóviles de su cara. Miré la rigidez de su cara buscándolo en vano. Desde entonces, lo sueño muerto vivo, diciéndome que lo enterraron en vida. Los sueños son sueños, no hay interpretación que valga, acaso porque son tan reales, o tan imaginarios, como lo que creemos real.

No fui a México cuando Tania, mi hija, me avisó que mi madre había muerto. Sin dar a la muerte el tiempo de asustarla, Vilma Elodia murió de un infarto. No iba a esperar un segundo su cita. Yo decidí no ver esa ausencia en una cara que ya no es la suya. El colmo del misterio, su revelación, ¿no es la evidencia? Ausente, está ahora en todas partes.

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